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EPIGENÉTICA

Disciplina para la cual la “epidermis” no es el borde exterior de algo internamente determinado (“genética”) sino una zona de co-existencia. En otras palabras, ambientes y organismos no preceden a las relaciones que los hacen devenir conjuntamente.

Ad Minoliti

PSOme -Play Significant Otherness home edition-, 2019
Programa de animación online

Código por Mariana Lombard

 

 

 

Ad Minoliti – (Ciudad de Buenos Aires, 1980). Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

 

En paralelo a su obra personal, Minolitti ha organizado proyectos culturales feministas (como PintorAs y Escuela Feminista de Pintura) que incentivan la generación y circulación de tramas estéticas cuyo voltaje político se mide en el grado de interconexión que ha logrado entre artistas, activistas sociales y académicxs.

El concepto de lo queer es fundamental para comprender la producción de esta artista, quien investiga cuestiones de género saboteando el sobrio legado modernista de los lenguajes geométricos y el diseño de interiores con imaginarios exuberantes y bizarros que abrevan en múltiples fuentes. Construye un universo especulativo no binario donde formas simples y de colores planos de gran tamaño funcionan a menudo como marcos en donde proliferan otras pequeñas morfologías inesperadas, incentivando el desarreglo perceptivo de los paisajes domésticos, interrogando la mirada ciega con la que transitamos habitualmente por ellos. En acoples estridentes y siempre imprevistos, sus geometrías queer intensifican las memorias afectivas ligadas a los objetos y espacios de las infancias urbanas de clase media para desajustar políticamente las estructuras sentimentales adultas. 

PSO – play significant otherness es un sistema biológico-digital en donde confluyen las teorías biológicas contra-hegemónicas de Donna Haraway y Lynn Margulis y el sostenido interés de Minoliti en los entornos de diseño. Recurriendo a un algoritmo genético (producto de la colaboración con Mariana Lombardi) esta obra vivifica los conceptos de cyborg y simbiogénesis en una escena de interiorismo futurista retro cuyas formas orgánicas estáticas son animadas por figuras geométricas mutantes. Como en la serie Queer Decó, la geometría transfigura el espacio doméstico. Estos cuerpos de equilibrio inestable se encuentran y separan rítmicamente, transformándose en cada encuentro de acuerdo con patrones no binarios y no darwinianos, ofreciendo elementos para expandir la imaginación acerca de cómo representar artísticamente una vida artificial donde la hibridación no implica pérdida sino la generación siempre novedosa de singularidades variables y colaborativas. 

Minoliti ya había experimentado con este formato en PSO–play significant otherness (2016), donde el fondo es selvático. La modificación del entorno en PShOme (que utiliza la conocida casa de la serie animada Los Supersónicos, creada en 1962 por Hanna y Barbera, y ambientada en un posible 2062) confirma el privilegio que Minoliti asigna a los interiores. Si bien ambos diseños muestran que la naturaleza (selva) y la casa son para la artista espacios feminizados que es necesario reversionar, la ambientación futurista de  PSO señala sin sutilezas dónde se encuentra el sustrato queer de la revuelta que viene.


Por Colectiva Materia
Adriana Bustos

Melatonina, 2015
Acrílico, grafito, oro y espejo, 39,5 x 46 cm

Triptófano, 2015
Acrílico, grafito, oro y espejo, 39,5 x 46 cm

Triptamina, 2015
Acrílico, grafito, oro y espejo, 39,5 x 46 cm

Adriana Bustos – (Pcia. de Buenos Aires, 1965). Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires. 

 

En diversos soportes, las obras de Adriana Bustos se nos presentan a primera vista como asociaciones caprichosas entre personajes y acontecimientos de la historia, anuncios publicitarios, mapas y rutas, códigos genéticos, estudios botánicos, etc. Al detenernos en su lectura, va emergiendo la lógica disidente de sus arqueologías culturales. Rompiendo la linealidad de la historia dominante (como quería Walter Benjamin) para hacer saltar en chispas el presente, y acudiendo a fuentes documentales heterogéneas (yuxtaposiciones que recuerdan la didáctica des-jerarquizadora e inclusiva de Aby Warburg), Adriana Bustos genera complejas narrativas y cartografías que iluminan zonas opacas de la opresión colonial a lo largo de tiempos y geografías distantes, tanto para humanos como para seres de la naturaleza.

En algunos proyectos, cruzando perspectivas de la ciencia occidental y de otros saberes no hegemónicos, Bustos construye singulares universos poético biológicos. En este caso exhibe parte de su serie Mundo molecular, en la que pinta la materialidad infinitamente pequeña de lo afectivo, moléculas orgánicas que participan en la fenomenología del sujeto. 

Las moléculas orgánicas forman parte del mundo exterior e interior de los seres vivos, y participan cotidianamente en las funciones fisiológicas de los seres humanos, de los animales no humanos, plantas y hongos. Un grupo de sustancias vinculado a nuestro devenir como sujetos es el de los alcaloides, en donde se encuentran la triptamina, la dimetiltriptamina, el triptófano, la serotonina y la melatonina. Estas moléculas particularmente participan en la actividad del sistema nervioso, regulando nuestro estado de ánimo, nuestra percepción, el estado de consciencia, la atención y el comportamiento, es decir, la forma en que el mundo nos impacta y cómo lo sentimos. Provocan efectos subjetivos en las funciones cerebrales, incluidos el afecto y la cognición. Están vinculadas a nuestra actividad mental, pero también al descanso, a la calma luego de la euforia, a las sensaciones agradables, a la recompensa, a la satisfacción, al deseo. El estrés, es decir el alejamiento de la zona de confort, lleva a la carencia de estas sustancias en el organismo, provocando trastornos y estados de ánimo negativos. 

En su obra, Bustos transmite la relación entre estas moléculas orgánicas y algún aspecto de incidencia en la vida humana. Denota, jugando con el frente y el anverso del cuadro, que detrás de un aspecto sensible del ser humano, una meditación, una reflexión, una frase poética, subyace una materialidad orgánica, que emerge desde el mundo microscópico de las moléculas. Mayoritariamente, y contrariamente a lo imaginado, todo eso no se manifiesta sólo en el mundo exterior, sino que subyace en nuestro mundo molecular interior. O más bien, generando un bucle incesante entre el supuesto “exterior” e “interior” de la subjetividad, sus pinturas rechazan tanto el ciego determinismo genético como la vieja noción romántica de un puro espíritu que se expresa. Si lo personal es político, entonces lo molecular es político, porque lo que percibimos como individualidad son instancias situacionales de una materia orgánica común.


Por Marcela Castelo
Donjo León

Revistas NG en descomposición, 2020
4 revistas con hongos, 35 x 27 x 8 cm cada una

Donjo León – (Ciudad de Buenos Aires, 1982). Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

Interesado desde 2013 por los procesos vitales de agentes descomponedores –hongos, bacterias, etc.–, León investiga formas estéticas para poder apreciar a estos actantes principales de la transformación de la materia y la continuidad de la vida terrestre. ¿Cómo volverse sensible a lo infinitamente pequeño?, ¿volviéndolo visible?, y ¿cómo invitar al espectador a darles el lugar protagónico que ocupan? No sólo se trata de observar vidas minúsculas, sino entender también que esos procesos afectan a todo cuerpo, elemento, material. 

 

Donjo León y Andrés Piña son dos artistas contemporáneos que continúan y resignifican la veta abierta por artistas del CAyC en la incorporación de seres vivos no humanos en la obra. En 2020, a lo largo del confinamiento, León reproduce un microcosmos de organismos descomponedores sobre ejemplares de la famosa revista National Geographic. Los organismos descomponedores participan de uno de los procesos centrales en la continuidad de la vida: la degradación de la materia orgánica a moléculas inorgánicas, a materia simple; la devolución de los nutrientes al medio, los cuales vuelven a ser utilizados por otros organismos, garantizando el reinicio de los ciclos vitales. Los descomponedores por excelencia son las bacterias y los hongos, aquellos seres minúsculos e inconspicuos que se encuentran presentes en todos los ambientes, que se alimentan de detritos y desechos, de restos de otros seres y de cualquier tipo de materia orgánica, formando en los suelos el tan preciado humus. Su acción es imperceptible, pero el tiempo puede revelar todo lo mágico que el proceso encierra: la transformación de una entidad en otra, de un tono a otro, los contrastes de colores a medida que se pierde la identidad de la materia original para dar paso a otra materia. Muchos de los materiales que los humanos usamos en nuestra vida cotidiana están expuestos a la acción de estos seres, como pueden ser los alimentos y el papel. El papel, como el que conforma la mencionada revista, está formado por celulosa: bajo la acción descomponedora se degrada en azúcares simples y luego a carbono, siendo la fuente de carbono renovable más abundante de la Tierra.

Mediante la cría de hongos sobre tapas de la revista National Geographic, el artista pone en evidencia una gran paradoja: que la publicación más conocida sobre el mundo natural no está exenta de la desintegración por acción de estos seres. El artista trata de transmitir el significado y la inexorable ocurrencia de este proceso natural regido por agentes no humanos, que actúa sobre cualquier sustrato orgánico y del que nada está exceptuado. En este contexto, la descomposición sucede y avanza sin ningún tipo de miramiento ni resquemor, incluso sobre estas prestigiosas revistas, emblemáticas en la divulgación del conocimiento sobre las formas de vida en el mundo natural, un escenario en donde los hongos parecieran estar reclamando un lugar merecido en nuestra concepción acerca de lo que es la naturaleza.


Por Colectiva Materia - Marcela Castelo
Romina Orazi

Mundos sobre rastros, todos somos líquenes, 2021
Escultura modelada en cemento, líquenes, helechos, claveles del aire y tierra, 150 x 80 x 100 cm.

 

Colaboración: Renato Andrés García, Nahuel Martinez, Leandro Pimentel y Constanza Álvarez Chardon

Romina Orazi – (Pcia. de Chubut, 1972) Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires. 

 

Orazi es ante todo una artista jardinera. En sus proyectos se destacan las instancias relacionales (el armado de una huerta comunitaria en la villa Rodrigo Bueno, por ejemplo), la creación de refugios y otros dispositivos de cuidado, y las situaciones de copia. Los “gajos” (esquejes) muestran que el copiado es un conocimiento vegetal; esta artista jardinera entiende que es también la matriz que garantiza el crecimiento de la creatividad humana, aunque la “originalidad” y el copyright dominen el campo de privatización de los saberes comunes. Orazi replica pinturas emblemáticas del siglo XIX, pero en las que aquella épica de conquista de la Pampa agroexportadora se ubica ahora en paisajes deteriorados por el extractivismo sojero (inundaciones).

En su pieza Mundos sobre rastros, todos somos líquenes (2021), Orazi crea una escultura en estado de ruina, que es a su vez hogar de líquenes, musgo, moho, helecho. Los seres que crecen sobre las ruinas de una civilización no son anodinos.

La figura femenina en escala real está en cuclillas: pose que puede evocar a una mujer esperando el propio parto y que es común también en momentos de trabajo jardinero. Sus manos unidas, que pueden simbolizar a una partera preparada para recibir una nueva vida,  forman un cuenco que contiene compost y un helecho. La tradicional vinculación imaginaria entre mujer y tierra fértil es trascendida por la presencia real de estos cuerpos: sin metáforas, los helechos son llamados “fósiles vivientes” por su inconcebible antigüedad y resiliencia a los cambios y eventos catastróficos del planeta, así como, en el compost, los microorganismos descomponedores son los actantes concretos de transformación de la muerte (desechos orgánicos, necromasa) en vida (nutrientes, energía).

En esta escultura, los líquenes habitan por doquier. Estos seres son capaces de crecer en ambientes estériles y extremos que resultan imposibles para otros organismos. Suelen ser pioneros sobre nuevos sustratos, como las coladas de lava, las rocas descubiertas por un glaciar, o las estructuras manufacturadas como las rocas, el cemento, el vidrio o la pintura. Las ciudades, monumentos o edificios en los cuales no intervenga de modo constante la limpieza humana pueden llegar a albergar una gran diversidad de líquenes; entre éstos, los cementerios son espacios con poblaciones de líquenes notables. 

Los líquenes son organismos formados por una simbiosis, entre al menos un hongo (micobionte) y un alga (fotobionte), en la cual se genera una morfología y una fisiología únicas, que sus componentes por separado no presentan. Dentro de esta simbiosis, el alga se encarga de realizar la fotosíntesis compartiendo los hidratos de carbono con el hongo, mientras que este último se encarga de la protección del alga y la obtención de agua y nutrientes. La simbiosis no es un fenómeno biológico particular, sino que designa la dinámica esencial de toda forma de vida. “Todos somos líquenes”: esta frase de Scott Gilbert significa que de la cooperación con simbiontes depende desde la vida de una simple célula (mitocondrias y otras organelas) hasta la conocida “flora” intestinal, colonia amiga de bacterias que ayudan a cuerpos humanos y otros mamíferos en sus procesos de absorción de nutrientes.


Por Pablo Méndez
Annemarie Heinrich

Caminando, 1949
Gelatina de plata sobre papel, blanco y negro, 39,5 x 55 cm

Annemarie Heinrich – (Darmstadt, Alemania, 1912 – Ciudad de Buenos Aires, 2005) 

 

A diferencia de Grete Stern, que llegó de Alemania con un importante bagaje de experiencia y formación, y ya conectada –junto a su esposo Horacio Coppola– a los círculos ilustrados de Buenos Aires, Annemarie Heinrich arribó desde aquel país siendo apenas adolescente y de la mano de una familia con menores recursos. Su inicio en la fotografía, como ella siempre confesó, fue menos una vocación que la búsqueda de un oficio para vivir. Con los años, y por obra de su propio trabajo y talento, la fotógrafa ganó un enorme prestigio, pero nunca olvidó que, en la época de sus primeros encargos, para las figuras de la alta sociedad “era como una paria”. Heinrich se formó trabajando en estudios comerciales: el retrato lideraba la demanda. Aprendió el estilo del momento, influido por las estrellas y las revistas de cine, y se convirtió en la maestra del rubro. A veces, se permitió combinar sus imágenes con recursos vanguardistas como la fragmentación, o las metáforas y juegos ópticos surrealistas, convirtiendo a este género, atado al conservadurismo, en un verdadero campo de batalla. Esta batalla a menudo iba de la mano de su actitud de interpelación y desafío a la mirada social hegemónica sobre la mujer. 

 

En la historia del arte, el retrato surge como glorificación del gran invento moderno: la idea de individuo, la idea de que el animal humano no es esencialmente un ejemplar de una especie o un miembro de una comunidad, sino una excepción irrepetible y autónoma en cuerpo y espíritu. El retrato debe abocarse a esta doble dimensión de su singularidad. El diccionario de la Real Academia Española (una suerte de policía del lenguaje) define al retrato como una “combinación de la descripción de los rasgos externos e internos de una persona”. Y a su vez, a la palabra rasgo como una “línea o trazo”, también una “peculiaridad, una nota distintiva”. 

 

En Caminando, Heinrich hilvana una trama que pervierte esta idea de lo interior/exterior del sujeto autónomo, disolviendo y fundiendo los cuerpos con el entorno y los otros seres –visibles o invisibles– que los rodean, disolución que evidencia su inexorable caducidad y a la vez los empodera como parte indisoluble de un mundo más grande.

 

Podría ser un retrato-otro, la efigie de un futuro (por fin) posthumano. ¿No es acaso ese evanescente pluriandar femenino un auténtico retrato que las infinitas líneas y trazos que flotan allí afuera dibujan, donde lo externo y lo interno se indistinguen en una mutua crianza que une los frágiles cuerpos humanos con las ramas peladas de esos hermanos no humanos, los árboles?


Por Eduardo Molinari - Valeria González
Claudia Fontes

FOREIGNERS #02, 2014
Porcelana, 15 x 23 x 8 cm

Claudia Fontes – (Ciudad de Buenos Aires, 1964) Vive y trabaja en Brighton, Inglaterra. 

 

Ya desde su primera formación como artista, Fontes manifestó interés por profundizar en el conocimiento del campo, cursando asimismo la carrera universitaria en Historia del Arte. Este perfil, a inicios de los 90, sintonizaba mejor con el Taller de Barracas (donde resultó seleccionada) que con el estilo adjudicado al “arte argentino de los 90” que estaba conformándose en torno al Centro Cultural Rojas. Sus primeras esculturas tenían que ver con narrativas suspendidas en el punto de un desenlace trágico. Paradigmática resulta la leve e insistente gota de agua que cae sobre una almohada de jabón, cuya perfecta y sólida talla es lenta pero dramáticamente erosionada en su centro (Julieta Capuleto, 1995). Releyendo sus primeros pasos, podemos afirmar que ya había en la artista una conciencia de catástrofe, no en términos de una épica humana sino en el modo de la invisible pero inexorable presencia de los hacedores no humanos del mundo. Una intuición posthumanista aparece ya en Plan de invasión a Holanda (durante su residencia en la Rijksakademie, 1996-97), una confabulación decolonial que llevó a cabo con Lotty en relación a tres figuras: un ombú, un señuelo para perros y un bote. En paralelo, Fontes participó siempre de proyectos colaborativos. Antes de mudarse al Reino Unido en 2002, potenció su conexión europea en la plataforma TRAMA, que resultó fundamental en ámbito local sobretodo en el contexto de la crisis de fines de los 90. 

En la última década, su perspectiva crítica hacia el antropocentrismo y el colonialismo extractivista (El problema del caballo, 57° Bienal de Venecia), así como la orientación del hacer artístico en cooperación con seres no humanos –una perra adiestradora (Training, (d)OCUMENTA 13) o gaviotas talladoras (El pájaro Lento, 33ª Bienal de San Pablo)– se vuelven centrales y cobran visibilidad internacional.

Foreigners es una serie de pequeñas figuras de porcelana de una veintena de centímetros de alto. Hechas con un material de apariencia extrañamente porosa y compacta, las figuritas antropomórficas se entregan a un juego de hibridación que incita a trastocar el lugar común de la construcción opositiva de una figura y un fondo. Del tamaño de una mano humana, ajenas a toda posible sublimidad distanciadora, las estatuillas son una evocación del tacto. Casi como una parodia de los retratos de Elizabeth I con su mano dominatriz posada sobre el globo terráqueo, Foreigners es el recuerdo de una experiencia otra del tocar, la de entrar en contacto sin representación posible, para tras-tocar toda experiencia del afuera y del adentro: porque tocar es siempre también tocarse, constituirse en el tocar, ellas son la pura exterioridad de la que está hecha cualquier cosa que se quiera interior, el intersticio irrepresentable abierto en la contigüidad de lo existente. Un fuera de lugar (un foris), un bosque (forest), un extranjero (foreigner) del que hacemos experiencia en el contacto, porque todo es inmigrante, porque todo es xenos respecto de sí mismo. Tocar es migrar en la porosidad de una dispersión de límites que no admite fronteras. Es precisamente por ello que estas extrañas figuritas nos ofrecen también una lectura política, una apropiación insurrecta del uso despectivo de la palabra “foreigner” en el Reino Unido de Inglaterra: pues asumen la anfibología política del huésped, pues son a la vez hospes y hostis, el cobijado y el que cobija, el extranjero bienvenido y el anfitrión hostil. El umbral de aparición de las criaturas que es siempre también y simultáneamente su desaparición en la persona, el árbol, los hongos o las piedras. Una gran cadena del ser que, no obstante, desafía toda jerarquía. Como una foresta, los foráneos proliferan en una comunidad de crecimiento en constante ampliación que es inversa a la lógica inmunitaria de incluir para excluir. Ni taxonomías jerárquicas ni fronteras definidas, una membrana de pasaje para la materia que elige. Las dos figuritas de la serie que forman parte de esta muestra, ofrecidas a un tacto imposible, invitan también a la dispersión de la mirada, que puede recorrerlas en cualquier dirección y desviarse así hacia seres deformes en el encuentro inesperado entre cosas inesperadas. Un ejercicio de la mirada sin ojos, sin perspectiva ni cálculo, como el que ellas mismas parecen llevar a cabo con sus cuerpos bípedos sin rostro al clavar su inorgánica atención sobre el montículo y el charco de piedra a sus pies. Bienvenidxs a la otredad que somos.


Por Colectiva Materia
Nicanor Aráoz

Sin título, 2019
Pastel y acrílico sobre papel, 152 x 152 cm

Nicanor Aráoz – (Ciudad de Buenos Aires, 1981). Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires

 

En los años recientes, y más precisamente desde la presentación de la exposición Placenta escarlata (galería Barro, 2018), la producción artística de Nicanor Aráoz se inscribe, como señala Nicolás Cuello, en las potencias de lo oculto como un nuevo territorio de la desviación. En este plano, sigue sosteniendo y profundizando el estado de la monstruosidad, que ahora juega ya no tanto con la fantasía sino con la utopía de nuevos modos de existencia anclados en la confluencia entre tecnología y naturaleza. Sus producciones escultóricas e instalativas indagan de manera más consciente en las marcas culturales de la violencia en la sociedad, considerando al cuerpo como una dimensión multiespecie, psicodélica, colmada de bifurcaciones y derivas.

En 2019 el artista realizó una residencia en San Pablo, en el espacio cultural Pivô. Por entonces, había decidido alejarse de aquellos procedimientos de trabajo que involucraran a equipos de personas para re-encontrarse con una práctica más intimista: el dibujo. En este contexto surgió Sin título, que forma parte de una serie de obras bidimensionales caracterizadas por una iconografía figurada por seres enigmáticos, frenetizados por la expresión fauve de los colores a través del uso pictórico del pastel tiza. La imagen está inspirada en la impresión que le generó un show drag en una fiesta electrónica en San Pablo, ambientado con una iluminación roja vibrante. Además, el show le recordó a esa estética localizable en las tapas de los discos de Grace Jones y, en este mismo sentido, a la performance de la Diva Plavalaguna del film El quinto elemento (1997). Otra de las referencias que tuvo impacto en esta pieza y en el resto de la serie es el legado erótico-surrealista de la artista argentina Leonor Fini.

Sin título puede leerse según las claves del género del retrato, pero también de las históricas tensiones entre figuración y abstracción. En su composición irrumpe una figura que rescata la identidad marrón como una entidad cuya mixtura reflota la rebeldía de la correntada brasilera antropofágica. Se trata de un cuerpo que, en su capacidad de irradiar destellos vegetales, señala otro tipo de concepción de las ecologías humanas. Ecologías heterogéneas, compartidas con otros seres, vivos o inertes, y con otras culturas y colectividades excluidas y marginadas.1


Por Nancy Rojas
  1. Tomás Sánchez-Criado en “Presentación de la obra”, Tomás Sánchez-Criado (Ed.), Tecnogénesis. La construcción técnica de las ecologías humanas, Vol. 1., Madrid, AIBR (Antropólogos Iberoamericanos en Red), 2008, p. 22.
Federico Manuel Peralta Ramos

Tengo un algo adentro que se llama el coso. Soy un pedazo de atmósfera, 1970
Disco editado por CBS Columbia Records, 24 x 24 cm
Con acompañamiento del conjunto Hielo

Federico Manuel Peralta Ramos (Pcia. de Buenos Aires, 1939 – Ciudad de Buenos Aires, 1992) 

 

Federico Manuel Peralta Ramos formó parte, a su modo, de la generación de artistas de 1960 que, en torno al ya mítico Instituto Di Tella, instituyó las rupturas vanguardistas, sincronizando de golpe a Buenos Aires con Nueva York. 

 

En 1968, Peralta Ramos recibió la Beca Guggenheim, galardón que simbolizó por décadas una puerta abierta para que cualquier artista local se proyectara hacia la fama internacional. Una de las anécdotas mejor guardadas en nuestra historia del arte es que Federico, en vez de aprovechar la beca para su currícula, la derrochó: parte de los fondos fueron usados para una espléndida cena con amigos en un hotel lujoso de Buenos Aires. En esa época, casi cualquier acción podía considerarse performance, o una mezcla entre arte y vida, o una burla conceptual hacia el sistema formal del arte, etc. Evidentemente, si la institución estadounidense consideró el proceder del artista como incompatible al perfil de sus subsidios es porque de algún modo su gesto de generosidad e indiferencia hacia el dinero como posible medio para volverse aún más “artista” corroía algún hueso duro del sistema.

 

Derrochar. Bifo Berardi considera que, en las condiciones actuales, la manera de resistir a la opresión del sistema no es atacarlo sino huir. Desertar de las ficciones colectivas de bienestar y progreso. Retirar nuestros cuerpos del sacrificio constante. Volver a preguntarnos: ¿qué es la riqueza?

 

En 1970, Peralta Ramos grabó lo que él llamó sus canciones no-figurativas “Soy un pedazo de atmósfera” y “Tengo algo adentro que se llama el coso”. Escribe Chus Martínez: “Volverse atmósfera es incluso mejor que volverse un artista reconocido; es mucho más complejo, literalmente más universal, y mucho más desafiante (…) es querer abandonar cualquier idea de identidad individual. Volverse atmósfera —y ni siquiera en su totalidad, sino un pedazo— nos desafía con la indeterminación holística como la sola y única forma de existencia”. Martínez considera al artista como un pionero, ya no en términos de las vanguardias sesentistas, sino de las actuales estéticas posthumanas que, frente a la crisis ambiental, cuestionan a la humanidad moderna aún al dominio de la gestión planetaria. 

 

Ser parte de Gaia (la Tierra como una excepción viviente, al menos en los dos tercios conocidos de nuestra galaxia) implica como mínimo dos cosas: 1) reconocer que la atmósfera terrestre como condición vital no es parte de la estructura dada del planeta, sino una suma de acontecimientos que durará lo que duren los seres que los producen; 2) renunciar al imaginario hegemónico que define a los humanos como individuos excepcionales y autónomos.

 

Dos obras de 1949, de dos fotógrafas mujeres de Argentina, acompañan al vinilo de Peralta Ramos con sus imaginarios de disolución o integración atmosférica del cuerpo. 


Por Valeria González
Marcelo Alzetta

El hombre chicle, 2016
Óleo sobre tela, 60 x 80 cm

Marcelo Alzetta –  (Pcia. de Buenos Aires, 1977-2021)

 

Como un médium capaz de conjuntar y transmitir la ternura, el humor y la miseria de varios planos oníricos y fantásticos, Marcelo Alzetta vuelca su inventiva en medios como la pintura, el dibujo y la música. Con la firme convicción de andar por el sendero artístico desde niño, Alzetta se mudó de Tandil a Buenos Aires en 1997, en donde tejió una red de afectos, intereses y sensibilidades que lo llevaron a entablar vínculos amistosos con artistas como Pablo Suárez y Fernanda Laguna, así como a exhibir en el Centro Cultural Rojas y Belleza y felicidad. Además, fue coeditor de la revista de historietas El Tripero, llevada adelante por los exalumnos del historietista Alberto Breccia.

Los personajes que habitan la obra visual de Marcelo Alzetta cuentan con una elocuencia particular que va de una jocosidad sincera a un desasosiego pastel, situados entre la cotidianidad y las figuras geométricas y campos de color de la abstracción. En su imaginario de seres complejos –humanos y no humanos–, hasta las formas menos pensadas se presentan como agentes de subjetividades variadas. Lo entrañable se enuncia como una revelación amorosa que dota de vitalidad aquello en lo que no solemos reparar y que, en todo caso, no necesita ser reparado.

Bajo las diamantinas estalactitas de una caverna, una gran masa rosada se encorva para no chocar contra el techo. Es El hombre chicle, una criatura de formas inestables y pegajosas que no tiene principio ni final. Su cuerpo se expande más allá de los límites del bastidor que encuadra su imagen, y sobre él se adhieren objetos del cotidiano local, como un reloj, una silla, una palmera en maceta, un celular y un sifón. Más allá de lo humano, este ser tiene cuerpo de paisaje y, sin hablar, se afirma como una cartografía topográfica de la experiencia. Con un rumbo incierto, el hombre chicle es una sinécdoque de la obra de Alzetta, un manifiesto de intimidad que no absorbe ni devora, sino que pega relaciones afectivas y le da elasticidad a nuestras sensaciones. Reservado y gentil, el hombre chicle va a su propio ritmo para seguir pegando –y pegándose– al mundo con su mirada melancólica y su sonrisa firme.


Por Tania Puente García
Mariela Yeregui

Estados de alerta, 2016-2017
Robot reactivo, cuero de vaca y púas de acero, electrónica, 60 x 30 x 30 cm

Mariela Yeregui – (Ciudad de Buenos Aires, 1966) Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

 

Artista pionera en el cruce entre arte y tecnología, Mariela Yeregui tiene una carrera destacable de docencia e investigación en un presente enraizado en imaginarios de lo que habríamos llamado en algún momento ciencia ficción. Crea paisajes tecnológicos pertenecientes a un futuro distópico que ya llegó.

Estados de alerta (2016-2017) está compuesta por tres seres cyborgs que reaccionan ante la presencia de una otredad. El ser participante en esta exposición está compuesto de cuero vacuno y púas de acero. Esta obra es un punto de condensación entre dimensiones ontológicas y dimensiones políticas. 

Por un lado, se trata de un cyborg, un híbrido de cuerpo-máquina y cuerpo-orgánico, un ser social y una entidad de ficción. Desde los desarrollos pioneros de Donna Haraway con su Manifiesto Cyborg hasta las discusiones actuales sobre nuevos materialismos (Jane Bennet) o posthumanismos (Rosi Braidotti), resulta central poner en cuestión los límites fijos que se han establecido en una serie de dicotomías como naturaleza vs. cultura, humano vs. no-humano, animal vs. máquina. Estados de alerta está compuesta por existentes que no pueden ser clasificados por esas dicotomías, mostrando cómo el desafío del mundo contemporáneo se ubica en abrir un pensamiento donde distinciones clásicas entre lo que es tecnológico y lo que es animal, entre lo que es natural y lo que es artificial, han dejado de funcionar. Seres que son máquinas-animales o pieles-robóticas producen una transgresión de fronteras, una dislocación de los límites con los cuales pensamos, abriendo a relaciones de afinidad con nuevos existentes. 

Por otro lado, Estados de alerta se inscribe en una preocupación política: cómo generamos mecanismos de defensa –estamos alerta todo el tiempo– cuando vemos a los otros como amenazas. Los otros se convierten en amenaza cuando tengo que proteger mi propiedad privada, cuando delimito un territorio que siento invadido. El otro se convierte en un peligro inminente cuando el problema de la seguridad parece totalizar el horizonte de preocupaciones políticas. Esto produce, al mismo tiempo, estrategias de aislamiento y estrategias de agresión frente a la alteridad. Formas de la violencia: aislarse o agredir para protegerse. Un mundo plagado de miedos, de pasiones tristes. Un mundo caracterizado por la inmunidad: todos buscamos inmunizarnos de los otros peligrosos.

La potencia de la obra de Yeregui se encuentra en la articulación de ambos motivos: en la creación de seres cyborg que dislocan los modos de clasificar los existentes para realizar un diagnóstico político del presente. Una política de los existentes que pone en el centro de la escena nuestras posibilidades o imposibilidades, nuestras pasiones tristes o alegres, en los modos de relacionarnos con la alteridad. Anudar la potencia de nuevos seres animales-máquina para pensar políticamente la piel que nos separa y nos une a los otros es, al fin y al cabo, un pensamiento en acto de una política cyborg.


Por Emmanuel Biset