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ATMÓSFERA

Cuando el artista Federico Manuel Peralta Ramos proclamó “soy un pedazo de atmósfera” apelaba a la disolución posthumanista del ego humano, pero también definía a la atmósfera terrestre como un delgado envoltorio de acontecimientos que durará lo que duren los seres que los producen y sostienen.

Federico Manuel Peralta Ramos

Tengo un algo adentro que se llama el coso. Soy un pedazo de atmósfera, 1970
Disco editado por CBS Columbia Records, 24 x 24 cm
Con acompañamiento del conjunto Hielo

Federico Manuel Peralta Ramos (Pcia. de Buenos Aires, 1939 – Ciudad de Buenos Aires, 1992) 

 

Federico Manuel Peralta Ramos formó parte, a su modo, de la generación de artistas de 1960 que, en torno al ya mítico Instituto Di Tella, instituyó las rupturas vanguardistas, sincronizando de golpe a Buenos Aires con Nueva York. 

 

En 1968, Peralta Ramos recibió la Beca Guggenheim, galardón que simbolizó por décadas una puerta abierta para que cualquier artista local se proyectara hacia la fama internacional. Una de las anécdotas mejor guardadas en nuestra historia del arte es que Federico, en vez de aprovechar la beca para su currícula, la derrochó: parte de los fondos fueron usados para una espléndida cena con amigos en un hotel lujoso de Buenos Aires. En esa época, casi cualquier acción podía considerarse performance, o una mezcla entre arte y vida, o una burla conceptual hacia el sistema formal del arte, etc. Evidentemente, si la institución estadounidense consideró el proceder del artista como incompatible al perfil de sus subsidios es porque de algún modo su gesto de generosidad e indiferencia hacia el dinero como posible medio para volverse aún más “artista” corroía algún hueso duro del sistema.

 

Derrochar. Bifo Berardi considera que, en las condiciones actuales, la manera de resistir a la opresión del sistema no es atacarlo sino huir. Desertar de las ficciones colectivas de bienestar y progreso. Retirar nuestros cuerpos del sacrificio constante. Volver a preguntarnos: ¿qué es la riqueza?

 

En 1970, Peralta Ramos grabó lo que él llamó sus canciones no-figurativas “Soy un pedazo de atmósfera” y “Tengo algo adentro que se llama el coso”. Escribe Chus Martínez: “Volverse atmósfera es incluso mejor que volverse un artista reconocido; es mucho más complejo, literalmente más universal, y mucho más desafiante (…) es querer abandonar cualquier idea de identidad individual. Volverse atmósfera —y ni siquiera en su totalidad, sino un pedazo— nos desafía con la indeterminación holística como la sola y única forma de existencia”. Martínez considera al artista como un pionero, ya no en términos de las vanguardias sesentistas, sino de las actuales estéticas posthumanas que, frente a la crisis ambiental, cuestionan a la humanidad moderna aún al dominio de la gestión planetaria. 

 

Ser parte de Gaia (la Tierra como una excepción viviente, al menos en los dos tercios conocidos de nuestra galaxia) implica como mínimo dos cosas: 1) reconocer que la atmósfera terrestre como condición vital no es parte de la estructura dada del planeta, sino una suma de acontecimientos que durará lo que duren los seres que los producen; 2) renunciar al imaginario hegemónico que define a los humanos como individuos excepcionales y autónomos.

 

Dos obras de 1949, de dos fotógrafas mujeres de Argentina, acompañan al vinilo de Peralta Ramos con sus imaginarios de disolución o integración atmosférica del cuerpo. 


Por Valeria González
Grete Stern

Sueño n. 10, Cuerpos celestes, 1949
Gelatina de plata sobre papel, 30,5 x 23,5 cm

Grete Stern (Wuppertal-Elberfeld, Alemania, 1904 - Ciudad de Buenos Aires, 1999)

 

Grete Stern, formada en la Alemania de entreguerras y radicada en Argentina, fue la principal pionera de la fotografía vanguardista en nuestro país. Entre 1948 y 1951 realizó la serie de fotomontajes de los Sueños, publicados en 140 números consecutivos del semanario femenino Idilio. Por largo tiempo olvidado por pertenecer al ámbito de los medios populares, este conjunto tiene hoy, para la historia del arte argentino, una relevancia incalculable, por ser uno de los primeros trabajos que, en el plano internacional, aborda de modo sistemático una perspectiva crítica de género. Stern respondió con sus imágenes a las cartas de lectoras, a sus ilusiones, miedos y frustraciones, interpretando sus sueños no en términos de sujetos privados sino de una auténtica psicología social que revela de manera a veces fantasiosa, a veces irónica, pero siempre contundente, las opresiones y manipulaciones que en su vida cotidiana sufrían las mujeres en la sociedad de la época.

 

El Sueño n. 40 consiste en un tren-monstruo que amenaza devorar en su avance vertiginoso a una muchacha atónita e indefensa. La crítica al modelo de progreso dominante nos recuerda que no hay perspectiva de género que no sea a la vez económica y política. Y hoy debemos añadir también: ecológica. Podemos actualizar la lectura de la pieza en clave de las críticas feministas al ecocidio neoextractivista. En el contexto de esta exposición, no obstante, la referencia a los Sueños pasa principalmente por entender que (en tanto se sigue marginalizando a los animismos “primitivos”) los procedimientos artísticos surrealistas constituyen un reservorio y arma para empoderar a los hacedores no humanos del mundo. 

 

Acabar con la soberbia antropocéntrica que está despilfarrando el planeta exige renunciar a la idea de que estamos al comando por ser seres superiores. Afirma Maria Ptqk que no hay imagen más patente de este autismo cosmológico (el relato de una especie que se cree exenta del suelo que habita) que la famosa fotografía de la Tierra tomada desde el espacio exterior. En la obra de Stern, el cuerpo femenino (¡sin cabeza!) que flota entre la Tierra y otros astros nos habla más de una plácida y erótica integración que de una mirada de saber y dominio. 


Este Sueño (n. 10) acompaña, junto a la imagen de cuerpos disueltos en el aire de Annemarie Heinrich, a la desafiante proclama de Federico Peralta Ramos a volvernos “un pedazo de atmósfera”.


Por Valeria González
Fernanda Laguna

Te extraño mucho, 2018
Acrílico sobre tela calada, 58 x 48 cm

Esta obra ha sido removida por agenda de programación y sustituida por "Los rayos y el triángulo", 2016. de la misma artista. (Acrílico sobre tela calada, 62,5 x 57 cm.) 

 

Fernanda Laguna – (Ciudad de Buenos Aires, 1972) Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

 

La figura de Fernanda Laguna puede visualizarse a través de la dimensión vincular, afectiva y estéticamente incisiva del campo artístico argentino de las últimas dos décadas. Excediendo los campos de las artes visuales y la literatura, su producción opera experimentalmente entre diversas disciplinas (pintura, dibujo, objeto, poesía, novela, performance, curaduría, música), enmarcadas casi siempre en políticas de gestión cultural descentralizadoras y colectivas y en el activismo feminista. Paradigmáticas del arte contemporáneo en el siglo XXI, estas prácticas tienen su anclaje en proyectos relacionales y situados, impulsados por la artista desde hace un tiempo y hasta la actualidad, como Belleza y Felicidad Fiorito (desde 2003), Ni Una Menos (desde 2015), el archivo-vivo Mareadas en la marea: diario íntimo de una revolución feminista (gestado y curado desde 2017 junto con Cecilia Palmeiro), el Comedor Gourmet dentro de la Villa Fiorito (desde 2018) y locales como El universo (desde 2017) y Para vos… Norma mía (desde 2020).

Su sensibilidad contemporánea pone en jaque la experiencia del arte, manifestando que la fluencia de los afectos y la representación narrativa y militante del deseo son dos de los principales rasgos de la politización cultural del presente.

Quemada! es una pintura oriunda de 2001, el mismo año en el que cofundó el icónico espacio Belleza y Felicidad, emplazado en la crisis social y económica que impulsó el arranque radical del siglo XXI. Es una pieza que formula muchas de las características que podemos divisar en su obra posterior, asociada historiográficamente también a la dimensión trash del arte de Buenos Aires. Una categoría que, en palabras de Inés Katzenstein, implicó modos de asumir una sensibilidad de la pobreza y de la sobreinformación. Laguna produce imágenes que devienen en objetos amorfos y literariamente románticos, que no negocian con parámetros de calidad formal, fácilmente asociadas con lo artesanal y lo popular. Son manifiestos de su gusto, su desparpajo e ironía, y de su proximidad hacia lo que socialmente se considera como banal. Con su materialidad (aerosol y birome sobre tela quemada, además de acrílico) cercana a las tácticas callejeras revolucionarias de la marea feminista, Quemada! rememora el fervor de los primeros 2000 tensionando hacia el presente. Su fluorescencia se vuelve trascendental para esta etapa atravesada por el deseo de transformar los modos de pensar, gestionar y producir desde y más allá del arte.


La pintura Gaviotas pertenece a la serie Formas negras parecidas a algo, que a partir de 2009 es llevada a cabo como un proyecto abierto y en proceso. En él revisita y combina a su manera tradiciones de la pintura moderna: la exploración de un lenguaje abstracto lindante entre las formas geométricas y las orgánicas, y las sustracciones o calados en la superficie, que añaden sorpresivos encuentros gráficos, materiales y cromáticos. La explícita referencia animal del título la encontramos en otra parte: su libro Me encantaría que gustes de mí comienza con una escena donde las gaviotas son las protagonistas: “En la playa veo volar a las gaviotas haciendo círculos sobre mi cabeza”.1 En las pinturas, las simbiosis entre lo humano y lo no humano, próximas a la extrañeza surrealista, devienen en esas negras formas viscosas de miembros multiplicados como raíces adventicias o tentáculos. A su vez, a la luz de esta cita, la obra da cuenta de la simbiosis existente entre pintura, escritura y otras prácticas que la artista utiliza.


Por Nancy Rojas
  1. Dalia Rosetti, Me encantaría que gustes de mí, Buenos Aires, Mansalva, 2005, p. 9.
Claudia Fontes

FOREIGNERS #02, 2014
Porcelana, 15 x 23 x 8 cm

Claudia Fontes – (Ciudad de Buenos Aires, 1964) Vive y trabaja en Brighton, Inglaterra. 

 

Ya desde su primera formación como artista, Fontes manifestó interés por profundizar en el conocimiento del campo, cursando asimismo la carrera universitaria en Historia del Arte. Este perfil, a inicios de los 90, sintonizaba mejor con el Taller de Barracas (donde resultó seleccionada) que con el estilo adjudicado al “arte argentino de los 90” que estaba conformándose en torno al Centro Cultural Rojas. Sus primeras esculturas tenían que ver con narrativas suspendidas en el punto de un desenlace trágico. Paradigmática resulta la leve e insistente gota de agua que cae sobre una almohada de jabón, cuya perfecta y sólida talla es lenta pero dramáticamente erosionada en su centro (Julieta Capuleto, 1995). Releyendo sus primeros pasos, podemos afirmar que ya había en la artista una conciencia de catástrofe, no en términos de una épica humana sino en el modo de la invisible pero inexorable presencia de los hacedores no humanos del mundo. Una intuición posthumanista aparece ya en Plan de invasión a Holanda (durante su residencia en la Rijksakademie, 1996-97), una confabulación decolonial que llevó a cabo con Lotty en relación a tres figuras: un ombú, un señuelo para perros y un bote. En paralelo, Fontes participó siempre de proyectos colaborativos. Antes de mudarse al Reino Unido en 2002, potenció su conexión europea en la plataforma TRAMA, que resultó fundamental en ámbito local sobretodo en el contexto de la crisis de fines de los 90. 

En la última década, su perspectiva crítica hacia el antropocentrismo y el colonialismo extractivista (El problema del caballo, 57° Bienal de Venecia), así como la orientación del hacer artístico en cooperación con seres no humanos –una perra adiestradora (Training, (d)OCUMENTA 13) o gaviotas talladoras (El pájaro Lento, 33ª Bienal de San Pablo)– se vuelven centrales y cobran visibilidad internacional.

Foreigners es una serie de pequeñas figuras de porcelana de una veintena de centímetros de alto. Hechas con un material de apariencia extrañamente porosa y compacta, las figuritas antropomórficas se entregan a un juego de hibridación que incita a trastocar el lugar común de la construcción opositiva de una figura y un fondo. Del tamaño de una mano humana, ajenas a toda posible sublimidad distanciadora, las estatuillas son una evocación del tacto. Casi como una parodia de los retratos de Elizabeth I con su mano dominatriz posada sobre el globo terráqueo, Foreigners es el recuerdo de una experiencia otra del tocar, la de entrar en contacto sin representación posible, para tras-tocar toda experiencia del afuera y del adentro: porque tocar es siempre también tocarse, constituirse en el tocar, ellas son la pura exterioridad de la que está hecha cualquier cosa que se quiera interior, el intersticio irrepresentable abierto en la contigüidad de lo existente. Un fuera de lugar (un foris), un bosque (forest), un extranjero (foreigner) del que hacemos experiencia en el contacto, porque todo es inmigrante, porque todo es xenos respecto de sí mismo. Tocar es migrar en la porosidad de una dispersión de límites que no admite fronteras. Es precisamente por ello que estas extrañas figuritas nos ofrecen también una lectura política, una apropiación insurrecta del uso despectivo de la palabra “foreigner” en el Reino Unido de Inglaterra: pues asumen la anfibología política del huésped, pues son a la vez hospes y hostis, el cobijado y el que cobija, el extranjero bienvenido y el anfitrión hostil. El umbral de aparición de las criaturas que es siempre también y simultáneamente su desaparición en la persona, el árbol, los hongos o las piedras. Una gran cadena del ser que, no obstante, desafía toda jerarquía. Como una foresta, los foráneos proliferan en una comunidad de crecimiento en constante ampliación que es inversa a la lógica inmunitaria de incluir para excluir. Ni taxonomías jerárquicas ni fronteras definidas, una membrana de pasaje para la materia que elige. Las dos figuritas de la serie que forman parte de esta muestra, ofrecidas a un tacto imposible, invitan también a la dispersión de la mirada, que puede recorrerlas en cualquier dirección y desviarse así hacia seres deformes en el encuentro inesperado entre cosas inesperadas. Un ejercicio de la mirada sin ojos, sin perspectiva ni cálculo, como el que ellas mismas parecen llevar a cabo con sus cuerpos bípedos sin rostro al clavar su inorgánica atención sobre el montículo y el charco de piedra a sus pies. Bienvenidxs a la otredad que somos.


Por Colectiva Materia
Sebastián Díaz Morales

Agua de la serie En un futuro no muy lejano, 2003
Video color, sonido estéreo, 11' 43”

Sebastián Díaz Morales – (Pcia. de Chubut, 1975). Vive y trabaja en Ámsterdam, Países Bajos.

 

Desde su temprana obra de la década del 90, Díaz Morales revisita el paisaje del que es oriundo: la estepa patagónica. Habiendo partido a Ámsterdam para estudiar en la Rijksakademie van beeldende kunsten, regresa a este territorio que pasa a ser escenario de films de encuentros y desencuentros entre humanos y no humanos sumidos en la intemperie. Más adelante, en un futuro no tan distante –título de la serie de la que forma parte Agua (2003)– es considerado como el escenario post-apocalíptico donde el desierto es el paisaje que prima en la Tierra, y los diálogos por la supervivencia humana ponen ante todo en valor el bien común más preciado, al que por su privatización se teme que pierdan acceso todos los habitantes del planeta. Si todo se desertificará por los modelos neo-extractivistas de los mal llamados «recursos» naturales, habrá que pensar en cuándo consideramos la estepa patagónica como un desierto, visto y considerando que en términos bióticos el desierto es un entrelazamiento de formas de vida y no la falta de presencia de vida, como se lo define habitualmente. Así, este desierto que nosotros sabemos ha sido conquistado, ya sería desde ese entonces el escenario apocalíptico del porvenir al perderse todo arraigo con una lógica simbiótica con ese territorio.

Desierto. Agua. Viento. Humanos. Humanos que giran al infinito gritando por agua ante un viento angustiante en el desierto. Mucho viento. El agua no está: se pide. El agua: lo que se busca. Elizabeth Povinelli, en su trabajo con pueblos indígenas australianos, señala que en el liberalismo tardío la centralidad ya no pasa por la biopolítica, sino por geontologías. La frontera entre lo vivo y lo no vivo es el lugar actual de la disputa política. Vida contra la no-vida. En una era que con Jason Moore podemos definir como Capitaloceno, donde el capitalismo está dejando huellas en la no-vida, Povinelli elige tres figuras para pensar el presente: el desierto, el animista, el virus. Podríamos agregar los hongos de Tsing, las plantas de Coccia, las cosas de Holbraad. Nuevas figuras del pensamiento crítico. Y todo por el desierto. Que avanza. No desierto: desertificación. Y el viento que seca, corroe, da forma al grito. Gritamos porque hay viento en el desierto. Porque el desierto es viento. En un círculo que no se detiene. El agua ha dejado de estar, por eso se busca. Se va convirtiendo en nuestra plegaria. Eso que buscamos en planetas lejanos para posibilitar la vida, acá, ahora, se convierte en valor de mercado. Planeta-Agua: Planeta-Mercancía. Cada porción de agua cotiza en bolsa. Alizart o Bratton sostienen que aquello que soñamos para otros mundos, hoy se repliega sobre el nuestro: la terraformación. Dejar ser al agua agua: terraformación. Mundo incendiado. Calor creciente. Agua: una plegaria.

No puedo buscar el agua: tengo que reparar algo. Una fisura. Lo fisurado. Allí donde algo se escapa. El daño que exige reparación. Lo dañado: el mundo. Lo sin-mundo. Lo in-mundo. No puedo: estoy reparando un daño. Lo dañado: el agua. Lo dañado: la Tierra. Giramos en el eterno retorno de lo humano porque estamos atrapados entre la búsqueda y la reparación. Desierto. Agua. Viento. Tierra.


Por Emmanuel Biset - Pablo Méndez
Margarita García Faure

Pinturas de viento, 2012
Fotografía, 70 x 100 cm
Serie realizada en Base Decepción, Antártida

Pinturas de viento, 2012
Fotografía, 70 x 100 cm
Serie realizada en Base Decepción, Antártida

Margarita García Faure (Ciudad de Buenos Aires, 1977) Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

 

En 2017 se publicó Inmenso, libro monográfico que reúne cuatro experiencias situadas a través de las cuales Margarita García Faure transformó y fue transformada por una nueva vinculación entre su hacer artístico y la naturaleza. 

Pintura de intemperie (viento), de 2012, forma parte de la experiencia de García Faure en la Antártida. La historia dice que, junto a otrxs artistas, se dirigían a realizar una residencia en Bahía Esperanza. Allí lxs aguardaba un blanco y extenso espacio. Sin embargo, a raíz de una serie de infortunios terminaron arribando a la Isla Decepción, un paisaje diametralmente opuesto al esperado, en tonos negros y grises, cubierto por tierra volcánica. De ese primer desencuentro surgió, paradójicamente, una forma nueva de vincularse. En vez de pintar un paisaje, la artista dialogó con él: extendió sus telas en medio del frío viento del sur y dejó que la naturaleza imprima sus huellas. Agua, sol, tierra, señales de algún animal, todo se abría como posibilidad en esta experiencia de entrega y aprendizaje. Rastros –intencionales y azarosos– habitaron la superficie de la tela, en un trabajo que se tornó casi coral entre todos los agentes participantes.

“Creo que aspiro a hacer obras en las que la materia porte memoria. Y que esas memorias abran una comunicación. Siento que se abre una puerta de mayor vulnerabilidad en el gesto y me interesa”.1 Las memorias no se establecen como una esfera exenta que actúa autónomamente fuera de nuestras voluntades. Las memorias constituyen herramientas para operar en el presente, en nuestras relaciones personales y en nuestra manera de relacionarnos con el mundo natural, ya no para intervenir sobre él, sino para hacerlo con él. ¿Qué memorias posibles portaran las huellas de las distintas especies que habitamos este suelo? ¿Qué nuevas historias por contar habilitarán las memorias sonoras del viento, de los árboles? Estar disponible a esos saberes, apostar a la permeabilidad y dejarse afectar –como esas pinturas de viento– quizás esboce una primera respuesta.


Por Laura Lina
  1. Margarita García Faure, Inmenso, Buenos Aires,  2017, p. 137.
Cecilia Azniv Lutufyan

Sin título de la serie La senda de Etna, 2007-2009
Impresión giclée sobre papel de algodón, 47 x 70 cm
Edición 1/5 + 1 P.A.

Cecilia Azniv Lutufyan- Sin título de la serie La senda de Etna, 2007-2009

 

Notamos que es una mujer sumergida en el agua, pero por efecto de la toma fotográfica parece un ser marino que avanza lento por el borde de la costa rocosa, propulsado por esa cabellera que también percibimos como un cuerpo tentacular. En toda la serie La senda de Etna (2007-2009), a la que pertenecen las dos piezas exhibidas, Cecilia Azniv Lutufyan se vale de la vegetación, y sobre todo del agua, calma o revuelta, tersa o fluyente, para fragmentar o desdibujar la silueta humana y sugerir otros modos de ser con la naturaleza. 

 

Con un marco teórico similar a la presente exposición, aunque mucho más breve y centrada en la fotografía argentina, realizamos junto a Mercedes Claus De arañas, medusas y humanos para BAPhoto, en 2019. En homenaje al pensamiento tentacular propuesto por Donna Haraway y a los modos de propiciar parentescos y simbiosis raras entre humanos y no humanos como modos de supervivencia creativa en un mundo que se agota, varias imágenes jugaban a partir de la ambigüedad entre cabelleras, pelajes y tentáculos. En esta ocasión, la secuencia de metamorfosis se nutre con nuevas presencias: Marcia Schvartz, Toto Dirty, Malena Pizani, Cecilia Azniv Lutufyan, Claudia Fontes, Flavia Da Rin, Nicanor Aráoz, Mariana Telleria, Marcela Astorga. 

 

Introducíamos aquella exposición de 2019 con estas palabras: 

 

“En su análisis de la pintura negra de Goya Duelo a garrotazos, Michel Serrés afirmaba que, enfrascados en su lucha especular, los hombres ignoraban que ambos acabarían derrotados por la inexorable succión del barro del mundo. (…) Donna Haraway vería en el lodo que rodea la ciega competencia masculina una fuente de inspiración y supervivencia: el homo convertido en humus, pensamiento tentacular copulando y multiplicándose con todo lo que escapa a la categoría de lo humano.”

 

¿Seres monstruosos? Probablemente, pero en el sentido que Michel Foucault supo advertir en ellos: una figuración del borde represivo que limita las posibilidades de existencia a favor del sistema de poder dominante. 


Por Valeria González
Claudia Fontes

Training, 2011
DVD color, 9' 39"
Edición de 3 + 1 PA

Claudia Fontes – (Pcia de Buenos Aires, 1964) Vive y trabaja en Brighton, Inglaterra.

 

El video Training (2011) formó parte de la 13ª edición de documenta, exposición dedicada a “todos los hacedores del mundo, animados e inanimados, incluida la gente”.

 

Training nos muestra el paseo ocioso de un perro cazador y una mirada digital que lo registra desde puntos de vista que renuncian a la prerrogativa del orden y la distinción sujeto/paisaje. Esta vez son un perro (figura híbrida hiperexplotada simbólica y materialmente dentro del sistema domesticatorio occidental), su interacción con otras criaturas (la niebla o el bosque) y su propia labor artística catalizadora lo que Fontes investiga para ayudarnos a imaginar una experiencia otra, ya no reductible a dualismos reasegurantes: perro/amo, auxiliar/protagonista, hocico rastreador/ojo jerarquizador. El movimiento de la cámara, que renuncia a toda estabilidad de la perspectiva, permite experimentar un estar en-con el ambiente más allá de toda fórmula escópica. Un viento cantor, gotas de lluvia que adelantan la imposibilidad de una mirada soberana, una telaraña balanceante iluminada por un sol inesperado, árboles que juegan a las escondidas, la amorosa invitación de un perro a mirar la vida desde sus ojos.

 

Desde 2002, la artista argentina Claudia Fontes vive en Brighton. Alma es su adiestradora actual.


Por Colectiva Materia
Annemarie Heinrich

Caminando, 1949
Gelatina de plata sobre papel, blanco y negro, 39,5 x 55 cm

Annemarie Heinrich – (Darmstadt, Alemania, 1912 – Ciudad de Buenos Aires, 2005) 

 

A diferencia de Grete Stern, que llegó de Alemania con un importante bagaje de experiencia y formación, y ya conectada –junto a su esposo Horacio Coppola– a los círculos ilustrados de Buenos Aires, Annemarie Heinrich arribó desde aquel país siendo apenas adolescente y de la mano de una familia con menores recursos. Su inicio en la fotografía, como ella siempre confesó, fue menos una vocación que la búsqueda de un oficio para vivir. Con los años, y por obra de su propio trabajo y talento, la fotógrafa ganó un enorme prestigio, pero nunca olvidó que, en la época de sus primeros encargos, para las figuras de la alta sociedad “era como una paria”. Heinrich se formó trabajando en estudios comerciales: el retrato lideraba la demanda. Aprendió el estilo del momento, influido por las estrellas y las revistas de cine, y se convirtió en la maestra del rubro. A veces, se permitió combinar sus imágenes con recursos vanguardistas como la fragmentación, o las metáforas y juegos ópticos surrealistas, convirtiendo a este género, atado al conservadurismo, en un verdadero campo de batalla. Esta batalla a menudo iba de la mano de su actitud de interpelación y desafío a la mirada social hegemónica sobre la mujer. 

 

En la historia del arte, el retrato surge como glorificación del gran invento moderno: la idea de individuo, la idea de que el animal humano no es esencialmente un ejemplar de una especie o un miembro de una comunidad, sino una excepción irrepetible y autónoma en cuerpo y espíritu. El retrato debe abocarse a esta doble dimensión de su singularidad. El diccionario de la Real Academia Española (una suerte de policía del lenguaje) define al retrato como una “combinación de la descripción de los rasgos externos e internos de una persona”. Y a su vez, a la palabra rasgo como una “línea o trazo”, también una “peculiaridad, una nota distintiva”. 

 

En Caminando, Heinrich hilvana una trama que pervierte esta idea de lo interior/exterior del sujeto autónomo, disolviendo y fundiendo los cuerpos con el entorno y los otros seres –visibles o invisibles– que los rodean, disolución que evidencia su inexorable caducidad y a la vez los empodera como parte indisoluble de un mundo más grande.

 

Podría ser un retrato-otro, la efigie de un futuro (por fin) posthumano. ¿No es acaso ese evanescente pluriandar femenino un auténtico retrato que las infinitas líneas y trazos que flotan allí afuera dibujan, donde lo externo y lo interno se indistinguen en una mutua crianza que une los frágiles cuerpos humanos con las ramas peladas de esos hermanos no humanos, los árboles?


Por Eduardo Molinari - Valeria González
Marcelo Alzetta

El hombre chicle, 2016
Óleo sobre tela, 60 x 80 cm

Marcelo Alzetta –  (Pcia. de Buenos Aires, 1977-2021)

 

Como un médium capaz de conjuntar y transmitir la ternura, el humor y la miseria de varios planos oníricos y fantásticos, Marcelo Alzetta vuelca su inventiva en medios como la pintura, el dibujo y la música. Con la firme convicción de andar por el sendero artístico desde niño, Alzetta se mudó de Tandil a Buenos Aires en 1997, en donde tejió una red de afectos, intereses y sensibilidades que lo llevaron a entablar vínculos amistosos con artistas como Pablo Suárez y Fernanda Laguna, así como a exhibir en el Centro Cultural Rojas y Belleza y felicidad. Además, fue coeditor de la revista de historietas El Tripero, llevada adelante por los exalumnos del historietista Alberto Breccia.

Los personajes que habitan la obra visual de Marcelo Alzetta cuentan con una elocuencia particular que va de una jocosidad sincera a un desasosiego pastel, situados entre la cotidianidad y las figuras geométricas y campos de color de la abstracción. En su imaginario de seres complejos –humanos y no humanos–, hasta las formas menos pensadas se presentan como agentes de subjetividades variadas. Lo entrañable se enuncia como una revelación amorosa que dota de vitalidad aquello en lo que no solemos reparar y que, en todo caso, no necesita ser reparado.

Bajo las diamantinas estalactitas de una caverna, una gran masa rosada se encorva para no chocar contra el techo. Es El hombre chicle, una criatura de formas inestables y pegajosas que no tiene principio ni final. Su cuerpo se expande más allá de los límites del bastidor que encuadra su imagen, y sobre él se adhieren objetos del cotidiano local, como un reloj, una silla, una palmera en maceta, un celular y un sifón. Más allá de lo humano, este ser tiene cuerpo de paisaje y, sin hablar, se afirma como una cartografía topográfica de la experiencia. Con un rumbo incierto, el hombre chicle es una sinécdoque de la obra de Alzetta, un manifiesto de intimidad que no absorbe ni devora, sino que pega relaciones afectivas y le da elasticidad a nuestras sensaciones. Reservado y gentil, el hombre chicle va a su propio ritmo para seguir pegando –y pegándose– al mundo con su mirada melancólica y su sonrisa firme.


Por Tania Puente García