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GAIA

Primitiva diosa griega de la Tierra, previa al giro androcéntrico de la religión celeste comandada por Zeus. Nombre usado actualmente para entender a la Tierra en su singularidad como planeta viviente. Fue introducido en los 70 por James Lovelock y Lynn Margulis para separarse de la tradición galileana de la isomorfía planetaria y dar cuenta de nuestro globo como una excepción dentro del conocido y vasto conjunto de planetas en equilibrio químico (inertes) debido a secuencias de acontecimientos generados por la acción de microorganismos vivos. La figura de la diosa remarca la idea de un “ser”, en términos de una trama co-evolutiva en la cual es imposible separar las ideas de “ambiente” e “individuos”. Asimismo, alude a la Tierra como una divinidad ofendidiza e impredecible, que puede tolerar pero que es en última instancia indiferente a la humanidad. Isabelle Stengers llama Gaia a la “intrusión” de este tipo de trascendencia: “Gaia no está amenazada. A diferencia de las muy numerosas especies vivas que serán barridas por los cambios en su medioambiente, los microorganismos seguirán participando de su régimen de existencia como planeta viviente. Y es precisamente porque ella no está amenazada por lo que dará un sentido de caducidad a las versiones épicas de la historia humana”.

Emilio Renart

Dibujo n. 30, 1965
Tinta, aguada y pigmentos sobre papel, 111,2 x 75,2 cm

Emilio Renart (Pcia. de Mendoza, 1925 – Ciudad de Buenos Aires, 1991)

 

Los microorganismos participan del desarrollo y la supervivencia de todos los organismos conocidos, según una trama continua de cooperaciones y simbiosis que no se corresponde con la clásica separación visual de seres vivos en escalas jerárquicas. Estas revelaciones de los microscopios acarrean consecuencias interesantes para las artes visuales, pues estas imágenes de apariencia “abstracta” de la enredada realidad de la materia viviente ponen en cuestión el imaginario del Yo humano como entidad autónoma y superior. En los años 60, el informalismo, lenguaje pictórico entonces en boga, planteaba una suerte de respuesta materialista al dominio de la figura. La singular experimentación de Emilio Renart hizo lugar a una estética de continuidad micro y macro-cósmica descentrada del Humano. 

En su obra, la integralidad del mundo como materia energética abarca desde microorganismos a la corteza cerebral humana, en un continuo que comprende los diversos estadios de la vida. En la serie Integralismo. Bio-cosmos, un puñado de obras de gran tamaño, realizadas mediante estructuras de aluminio con tela, resina poliéster, arena, aserrín y otros materiales, Renart logró que emerjan del plano protuberancias desconcertantes, cuerpos biológicos –a la vez nítidos e informes– que avanzaban ocupando el espacio. La mayoría de estas piezas se han perdido, pero podemos acceder a ellas a través de fotografías que las documentan y de obras bidimensionales sobre tela o papel que comparten intereses similares –como la aquí expuesta. Si por momentos aparecen referencias orgánicas, como vellos y genitales, se presentan entremezcladas con reminiscencias lunares o cósmicas que sintonizan con las imágenes producidas en el contexto de la conquista espacial, álgida por aquellos años. En Dibujo nro. 30, se observan cuatro formas circulares suspendidas; son formas ambiguas que recuerdan al mismo tiempo planetas y células, rodeadas por oscuras formas negras que remiten a gases estelares, secreciones u oquedades geológicas.

Hoy no es extraño hallar producciones artísticas en pintura, dibujo u otros medios que se inspiren en la belleza de formas que revelan tejidos celulares, organismos microscópicos o fotografías astronómicas, pero cuando en los 60 Renart abrevó en iconografías cósmicas o biológicas e hizo del concepto de integralismo el eje de su producción, se trató de una relevante ruptura estética y filosófica. Ya desde Investigación sobre el proceso de la creación (exposición realizada en 1966 junto a Kemble, Barilari y Grippo), hasta su libro Creatividad de 1987 (basado en la experiencia docente a la que se dedicó por largos años como actividad principal), Renart sostuvo asimismo una concepción holística y no personal de la capacidad creadora. 

En sintonía con la obra de Adriana Bustos presente en esta sala, vemos que la actividad que llamamos espiritual tiene su genealogía en la materia biológica, y que no es tan fácil separarla del mundo sensitivo molecular y glandular. Así también, la creatividad como modo de estar en el mundo, de afectar y ser afectado, no es prerrogativa humana, ni tampoco una actividad especializada de individuos llamados artistas.


Por Valeria González
Mónica Giron

Esquema - Perspectivas, 2015
Grafito, lápiz de color y tinta sobre papel de algodón, 140 x 140 cm

Mónica Giron – (Pcia. de Río Negro, 1959). Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

 

Trazos realizados a mano alzada, con pulso firme, delinean una figura ovoide. Los trazos se repiten con diferentes colores, se superponen entre sí, le dan espesor a la imagen plana sobre papel. Así se monta una imagen que propone itinerarios múltiples e inesperados, casi laberínticos. Algunas marcaciones parecen orientarnos: flechas, topónimos, puntos cardinales… Pero no podemos confiar en ellas ya que todas ellas se revierten: norte-sur, izquierda-derecha… están escritos “al derecho y al revés”.

Si el término “esquema” suele ser utilizado para describir imágenes simples, aquí nos lleva a cuestionarnos la misma idea de simpleza con el mero gesto de hacer visible una gran variedad de perspectivas: la perspectiva caballera, la cónica, la expresiva y otra. A ello hay que agregarle las perspectivas personales que los espectadores “completan” mientras observan esos rulos atrapantes y sin fin. Todas esas perspectivas convocan y evocan saberes y afectos. 

Si se desea, se pueden seguir en la obra diferentes rutas. Subirse a un filamento rojo con el hábito de llegar a algún sitio, pero darse cuenta pronto de que ese óvalo se repite varias veces y se cierra en sí mismo o desemboca en un rulo que derrama hacia abajo, sur-norte, norte-sur. Luego marearse de amarillo y ocre, saltar de un punto a otro en la esperanza de que sean miguitas en el bosque. La imagen puede verse en perspectiva temporal, en los trazos, como la suma de infinitos itinerarios enredados, esos que alguien (la artista, el espectador) ha ensayado a lo largo de la vida, probando aquí, yendo hasta allá, retrocediendo... y en el centro blanco la promesa de algo más, un hueco profundo que da vértigo, porque internarse en él es arriesgarse a un recorrido que está todo por hacerse, sin pautas ni mojones.

Pero esas líneas entreveradas no solo invitan al movimiento. Parecen un nido, construido ramita por ramita, como los mundos pequeños y gigantes, hechos de retazos, que los seres humanos montamos y tejemos laboriosamente de manera tal que podamos habitar en ellos. Los trazos, sólo en apariencia espontáneos y libres, y la forma que adquieren hablan de la voluntad configuradora de una totalidad capaz de contener e integrar, un sistema con rasgos y funcionamiento propios. 

Esquema-Perspectiva quizás es un mapa, o más bien una “imagen cartográfica”, porque puede ser interpretado en esa clave; o lo es porque, de acuerdo con la artista, es la “presentación particular de un mundo”. En todo caso se abre a los ojos del espectador, portando señales ambiguas y multisignificativas que suscitan una experiencia del conocimiento sobre nuestro lugar en el universo, cambiante, inestable, precario. Una imagen del arte bajo la apariencia de un mapa. O un mapa travestido en obra de arte. 


Por Marta Penhos - Carla Lois
Grete Stern

Sueño n. 10, Cuerpos celestes, 1949
Gelatina de plata sobre papel, 30,5 x 23,5 cm

Grete Stern (Wuppertal-Elberfeld, Alemania, 1904 - Ciudad de Buenos Aires, 1999)

 

Grete Stern, formada en la Alemania de entreguerras y radicada en Argentina, fue la principal pionera de la fotografía vanguardista en nuestro país. Entre 1948 y 1951 realizó la serie de fotomontajes de los Sueños, publicados en 140 números consecutivos del semanario femenino Idilio. Por largo tiempo olvidado por pertenecer al ámbito de los medios populares, este conjunto tiene hoy, para la historia del arte argentino, una relevancia incalculable, por ser uno de los primeros trabajos que, en el plano internacional, aborda de modo sistemático una perspectiva crítica de género. Stern respondió con sus imágenes a las cartas de lectoras, a sus ilusiones, miedos y frustraciones, interpretando sus sueños no en términos de sujetos privados sino de una auténtica psicología social que revela de manera a veces fantasiosa, a veces irónica, pero siempre contundente, las opresiones y manipulaciones que en su vida cotidiana sufrían las mujeres en la sociedad de la época.

 

El Sueño n. 40 consiste en un tren-monstruo que amenaza devorar en su avance vertiginoso a una muchacha atónita e indefensa. La crítica al modelo de progreso dominante nos recuerda que no hay perspectiva de género que no sea a la vez económica y política. Y hoy debemos añadir también: ecológica. Podemos actualizar la lectura de la pieza en clave de las críticas feministas al ecocidio neoextractivista. En el contexto de esta exposición, no obstante, la referencia a los Sueños pasa principalmente por entender que (en tanto se sigue marginalizando a los animismos “primitivos”) los procedimientos artísticos surrealistas constituyen un reservorio y arma para empoderar a los hacedores no humanos del mundo. 

 

Acabar con la soberbia antropocéntrica que está despilfarrando el planeta exige renunciar a la idea de que estamos al comando por ser seres superiores. Afirma Maria Ptqk que no hay imagen más patente de este autismo cosmológico (el relato de una especie que se cree exenta del suelo que habita) que la famosa fotografía de la Tierra tomada desde el espacio exterior. En la obra de Stern, el cuerpo femenino (¡sin cabeza!) que flota entre la Tierra y otros astros nos habla más de una plácida y erótica integración que de una mirada de saber y dominio. 


Este Sueño (n. 10) acompaña, junto a la imagen de cuerpos disueltos en el aire de Annemarie Heinrich, a la desafiante proclama de Federico Peralta Ramos a volvernos “un pedazo de atmósfera”.


Por Valeria González
Mónica Giron

Mundus, 2014-2015
5 piezas de cuero de vaca, cabra y ciervo, 5, 14, 16, 19 y 25 cm de diámetro

Mónica Giron – (Pcia. de Río Negro, 1959). Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

 

¿Qué es Mundus? Cuando Mónica Giron exploraba el significado de esta palabra y su origen, encontró que, según el diccionario de la Real Academia Española, el término latino mundus remite a lo “ordenado, limpio” y se empleó para traducir el griego κόσμος kósmos “[buen] orden, arreglo, ajuste, compostura, perfección”. Pero la artista pone en cuestión esos principios, y con su obra sugiere otras formas de pensar el Mundus.

La obra consiste en cinco esferoides de diferentes tamaños, realizados con materiales orgánicos intervenidos con diversas técnicas. Con la colaboración de Lucas Rico, experto en trenzado criollo, Giron creó estos objetos con cueros trenzados y abrochados. La escala de las piezas, su materialidad y su confección, remiten a la sustancia vital de la que están hechas las cosas de la Tierra.

Lejos de transmitir la sensación de limpieza que las ideas de “mundo” y “cosmos” supuestamente implican, las piezas tienen texturas y colores heterogéneos, pelos, huellas de una organicidad que se resiste a ser sometida a cualquier orden. La operación brutal de transformar la piel de cabra, de jabalí, de ciervo, en estos mundos pequeños y extraños encuentra su alivio en la grafía sobre el cuero, como el intento de cartografiar los espacios extendidos sobre ellos, y así comenzar a entenderlos y a entender qué hacemos con ellos.

Frente a la noción de un mundo ordenado y estático, la artista se inspira en las teorías de las placas tectónicas para imaginar la superficie terrestre en movimiento. La ebullición del núcleo terrestre genera la fuerza de la expansión: cada una de las piezas representa una instancia de la Tierra que pulsa por expandirse. Sobre la superficie, algunas llevan formas cartográficas (pintadas o marcadas con un torno) y otras perforaciones. Giron afirma, irónicamente, que esa grafía que cubre la piel de los “mundus” es lo que hace que “se distancien de ser una pelota y se acerquen al mapa”.

La obra se enmarca en un proyecto que comenzó en 2013 durante una residencia de Giron en Basilea, el cual consiste en observar y repensar el mundo prestando especial atención a los continentes, sus formas y su relación con los océanos y con la vida humana. Sin embargo, la artista considera que desde 2020, cuando estamos atravesados por una emergencia sanitaria global, esta obra puede inspirar nuevas reflexiones, llevarnos a revisar qué es “mundus'' y qué es “cosmos”, y qué significan el orden y la limpieza en relación con nuestras ideas sobre el control y manejo de la Tierra que habitamos.


Por Marta Penhos - Carla Lois
Gabriel Chaile

GF003, 2019
Estructura de hierro, adobe (aserrín, viruta, cola vinílica y arcilla),
caños de hierro y vasija de arcilla, 120 x 80 x 80 cm

Gabriel Chaile – (Pcia. de Tucumán, 1985) Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

 

La obra de Gabriel Chaile parte de un elemento natural como la arcilla. Un material que aún hoy atraviesa la vida de los pueblos americanos. Que tuvo un papel relevante en los mitos de creación del mundo. Portadora de los atributos sagrados que emanan de su posibilidad de transformación, puede mediar entre la vida y la muerte, entre el plano terrestre donde habita la comunidad y el plano subterráneo donde transita el mundo de los muertos.

Esta obra integró una muestra que incluyó varias esculturas distribuidas en tres hileras que se sucedían a lo largo de un espacio rectangular. En uno de sus lados habían tres obras. Una de ellas ocupaba el centro liderando el conjunto. A ambos lados se visualizaban dos esculturas de metal. Es interesante el ordenamiento tripartito que devino de esta disposición de las obras. Se trataba de una estructura definida en torno a un centro y los laterales. Un tipo de ordenamiento presente en los sistemas de representaciones del noroeste argentino y del mundo andino. Conceptualmente, la muestra de Chaile transmitía una imagen similar, el espacio así estructurado parecía afirmar el sentido de cada una de las obras expuestas. Una impresión que se afirma al observar la escultura que ocupa el centro de la escena. Se trata de una pieza de cuerpo globular que tiene una doble abertura en el sector superior. En la parte posterior sobresale el cuello de una vasija abierta. Hacia el frente de la obra se observa una forma saliente de bordes ligeramente curvados que se estrechan en la parte superior. En el cuerpo de la pieza se define un rostro con rasgos propios de las figuraciones antropomorfas de algunos estilos alfareros del NOA. La representación de la boca del personaje recuerda ciertas imágenes de la cultura de la Ciénaga. Los arcos superciliares salientes, así como los ojos en granos de café, son característicos en las urnas santamarianas, de las urnas San José, aparecen en piezas de la cultura Candelaria, de la cultura de Condorhuasi o Sunchituyoc. Por otra parte, algunas de las esculturas de forma tubular recuerdan a las urnas de la tradición policromada de la Amazonía Central (vinculados estilísticamente con la alfarería de Marajo, con el estilo Napo, o el Guarita de la región). La narrativa de las comunidades originarias exhibe múltiples ejemplos sobre el complejo entramado simbólico que se da entre la creación alfarera, el territorio, el imaginario mítico y la idea de humanidad. Una humanidad que supera la idea de cuerpo biológico tal y como la entendemos nosotros, que se instala en el territorio mediante formaciones discursivas y signos visuales que mucho tienen que ver con la greda. Es una noción que fundamentalmente inspira al alfarero cuando proyecta una tinaja, porque cada pieza es parte de un mundo de intenciones, de relaciones, de acuerdos entre los humanos y los no humanos. En este sentido, elegir la arcilla es retomar el camino que se abre en torno a una visión cosmo-ecológica de larga data entre los mundos invisibilizados por la hegemonía del mercado, y es también dar cuenta de otras humanidades posibles.                                                                                                                                                                                                         

Formalmente, la imagen que recrea la obra de Gabriel Chaile conjuga la humanidad imperturbable del humano americano con un aliento original que se interrumpe ante el movimiento imprevisible que transmiten los brazos y las piernas realizados en metal. Se trata de una imagen que no solo dice sobre sí misma, sino que dice acerca de dos mundos en conflicto. Una forma que indaga sobre la medida de lo humano, lo no humano, lo ambiguo, lo fantástico y lo ajeno.


Por Florencia Kusch
Max Gómez Canle

Bête, 2008
Óleo sobre tabla, 40 x 50 cm

Max Gómez Canle – (Ciudad de Buenos Aires, 1972) Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

 

Con óleo o acrílico, sobre telas, pero también piedras, ante todo pinta. Lo que puede haber de anacrónico en ese ejercicio se potencia por la preponderante presencia de paisajes en sus obras. Clásicamente el paisaje recorta y domestica, le quita riesgo a la naturaleza y también a la cultura. Incluso refuerza esa escisión para volver a una –a la naturaleza– inerte, y a la otra –a la cultura– todopoderosa, hacedora. Así el paisaje se alimenta del ‘espíritu’ del pintor. En Bête proviene de la imaginación renacentista, de un humanismo templado que, no obstante, empezaba a hincharse de orgullo por el poderío del hombre. De eso estaba hecho su optimismo. Gómez Canle interrumpe los paisajes, los hiere con figuras que provienen de la inteligencia y de la labor humana, con operaciones que delatan que ellos mismos son construcciones. Por eso en Bête ya no se trata del fondo del que destaca el rostro de un duque, de un príncipe o de la Mona Lisa, pues el paisaje pasa a serlo todo y, sin solución de continuidad, a él se pliega una presencia animal gigante. Es decir, la amenidad del paisaje es contigua a la intervención de una bestia –sospechamos un King Kong– de la que sólo vemos dedos, mano y la parte inferior del brazo peludo. ¿Está levantando una porción de la superficie de la Tierra, por lo tanto, destruyendo el paisaje, o está creando su obra? ¿Está al comienzo de su acción o está por finalizarla? ¿Mano furiosa o generosa? Sólo un poco más alentadora es la segunda alternativa, porque nos domina el pálpito de que no habrá lugar para nosotros, no habrá humanos en esta creación (apenas se entrevé un rostro en la forma de una roca). De una manera o de otra, este destructor o creador reniega del humano. O es uno de los nuestros que, cansado de sí mismo y de nosotros, imagina un mundo devenido otro. Otra posibilidad: que a través suyo, de esa mano, sea Gaia la que castigue.


Por Javier Trímboli
Paula Senderowicz

Barricada para un tsunami, 2021
Hierro, tela, papel, pintura al agua, 350 x 250 x 350 cm

Paula Senderowicz – (Ciudad de Buenos Aires, 1973). Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

 

Agua y hielo insisten como algo más que motivos en su pintura. La obra de Paula Senderowicz se dirime en la mutabilidad y la tensión constante entre estados de flujo y cristalizaciones de la materia. La solidificación cultural de géneros como el paisaje suele ser la ocasión para que la pintura, en su estado más plástico (acrílico) o más acuoso (gouache) exprese su potencia de discurrir. 

Spinoza, el relegado, veía el mundo como un gran plano inmanente en el que cada materia está animada por su potencia de persistir, afectando y siendo afectada por otras sustancias equivalentes. Pero la cosmovisión triunfadora en el siglo XVII fue la de Descartes y su separación esencialista y jerárquica entre el alma humana y toda la materia desalmada y pasiva. Llamamos Antropoceno a la evidencia catastrófica de esta modernidad soberbia que se apoderó del planeta.

Se le solicitó a la artista una reversión de la escultura Tsunami (Premio arteBA-Petrobras, 2008). En medio de imágenes que contextualizan en esta sala la crisis ambiental en Sudamérica (incendios forestales, extractivismo minero y energético), la gran ola azul, bella y feroz, figura el cataclismo como un no-lugar. Los efectos devastadores del maremoto índico de 2004 se convirtieron rápidamente en un suceso mediático.

Completando la división cartesiana, el Romanticismo encontró en la contemplación de la desmesura terrestre un placer estético. La otredad de lo Real fue absorbida por el sujeto humano. Finalizando aquel siglo XIX, la invención del inconsciente freudiano y la subjetivización del territorio de los sueños completarían esta expropiación de los misterios del mundo.

¿Será posible recuperar aquella capacidad de interrogar y escuchar a víctimas y testigos no humanos? ¿Interpretar los “accidentes” como expresión de seres y elementos que resisten a la depredación masiva? En tanto las sabias cosmovisiones indígenas aún aguardan su oportunidad epistémica y política, tal vez el arte sea el único reservorio animista con el que podamos contar.


Por Valeria González
Marcia Schvartz

Hola, ola, 1998
Acrílico sobre tela, 160 x 140 cm

Marcia Schvartz – (Ciudad de Buenos Aires, 1955) Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires. 

 

Dos veces, hola/ola: Marcia Schvartz nos regala una bella tragedia de (in)comunicación amorosa. Vemos el torso de una extraordinaria mujer de pechos firmes, finas cejas azules y cuerpo verde, que sostiene con un extenso y delgado brazo una enorme caracola de tonos rosados. El cabello se extiende en poderosas pinceladas destellantes, en todas direcciones, dejando apenas adivinar el fondo negro del mar con el que se funde. Si bien no sabemos si se trata de una criatura salida de un bestiario medieval, sospechamos que estamos frente a una suerte de sirenia, un mamífero placentario que, como los delfines y las ballenas, tras un largo recorrido en tierra, por propia motivación o por la acción de alguna fuerza o entidad, dio un giro evolutivo y emprendió una adaptación a la vida hídrica. Se trata de seres terrestres acuatizados; no es un caso de “retorno” o “involución”, sino que emprendieron un nuevo viaje.

La protagonista de esta pintura posee dientes de tiburón, como otros personajes creados por Marcia Schvartz que hacen referencia a las Erinias de la mitología griega (Furias, en la versión latina). Las Erinias son divinidades nacidas de la desasosegada relación entre Gaia y Urano. Ellas tienen una profunda sed de justicia y un mandato interior de defender el cosmos frente al caos. Por el enfado con que desarrollan sus tareas, son vistas como seres dominados por la ira y la venganza. La ira es una emoción que tiene mala prensa, en cambio, para Marcia, es una energía que permite transmutar y dar vuelta las cosas, dar inicio a un momento alquímico. Puede ser un sentimiento trasformador, a su modo, positivo; puede conectarnos con la inspiración, con la fuerza vital creadora, pasar de la interioridad al mundo.

Mordaz y compasiva, Marcia Schvartz realiza, desde los inicios de su carrera hasta la actualidad, una detallada y meticulosa descripción de los mundos femeninos. La profusa producción es social, política, descarnada, amorosa, íntima e intimista. Algunos de los rasgos de Hola, ola se ven tematizados de diverso modo a lo largo de la extensa trayectoria de la artista. El agua, que refiere tanto a la vida como a la muerte. Los pechos femeninos, eróticos y nutricios. Las delgadas manos. Y el cabello, que ocupa un lugar importante en diferentes obras: aquí, como si fueran algas, el cabello expansivo, lleno de vida y poder, es un órgano con agencia propia, una potencia femenina. 

Una sirenia de cabellos vehementes, largos, serpenteantes, con dientes de tiburón, ceño fruncido, ojos rojos como el de muchos peces, trata de hablar a través de esa herramienta de comunicación ancestral que guarda tantos sonidos... pero no le contestan. A vos, ¿no te pasó alguna vez? Incomunicación dolorosa. Chilla porque, por más que intenta, no logra establecer contacto a través de la caracola. Su voz es ahora una incógnita. Su grito, inaccesible al campo auditivo humano, anega todo lo existente hasta los confines. Si conociéramos o sospecháramos los fundamentos de su furia, ¿seríamos capaces de juzgar la justicia de su ira? Queremos acercarnos y, aunque nos fulmine en el intento, queremos abrazar a esa palpitante e intensa singularidad. 


Por Carina Balladares
Tomás Espina

De la noche a la mañana (boceto 3), 2018
Grafito sobre papel, 29,5 x 21 cm

Tomás Espina – (Ciudad de Buenos Aires, 1975). Vive y trabaja entre Unquillo, Córdoba y la Ciudad de Buenos Aires.

 

Como una apropiación decolonial y desviada de la historia del arte, los bocetos de Tomás Espina (exhibidos en conjunto en la sala Simbiontes) muestran un aquelarre de interacciones y devenires mutantes zoo-antropomorfos. Las escenas recuerdan por momentos al famoso “planeta Porno” imaginado por el japonés Yasutaka Tsutsui, aquella ficción científica que describe un mundo donde todos sus habitantes, tanto animales como vegetales, han evolucionado hacia formas y comportamientos que nuestra moral considera obscenos.

Dentro del conjunto, merece una mención especial la radialización de la experiencia corpórea en clave femenina. Tomás Espina nos regala una doncella autopoiética que produce mujeres por un proceso de fisión, como sucede con los mecanismos de reproducción celular. Vemos allí a una mujer radial, adulta, de la que devienen otras, también adultas, algunas de ellas se multiplican a su vez. Son mujeres que brotan del cuerpo de una primera, que se encuentra en el centro. Mujer de la que se centrifugan amorosamente otras. De las manos de las recién nacidas emergen nuevas mujeres. Fuimos y somos mujeres porque antes hubo otras, y antes estuvo Gaia, la madre primigenia. Quizás esta corporeidad, singular y múltiple, es una diosa de alguna de nuestras diversas mitologías terrestres, quizás es una deriva evolutiva del planeta que imaginó Tsutsui. Sin dudas se trata de un giro respecto del mito de Atenea, que surgió de la cabeza de Zeus, o del mito de Eva, creada a partir de la costilla de Adán. Aquí el espacio se puebla de mujeres que devienen no de una parte masculina, sino de una mujer entera.


Por Carina Balladares
Bruno Juliano

Monstruo, 2021
Dibujo sobre molde de papel, grafito, papel vegetal, 170 x 150 x 90 cm

 

Preproducción y dirección técnica: Rodrigo Cañás

Bruno Juliano – (Pcia. de Tucumán, 1985) Vive y trabaja en Tucumán.

 

La pieza Monstruo es el resultado final de un proceso en el cual la mirada (o mejor dicho: la pregunta por la visión) y el cuerpo, en tanto mediación y vinculación con universos no humanos, adquieren un rol fundamental. En un primer momento hay un viaje, un traslado, un descentramiento y una acción en concreto: realizar un calco en volumen de un fragmento de la montaña con grafito sobre papel vegetal. Juliano enfatiza la idea de traducción desde su potencial transformador: “convertirse en”, ser otro, repensar el intercambio con el cuerpo de la montaña (su olor, temperatura, humedad, peso) en este nuevo fragmento co-creado entre él y la geografía circundante.

No es casual que muchas de las obras presentes en esta sala, realizadas en colaboración entre personas artistas y entidades no humanas, acudan al procedimiento indicial. En la ya famosa distinción pierciana, la imagen-índice, por ser una huella física del referente (un tramo de montaña, en este caso), se distingue de una representación. Un dibujo humano que quisiera asemejarse a la montaña debe ser realizado a distancia. El rastro material, en cambio, adviene por contacto. Asimismo, la distancia permite captar, si se quiere, la cadena montañosa por entero (pequeña versión del régimen escópico de control cuyo máximo exponente hoy sería Google Earth), en tanto el contacto corporal con la montaña sólo puede involucrar un fragmento en una escala uno a uno.

Luego, ese calco en volumen es reinstalado (como ahora en esta sala) en un lugar-otro. La distinción entre índice e ícono se torna aún más política si comparamos la pieza de Juliano con los artistas viajeros que en los siglos XVIII y XIX llevaron a Europa sus representaciones de los territorios colonizados. No porque tanto aquellos como él proyectaran sus propias experiencias en la imagen, sino por lo que Juhani Pallasma distingue entre la visión enfocada (un objetivo a dominar se enfoca a distancia) y lo que él llama mirada desenfocada o periférica: “…la visión enfocada nos enfrenta con el mundo, mientras que la visión periférica nos envuelve en la carne del mundo”.1 En esta mirada implicada, que se ubica entre la naturaleza, radica la posibilidad de afectación: estar permeable ante las respuestas de aquello que no puede ser captado en su totalidad, lo fragmentario como huella y como fin, una cartografía comprometida que nos devuelve otra imagen del mundo.


Por Laura Lina - Valeria González
  1. Citado en: Marina Garcés, Un mundo común, Barcelona, Edicions Bellaterra, 2013, p. 112.
Faivovich & Goldberg

número 54, 2018
Micrografía. Impresión de tinta pigmentada sobre papel de algodón, copia única 120 x 120 cm

número 55, 2018
Micrografía. Impresión de tinta pigmentada sobre papel de algodón, copia única, 120 x 120 cm

Guillermo Faivovich (Buenos Aires, 1977) y Nicolás Goldberg (París, 1978). Viven y trabajan en Buenos Aires. 

 

Faivovich & Goldberg es un dúo de artistas contemporáneos que investigan desde 2006 los meteoritos de Campo del Cielo. Utilizando el pasaporte de artistas, adoptan diferentes roles, desde colaboraciones con científicos en universidades hasta la propuesta de un reconocimiento jurídico patrimonial de estos fragmentos de cuerpos celestes. Campo del Cielo es un territorio donde aconteció una lluvia de meteoritos hace aproximadamente 4000 años en el norte del país. Los meteoritos son cuerpos fascinantemente complejos donde cohabitan valoraciones tan diferentes como la riqueza mineral, el contrabando global, los estudios científicos geológicos y astronómicos, el arte contemporáneo y especialmente las cosmovisiones amerindias que perviven aun después de siglos de conquista y colonización.

 

Número 54 y 55, las dos imágenes presentes en la sala Animismo, pertenecen a una serie de micro-fotografías de finas láminas de un meteorito realizadas bajo un microscopio petrográfico. Este microscopio, muy utilizado por los geólogos, sirve para la identificación de minerales, determinación de sus propiedades ópticas, estudio de texturas, relaciones entre sus componentes y clasificación. Es decir que, en cierta manera, lo que los artistas nos están presentando es una disección anatómica extraterrestre. Una forma de comprensión y estudio de interacciones minerales que se adentran en los orígenes de la Tierra. 

 

Los meteoritos pétreos, en algunos casos, pueden tener compuestos orgánicos, bases purinas como las que encontramos en la formación de aminoácidos en el ADN de moléculas de seres vivos, pero que se han formado por procesos extraterrestres. Como los meteoritos, en su gran mayoría, son remanentes de las nebulosas de donde se formaron los planetas, obtenemos de ellos información sobre los procesos químicos que se llevaron a cabo en la Tierra antes de que apareciera la vida: fósiles de la química del sistema solar primitivo. Esta indagación sobre los orígenes está presente en otras piezas de la sala Animismo, como en El árbol de la vida de la Cultura Chancay, o en la obra del artista Gabriel Chaile como un demiurgo auto-conformado.  


 


Por Valeria González - Pablo Méndez
Érica Bohm

El cristal perfecto, 2020/2021
Cristales de sulfato de cobre, medidas variables

Erica Bohm -  (Ciudad de Buenos Aires, 1976) Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

 

El trabajo de Erica Bohm se desarrolla en el cruce entre arte y ciencia, con particular interés en la astronomía, la geología y los universos narrativos de la ciencia ficción. 

Desde la perspectiva fotográfica, se interesó por los procesos químicos y los efectos imaginarios producidos en la relación de la luz con los materiales. En la serie Galáctica (2009-2012), que realiza luego de su visita a la NASA, la artista pone en juego el problema de la disponibilidad de las imágenes y el conocimiento siempre mediado respecto del espacio exterior para intervenir y reutilizar la imaginería espacial a la manera de la escritura de ciencia ficción. Del mismo modo, su residencia artística en la Antártida (2015) tuvo como motor la búsqueda de un tipo de cristalización de agua salada que fue registrada en una fotografía de los viajes de exploración de principios del siglo pasado. Siguiendo la posibilidad e imposibilidad de reconstruir ese dato, el trabajo en la Antártida nutre los problemas abiertos por el proyecto de El cristal perfecto (2010-2025), y resulta en una serie de intentos en los que se fotografían distintos momentos del proceso de cristalización y que incluyen el trabajo colaborativo con científicas de la Base Esperanza, donde fotografió cristales sintetizados de cloruro de sodio vistos a través del microscopio.

La serie de cristales de sulfato de cobre sintetizados que forman parte de la exhibición, y que también pertenecen a la serie de El cristal perfecto, fueron generados por la artista a través de la investigación en torno a los modos de existencia cristalina. La recreación de las condiciones necesarias para la cristalización es menos un gesto demiúrgico que aquel de un trabajo de crianza, de acompañamiento en la creación formal y estructural que las sustancias generan como expresión más propia de la materia. La sintetización de cristales nos recuerda que la creación de formas y estructuras no es en absoluto una prerrogativa de lo viviente, sino que también los cristales crecen, contagian forma y se reproducen. 


Por Colectiva Materia
Donjo León

Revistas NG en descomposición, 2020
4 revistas con hongos, 35 x 27 x 8 cm cada una

Donjo León – (Ciudad de Buenos Aires, 1982). Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

Interesado desde 2013 por los procesos vitales de agentes descomponedores –hongos, bacterias, etc.–, León investiga formas estéticas para poder apreciar a estos actantes principales de la transformación de la materia y la continuidad de la vida terrestre. ¿Cómo volverse sensible a lo infinitamente pequeño?, ¿volviéndolo visible?, y ¿cómo invitar al espectador a darles el lugar protagónico que ocupan? No sólo se trata de observar vidas minúsculas, sino entender también que esos procesos afectan a todo cuerpo, elemento, material. 

 

Donjo León y Andrés Piña son dos artistas contemporáneos que continúan y resignifican la veta abierta por artistas del CAyC en la incorporación de seres vivos no humanos en la obra. En 2020, a lo largo del confinamiento, León reproduce un microcosmos de organismos descomponedores sobre ejemplares de la famosa revista National Geographic. Los organismos descomponedores participan de uno de los procesos centrales en la continuidad de la vida: la degradación de la materia orgánica a moléculas inorgánicas, a materia simple; la devolución de los nutrientes al medio, los cuales vuelven a ser utilizados por otros organismos, garantizando el reinicio de los ciclos vitales. Los descomponedores por excelencia son las bacterias y los hongos, aquellos seres minúsculos e inconspicuos que se encuentran presentes en todos los ambientes, que se alimentan de detritos y desechos, de restos de otros seres y de cualquier tipo de materia orgánica, formando en los suelos el tan preciado humus. Su acción es imperceptible, pero el tiempo puede revelar todo lo mágico que el proceso encierra: la transformación de una entidad en otra, de un tono a otro, los contrastes de colores a medida que se pierde la identidad de la materia original para dar paso a otra materia. Muchos de los materiales que los humanos usamos en nuestra vida cotidiana están expuestos a la acción de estos seres, como pueden ser los alimentos y el papel. El papel, como el que conforma la mencionada revista, está formado por celulosa: bajo la acción descomponedora se degrada en azúcares simples y luego a carbono, siendo la fuente de carbono renovable más abundante de la Tierra.

Mediante la cría de hongos sobre tapas de la revista National Geographic, el artista pone en evidencia una gran paradoja: que la publicación más conocida sobre el mundo natural no está exenta de la desintegración por acción de estos seres. El artista trata de transmitir el significado y la inexorable ocurrencia de este proceso natural regido por agentes no humanos, que actúa sobre cualquier sustrato orgánico y del que nada está exceptuado. En este contexto, la descomposición sucede y avanza sin ningún tipo de miramiento ni resquemor, incluso sobre estas prestigiosas revistas, emblemáticas en la divulgación del conocimiento sobre las formas de vida en el mundo natural, un escenario en donde los hongos parecieran estar reclamando un lugar merecido en nuestra concepción acerca de lo que es la naturaleza.


Por Colectiva Materia - Marcela Castelo
Fermín Eguía

La isla del sueño (el sueño cómico de Arnold Böcklin), 2013
Acuarela sobre papel, 23 x 28 cm

Fermín Eguía – (Pcia. de Chubut, 1942). Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

 

Las acuarelas de Fermín Eguía evocan diversas fuentes: el espíritu sardónico de un medioevo poblado de monstruos, el intimismo lumínico de los pintores viajeros del siglo XIX, la metafísica de barrio y la mitología pesadillesca del simbolismo. 

Admirador de Arnold Böcklin y su famosa obra La isla de los muertos, Eguía  realiza una versión propia que titula La isla del sueño o El sueño cómico de Arnold Böcklin. Un langostino gigante, una concha, una almeja y una estrella de mar esperan en la isla rocosa la llegada de Caronte y su fantasmal tripulante. Si en la obra de Böcklin la isla se muestra despoblada, hermética, misteriosa (ocupada casi enteramente por árboles oscuros y una arquitectura semi oculta), en la versión de Eguía la isla se despeja para dar lugar a los extravagantes personajes. La exaltación ocular, el agigantamiento de los pies, la gesticulación de las extremidades, son algunas de las señas inconfundibles de un animismo no ajeno a la caricatura que impregna por entero la obra de Eguía, una obra constituida por series y episodios, cuyos escenarios preferidos son el delta del Paraná, el atelier del pintor, los suburbios, una mesa, un interior lúgubre y teatral. 

A veces los episodios que Eguía nos ofrece transcurren en ambientes bucólicos, teñidos de luz sepia, con brillos y reflejos al estilo de los pintores de la Escuela de Barbizon. En esos marcos de una naturaleza casi pintoresca, Eguía engendra monstruos más o menos simpáticos: ninfas con aletas, insectos narigudos (el protagonismo de la nariz es otra marca registrada del artista), moncholos que parecen Godzillas del Paraná, pinceles excursionistas, entre otros personajes de un catálogo de esperpentos aventureros. 

El género tardomedieval de las danzas macabras, que produjo exponentes memorables, desde Pieter Brueghel el Viejo hasta Hans Holbein, y cuya misión era advertir que todos los goces mundanos sucumbirían al final con el advenimiento de la muerte, en Eguía se invierte: es posible burlar a la muerte siempre y cuando aceptemos convertirnos en bestias simbióticas, una conversión capaz de empujarnos hacia un destino extrahumano.


Por Verónica Gómez
Romina Orazi

Mundos sobre rastros, todos somos líquenes, 2021
Escultura modelada en cemento, líquenes, helechos, claveles del aire y tierra, 150 x 80 x 100 cm.

 

Colaboración: Renato Andrés García, Nahuel Martinez, Leandro Pimentel y Constanza Álvarez Chardon

Romina Orazi – (Pcia. de Chubut, 1972) Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires. 

 

Orazi es ante todo una artista jardinera. En sus proyectos se destacan las instancias relacionales (el armado de una huerta comunitaria en la villa Rodrigo Bueno, por ejemplo), la creación de refugios y otros dispositivos de cuidado, y las situaciones de copia. Los “gajos” (esquejes) muestran que el copiado es un conocimiento vegetal; esta artista jardinera entiende que es también la matriz que garantiza el crecimiento de la creatividad humana, aunque la “originalidad” y el copyright dominen el campo de privatización de los saberes comunes. Orazi replica pinturas emblemáticas del siglo XIX, pero en las que aquella épica de conquista de la Pampa agroexportadora se ubica ahora en paisajes deteriorados por el extractivismo sojero (inundaciones).

En su pieza Mundos sobre rastros, todos somos líquenes (2021), Orazi crea una escultura en estado de ruina, que es a su vez hogar de líquenes, musgo, moho, helecho. Los seres que crecen sobre las ruinas de una civilización no son anodinos.

La figura femenina en escala real está en cuclillas: pose que puede evocar a una mujer esperando el propio parto y que es común también en momentos de trabajo jardinero. Sus manos unidas, que pueden simbolizar a una partera preparada para recibir una nueva vida,  forman un cuenco que contiene compost y un helecho. La tradicional vinculación imaginaria entre mujer y tierra fértil es trascendida por la presencia real de estos cuerpos: sin metáforas, los helechos son llamados “fósiles vivientes” por su inconcebible antigüedad y resiliencia a los cambios y eventos catastróficos del planeta, así como, en el compost, los microorganismos descomponedores son los actantes concretos de transformación de la muerte (desechos orgánicos, necromasa) en vida (nutrientes, energía).

En esta escultura, los líquenes habitan por doquier. Estos seres son capaces de crecer en ambientes estériles y extremos que resultan imposibles para otros organismos. Suelen ser pioneros sobre nuevos sustratos, como las coladas de lava, las rocas descubiertas por un glaciar, o las estructuras manufacturadas como las rocas, el cemento, el vidrio o la pintura. Las ciudades, monumentos o edificios en los cuales no intervenga de modo constante la limpieza humana pueden llegar a albergar una gran diversidad de líquenes; entre éstos, los cementerios son espacios con poblaciones de líquenes notables. 

Los líquenes son organismos formados por una simbiosis, entre al menos un hongo (micobionte) y un alga (fotobionte), en la cual se genera una morfología y una fisiología únicas, que sus componentes por separado no presentan. Dentro de esta simbiosis, el alga se encarga de realizar la fotosíntesis compartiendo los hidratos de carbono con el hongo, mientras que este último se encarga de la protección del alga y la obtención de agua y nutrientes. La simbiosis no es un fenómeno biológico particular, sino que designa la dinámica esencial de toda forma de vida. “Todos somos líquenes”: esta frase de Scott Gilbert significa que de la cooperación con simbiontes depende desde la vida de una simple célula (mitocondrias y otras organelas) hasta la conocida “flora” intestinal, colonia amiga de bacterias que ayudan a cuerpos humanos y otros mamíferos en sus procesos de absorción de nutrientes.


Por Pablo Méndez
Nicanor Aráoz

Sin título, 2019
Pastel y acrílico sobre papel, 152 x 152 cm

Nicanor Aráoz – (Ciudad de Buenos Aires, 1981). Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires

 

En los años recientes, y más precisamente desde la presentación de la exposición Placenta escarlata (galería Barro, 2018), la producción artística de Nicanor Aráoz se inscribe, como señala Nicolás Cuello, en las potencias de lo oculto como un nuevo territorio de la desviación. En este plano, sigue sosteniendo y profundizando el estado de la monstruosidad, que ahora juega ya no tanto con la fantasía sino con la utopía de nuevos modos de existencia anclados en la confluencia entre tecnología y naturaleza. Sus producciones escultóricas e instalativas indagan de manera más consciente en las marcas culturales de la violencia en la sociedad, considerando al cuerpo como una dimensión multiespecie, psicodélica, colmada de bifurcaciones y derivas.

En 2019 el artista realizó una residencia en San Pablo, en el espacio cultural Pivô. Por entonces, había decidido alejarse de aquellos procedimientos de trabajo que involucraran a equipos de personas para re-encontrarse con una práctica más intimista: el dibujo. En este contexto surgió Sin título, que forma parte de una serie de obras bidimensionales caracterizadas por una iconografía figurada por seres enigmáticos, frenetizados por la expresión fauve de los colores a través del uso pictórico del pastel tiza. La imagen está inspirada en la impresión que le generó un show drag en una fiesta electrónica en San Pablo, ambientado con una iluminación roja vibrante. Además, el show le recordó a esa estética localizable en las tapas de los discos de Grace Jones y, en este mismo sentido, a la performance de la Diva Plavalaguna del film El quinto elemento (1997). Otra de las referencias que tuvo impacto en esta pieza y en el resto de la serie es el legado erótico-surrealista de la artista argentina Leonor Fini.

Sin título puede leerse según las claves del género del retrato, pero también de las históricas tensiones entre figuración y abstracción. En su composición irrumpe una figura que rescata la identidad marrón como una entidad cuya mixtura reflota la rebeldía de la correntada brasilera antropofágica. Se trata de un cuerpo que, en su capacidad de irradiar destellos vegetales, señala otro tipo de concepción de las ecologías humanas. Ecologías heterogéneas, compartidas con otros seres, vivos o inertes, y con otras culturas y colectividades excluidas y marginadas.1


Por Nancy Rojas
  1. Tomás Sánchez-Criado en “Presentación de la obra”, Tomás Sánchez-Criado (Ed.), Tecnogénesis. La construcción técnica de las ecologías humanas, Vol. 1., Madrid, AIBR (Antropólogos Iberoamericanos en Red), 2008, p. 22.
Cultura Chancay

El árbol de la vida, Chancay, Perú, Período Intermedio Tardío (900 - 1476 d.C.)
Composición con diversos elementos sobre soporte de elementos vegetales, 97 x 86 x 86 cm

Cultura ChancayEl árbol de la vida, Período Intermedio Tardío (900-1476 d.C.), Textil tridimensional sobre soporte de elementos vegetales, 97 x 86 x 86 cm

 

La civilización Chancay tuvo lugar en los valles y costa de la zona central de Perú, a partir de 1200, decayendo en el siglo XV con el avance del Imperio Inca. Tomando los patrones clásicos de evolución cultural, podemos decir que llegó a ser una sociedad estratificada, con desarrollo urbano y jerarquización constructiva de arquitectura religiosa y política, y con una economía agraria con avances técnicos hídricos y amplio despliegue del comercio.

La pieza exhibida es un textil tridimensional o escultórico en el que un árbol es constituido a partir de materialidades de su propio reino (fibras y tintes vegetales). Se trata de un objeto ritual, de funcionalidad simbólica, muy probablemente funerario. En la colección del Museo Nacional de Bellas Artes está nombrado como El árbol de la vida. Se trata de un mitema ampliamente extendido: en diversas épocas y culturas la figura del árbol es asociada tanto a la continuidad del ciclo de la vida (muerte y renacimiento) como al eje de conexión entre la tierra y el cielo: las raíces comunican con el inframundo o el pasado, el tronco con la vida actual y su copa y frutos con la elevación o transmutación en nuevos seres. Por otra parte, los procedimientos textiles tienen en muchas culturas originarias también sentidos que trascienden las funciones de uso: el tejido se vincula al tramado de historias en un soporte material que garantiza su memoria y transmisión.

Sea cual fuere la específica interpretación etnográfica de este objeto, colocado en el eje central por donde se accede a esta sala, confiamos a este árbol la función de acogernos en bienvenida y de oficiar de clave de las restantes obras expuestas, a través de su potencial fabulatorio especulativo. Humanos y no humanos enredados en la misma trama de vida y muerte, de supervivencia, de cuidado mutuo y de relevo. Y también de traspaso de historias-tejido que permitan, como estos frutos y como querría Donna Haraway, contar otras historias.


Por Florencia Kusch - Valeria González
Annemarie Heinrich

Caminando, 1949
Gelatina de plata sobre papel, blanco y negro, 39,5 x 55 cm

Annemarie Heinrich – (Darmstadt, Alemania, 1912 – Ciudad de Buenos Aires, 2005) 

 

A diferencia de Grete Stern, que llegó de Alemania con un importante bagaje de experiencia y formación, y ya conectada –junto a su esposo Horacio Coppola– a los círculos ilustrados de Buenos Aires, Annemarie Heinrich arribó desde aquel país siendo apenas adolescente y de la mano de una familia con menores recursos. Su inicio en la fotografía, como ella siempre confesó, fue menos una vocación que la búsqueda de un oficio para vivir. Con los años, y por obra de su propio trabajo y talento, la fotógrafa ganó un enorme prestigio, pero nunca olvidó que, en la época de sus primeros encargos, para las figuras de la alta sociedad “era como una paria”. Heinrich se formó trabajando en estudios comerciales: el retrato lideraba la demanda. Aprendió el estilo del momento, influido por las estrellas y las revistas de cine, y se convirtió en la maestra del rubro. A veces, se permitió combinar sus imágenes con recursos vanguardistas como la fragmentación, o las metáforas y juegos ópticos surrealistas, convirtiendo a este género, atado al conservadurismo, en un verdadero campo de batalla. Esta batalla a menudo iba de la mano de su actitud de interpelación y desafío a la mirada social hegemónica sobre la mujer. 

 

En la historia del arte, el retrato surge como glorificación del gran invento moderno: la idea de individuo, la idea de que el animal humano no es esencialmente un ejemplar de una especie o un miembro de una comunidad, sino una excepción irrepetible y autónoma en cuerpo y espíritu. El retrato debe abocarse a esta doble dimensión de su singularidad. El diccionario de la Real Academia Española (una suerte de policía del lenguaje) define al retrato como una “combinación de la descripción de los rasgos externos e internos de una persona”. Y a su vez, a la palabra rasgo como una “línea o trazo”, también una “peculiaridad, una nota distintiva”. 

 

En Caminando, Heinrich hilvana una trama que pervierte esta idea de lo interior/exterior del sujeto autónomo, disolviendo y fundiendo los cuerpos con el entorno y los otros seres –visibles o invisibles– que los rodean, disolución que evidencia su inexorable caducidad y a la vez los empodera como parte indisoluble de un mundo más grande.

 

Podría ser un retrato-otro, la efigie de un futuro (por fin) posthumano. ¿No es acaso ese evanescente pluriandar femenino un auténtico retrato que las infinitas líneas y trazos que flotan allí afuera dibujan, donde lo externo y lo interno se indistinguen en una mutua crianza que une los frágiles cuerpos humanos con las ramas peladas de esos hermanos no humanos, los árboles?


Por Eduardo Molinari - Valeria González
Claudia Fontes

FOREIGNERS #02, 2014
Porcelana, 15 x 23 x 8 cm

Claudia Fontes – (Ciudad de Buenos Aires, 1964) Vive y trabaja en Brighton, Inglaterra. 

 

Ya desde su primera formación como artista, Fontes manifestó interés por profundizar en el conocimiento del campo, cursando asimismo la carrera universitaria en Historia del Arte. Este perfil, a inicios de los 90, sintonizaba mejor con el Taller de Barracas (donde resultó seleccionada) que con el estilo adjudicado al “arte argentino de los 90” que estaba conformándose en torno al Centro Cultural Rojas. Sus primeras esculturas tenían que ver con narrativas suspendidas en el punto de un desenlace trágico. Paradigmática resulta la leve e insistente gota de agua que cae sobre una almohada de jabón, cuya perfecta y sólida talla es lenta pero dramáticamente erosionada en su centro (Julieta Capuleto, 1995). Releyendo sus primeros pasos, podemos afirmar que ya había en la artista una conciencia de catástrofe, no en términos de una épica humana sino en el modo de la invisible pero inexorable presencia de los hacedores no humanos del mundo. Una intuición posthumanista aparece ya en Plan de invasión a Holanda (durante su residencia en la Rijksakademie, 1996-97), una confabulación decolonial que llevó a cabo con Lotty en relación a tres figuras: un ombú, un señuelo para perros y un bote. En paralelo, Fontes participó siempre de proyectos colaborativos. Antes de mudarse al Reino Unido en 2002, potenció su conexión europea en la plataforma TRAMA, que resultó fundamental en ámbito local sobretodo en el contexto de la crisis de fines de los 90. 

En la última década, su perspectiva crítica hacia el antropocentrismo y el colonialismo extractivista (El problema del caballo, 57° Bienal de Venecia), así como la orientación del hacer artístico en cooperación con seres no humanos –una perra adiestradora (Training, (d)OCUMENTA 13) o gaviotas talladoras (El pájaro Lento, 33ª Bienal de San Pablo)– se vuelven centrales y cobran visibilidad internacional.

Foreigners es una serie de pequeñas figuras de porcelana de una veintena de centímetros de alto. Hechas con un material de apariencia extrañamente porosa y compacta, las figuritas antropomórficas se entregan a un juego de hibridación que incita a trastocar el lugar común de la construcción opositiva de una figura y un fondo. Del tamaño de una mano humana, ajenas a toda posible sublimidad distanciadora, las estatuillas son una evocación del tacto. Casi como una parodia de los retratos de Elizabeth I con su mano dominatriz posada sobre el globo terráqueo, Foreigners es el recuerdo de una experiencia otra del tocar, la de entrar en contacto sin representación posible, para tras-tocar toda experiencia del afuera y del adentro: porque tocar es siempre también tocarse, constituirse en el tocar, ellas son la pura exterioridad de la que está hecha cualquier cosa que se quiera interior, el intersticio irrepresentable abierto en la contigüidad de lo existente. Un fuera de lugar (un foris), un bosque (forest), un extranjero (foreigner) del que hacemos experiencia en el contacto, porque todo es inmigrante, porque todo es xenos respecto de sí mismo. Tocar es migrar en la porosidad de una dispersión de límites que no admite fronteras. Es precisamente por ello que estas extrañas figuritas nos ofrecen también una lectura política, una apropiación insurrecta del uso despectivo de la palabra “foreigner” en el Reino Unido de Inglaterra: pues asumen la anfibología política del huésped, pues son a la vez hospes y hostis, el cobijado y el que cobija, el extranjero bienvenido y el anfitrión hostil. El umbral de aparición de las criaturas que es siempre también y simultáneamente su desaparición en la persona, el árbol, los hongos o las piedras. Una gran cadena del ser que, no obstante, desafía toda jerarquía. Como una foresta, los foráneos proliferan en una comunidad de crecimiento en constante ampliación que es inversa a la lógica inmunitaria de incluir para excluir. Ni taxonomías jerárquicas ni fronteras definidas, una membrana de pasaje para la materia que elige. Las dos figuritas de la serie que forman parte de esta muestra, ofrecidas a un tacto imposible, invitan también a la dispersión de la mirada, que puede recorrerlas en cualquier dirección y desviarse así hacia seres deformes en el encuentro inesperado entre cosas inesperadas. Un ejercicio de la mirada sin ojos, sin perspectiva ni cálculo, como el que ellas mismas parecen llevar a cabo con sus cuerpos bípedos sin rostro al clavar su inorgánica atención sobre el montículo y el charco de piedra a sus pies. Bienvenidxs a la otredad que somos.


Por Colectiva Materia
Marcelo Alzetta

El hombre chicle, 2016
Óleo sobre tela, 60 x 80 cm

Marcelo Alzetta –  (Pcia. de Buenos Aires, 1977-2021)

 

Como un médium capaz de conjuntar y transmitir la ternura, el humor y la miseria de varios planos oníricos y fantásticos, Marcelo Alzetta vuelca su inventiva en medios como la pintura, el dibujo y la música. Con la firme convicción de andar por el sendero artístico desde niño, Alzetta se mudó de Tandil a Buenos Aires en 1997, en donde tejió una red de afectos, intereses y sensibilidades que lo llevaron a entablar vínculos amistosos con artistas como Pablo Suárez y Fernanda Laguna, así como a exhibir en el Centro Cultural Rojas y Belleza y felicidad. Además, fue coeditor de la revista de historietas El Tripero, llevada adelante por los exalumnos del historietista Alberto Breccia.

Los personajes que habitan la obra visual de Marcelo Alzetta cuentan con una elocuencia particular que va de una jocosidad sincera a un desasosiego pastel, situados entre la cotidianidad y las figuras geométricas y campos de color de la abstracción. En su imaginario de seres complejos –humanos y no humanos–, hasta las formas menos pensadas se presentan como agentes de subjetividades variadas. Lo entrañable se enuncia como una revelación amorosa que dota de vitalidad aquello en lo que no solemos reparar y que, en todo caso, no necesita ser reparado.

Bajo las diamantinas estalactitas de una caverna, una gran masa rosada se encorva para no chocar contra el techo. Es El hombre chicle, una criatura de formas inestables y pegajosas que no tiene principio ni final. Su cuerpo se expande más allá de los límites del bastidor que encuadra su imagen, y sobre él se adhieren objetos del cotidiano local, como un reloj, una silla, una palmera en maceta, un celular y un sifón. Más allá de lo humano, este ser tiene cuerpo de paisaje y, sin hablar, se afirma como una cartografía topográfica de la experiencia. Con un rumbo incierto, el hombre chicle es una sinécdoque de la obra de Alzetta, un manifiesto de intimidad que no absorbe ni devora, sino que pega relaciones afectivas y le da elasticidad a nuestras sensaciones. Reservado y gentil, el hombre chicle va a su propio ritmo para seguir pegando –y pegándose– al mundo con su mirada melancólica y su sonrisa firme.


Por Tania Puente García
Fernanda Laguna

Te extraño mucho, 2018
Acrílico sobre tela calada, 58 x 48 cm

Esta obra ha sido removida por agenda de programación y sustituida por "Los rayos y el triángulo", 2016. de la misma artista. (Acrílico sobre tela calada, 62,5 x 57 cm.) 

 

Fernanda Laguna – (Ciudad de Buenos Aires, 1972) Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

 

La figura de Fernanda Laguna puede visualizarse a través de la dimensión vincular, afectiva y estéticamente incisiva del campo artístico argentino de las últimas dos décadas. Excediendo los campos de las artes visuales y la literatura, su producción opera experimentalmente entre diversas disciplinas (pintura, dibujo, objeto, poesía, novela, performance, curaduría, música), enmarcadas casi siempre en políticas de gestión cultural descentralizadoras y colectivas y en el activismo feminista. Paradigmáticas del arte contemporáneo en el siglo XXI, estas prácticas tienen su anclaje en proyectos relacionales y situados, impulsados por la artista desde hace un tiempo y hasta la actualidad, como Belleza y Felicidad Fiorito (desde 2003), Ni Una Menos (desde 2015), el archivo-vivo Mareadas en la marea: diario íntimo de una revolución feminista (gestado y curado desde 2017 junto con Cecilia Palmeiro), el Comedor Gourmet dentro de la Villa Fiorito (desde 2018) y locales como El universo (desde 2017) y Para vos… Norma mía (desde 2020).

Su sensibilidad contemporánea pone en jaque la experiencia del arte, manifestando que la fluencia de los afectos y la representación narrativa y militante del deseo son dos de los principales rasgos de la politización cultural del presente.

Quemada! es una pintura oriunda de 2001, el mismo año en el que cofundó el icónico espacio Belleza y Felicidad, emplazado en la crisis social y económica que impulsó el arranque radical del siglo XXI. Es una pieza que formula muchas de las características que podemos divisar en su obra posterior, asociada historiográficamente también a la dimensión trash del arte de Buenos Aires. Una categoría que, en palabras de Inés Katzenstein, implicó modos de asumir una sensibilidad de la pobreza y de la sobreinformación. Laguna produce imágenes que devienen en objetos amorfos y literariamente románticos, que no negocian con parámetros de calidad formal, fácilmente asociadas con lo artesanal y lo popular. Son manifiestos de su gusto, su desparpajo e ironía, y de su proximidad hacia lo que socialmente se considera como banal. Con su materialidad (aerosol y birome sobre tela quemada, además de acrílico) cercana a las tácticas callejeras revolucionarias de la marea feminista, Quemada! rememora el fervor de los primeros 2000 tensionando hacia el presente. Su fluorescencia se vuelve trascendental para esta etapa atravesada por el deseo de transformar los modos de pensar, gestionar y producir desde y más allá del arte.


La pintura Gaviotas pertenece a la serie Formas negras parecidas a algo, que a partir de 2009 es llevada a cabo como un proyecto abierto y en proceso. En él revisita y combina a su manera tradiciones de la pintura moderna: la exploración de un lenguaje abstracto lindante entre las formas geométricas y las orgánicas, y las sustracciones o calados en la superficie, que añaden sorpresivos encuentros gráficos, materiales y cromáticos. La explícita referencia animal del título la encontramos en otra parte: su libro Me encantaría que gustes de mí comienza con una escena donde las gaviotas son las protagonistas: “En la playa veo volar a las gaviotas haciendo círculos sobre mi cabeza”.1 En las pinturas, las simbiosis entre lo humano y lo no humano, próximas a la extrañeza surrealista, devienen en esas negras formas viscosas de miembros multiplicados como raíces adventicias o tentáculos. A su vez, a la luz de esta cita, la obra da cuenta de la simbiosis existente entre pintura, escritura y otras prácticas que la artista utiliza.


Por Nancy Rojas
  1. Dalia Rosetti, Me encantaría que gustes de mí, Buenos Aires, Mansalva, 2005, p. 9.