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HOLOBIONTE

La noción de “individuo biológico” es crucial en los estudios de genética, inmunología, desarrollo evolutivo, anatomía y fisiología. Cada una de esas subdisciplinas biológicas tiene una concepción específica de individualidad, que ha oficiado históricamente como marco para integrar la nueva información adquirida. A partir del siglo XXI, el análisis del ácido nucleico, especialmente el secuenciamiento genómico y las técnicas de alto rendimiento de ARN, ha desafiado los límites de esas definiciones disciplinarias al encontrar interacciones significativas entre animales y plantas con microorganismos simbióticos. Los animales no pueden ser considerados individuos mediante criterios anatómicos o fisiológicos porque una diversidad de simbiontes son esenciales no sólo para completar procesos metabólicos y otras funciones fisiológicas, y para la formación del sistema inmune, sino que el propio desarrollo animal no puede explicarse sin su presencia. Los simbiontes también constituyen un segundo modo de herencia genética, proveyendo a la selección natural variaciones genéticas selectivas. Reconocer al “holobionte” (la eucariota multicelular más sus colonias de persistentes simbiontes) como una unidad críticamente importante en las subdisciplinas biológicas abre nuevas vías investigativas y desafía conceptualmente los modos en que ellas han caracterizados hasta ahora a las entidades vivientes (Scott Gilbert).

Flavia Da Rin

Espíritu de baya, 2018
Lápiz, lapicera y esmalte de uñas sobre imagen impresa, 50 x 32 cm

Flavia Da Rin – (Ciudad de Buenos Aires, 1978) Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

 

¿Quién quisiera ser? ¿En qué me puedo convertir? ¿Quiénes están allí dentro de mí, conformándome? ¿Existe, en último término, algo así como un verdadero yo?: con estas preguntas se presentaba la retrospectiva de Flavia Da Rin en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires (2019). A partir del año 2000, cuando las simulaciones virtuales empezaban a incidir definitivamente en las maneras de pensar la identidad y las formas de presentación de uno mismo, Da Rin desarrolla una multifacética galería de chicas fusionando digitalmente su autorretrato con las apropiaciones imaginarias más diversas, como la característica serie con los ojos gigantes del animé.

Entre las múltiples transfiguraciones del propio ser (self) en otredades, no es común que la artista acuda a simbiosis con seres no humanos. Por esa razón destaca la serie Espíritus realizada durante 2018, una de cuyas piezas exhibimos aquí. En este conjunto de imágenes desaparece el rostro humano y una secuencia de cabelleras (trenzas, rodetes, mechones enrulados, lacios flequillos) se mimetizan con seres y entidades del aire y del agua, deviniendo helecho, cactus, anémona, orquídea, coral, medusa, caracola...

La palabra “espíritus”, sobre todo en plural, es un término característico del pensamiento animista, desarrollado en las culturas indígenas no formateadas por la separación moderna entre el yo y todo el resto desalmado, y en cuyas expresiones artísticas puede apreciarse todo tipo de metamorfosis entre humanidades y animales. En la cultura dominante, fue sobre todo el movimiento surrealista el que resistió a esa separación utilitaria reanimando el mundo de las cosas que nos rodean. No obstante, los Espíritus de Da Rin, que trasuntan el suave colorido del dibujo a lápiz, parecen alejarse de ese espíritu unheimlich: fusionando el primor de una peluquería de niñas y de arreglos de bouquet de mesa, parecen rescatar –con un acento entre complaciente y delicadamente irónico– aquellas composiciones “menores” que la historia del arte asignó a la pintura decorativa de mujeres. 


Por Jimena Ferreiro - Valeria González
Andrés Piña

#003 de la serie El fin de la vida es como el principio de la misma, 2012
Corazón de cabra, cal, hidrogel, plantas varias, vidrio, poliestireno de alto impacto, disipador eléctrico, 30 x 35 x 30 cm

Andrés Piña – (Pcia. de Mendoza, 1992). Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

 

El interés por la vida, la muerte y el tiempo a través de la materia permea el cuerpo de obra de Andrés Piña, quien, de manera tácita, da continuidad a las exploraciones emprendidas por artistas del CAyC al incorporar organismos no humanos en sus creaciones. En su quehacer, se desvela una indagación por los límites tanto físicos como sociales de lo orgánico, desde perspectivas humanas y no humanas. En algunos de sus trabajos, la sangre, el sudor, la saliva, la piel y las lágrimas ocupan lugares centrales de cuestionamientos en torno a lo socialmente aceptable y a los sistemas de creencias; en su abordaje, Piña busca fracturar los supuestos físicos y simbólicos que condicionan el flujo y la mirada sobre estas materias, y las reposiciona en contextos de observación cruda y osada. Es así como la saliva fría, el vino y otros fluidos se vuelven moneda de cambio en la performance Sed de saliva, o el sudor se convierte en una sustancia tintórea obtenida bajo condiciones extremas en el proyecto Tu remera mi sudario.

La obra #003, de la serie El fin de la vida como el principio de la misma, forma parte de estas búsquedas. Bajo el resguardo de una vitrina de cristal con temperatura controlada, una planta brota del pálido corazón de una cabra. Si bien nacer y morir son parte del ouroboros constitutivo de este mundo, al seccionar el proceso se generan efectos tanto pedagógicos como estremecedores. En su ensayo "El narrador", Walter Benjamin cuenta cómo el declive de la figura del narrador está relacionado con el ocultamiento de los procesos de muerte. Cuando el hospital desplazó al hogar como el sitio idóneo para morir, se truncó una posibilidad ritual que le daría continuidad al relato de vida. Con la exposición pública de un corazón animal en proceso de descomposición como soporte y vehículo de una nueva vida, Andrés Piña lleva al centro de la discusión la importancia del relato de nuestra finitud e interdependencia desde una visceralidad literal, recordándonos que es en la frágil mutabilidad donde se aloja el gesto poético que sostiene el dinamismo de la existencia.


Por Tania Puente García
Sofía Bohtlingk

Sin título, 2020
Tinta sobre papel, 42 x 30 cm
Copia de exhibición


Sofía Bohtlingk - (Ciudad de Buenos Aires, 1976) Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

 

El trabajo de Sofía Bohtlingk se caracteriza por hacer pinturas scanner. Pinceladas imperturbables y constantes en líneas rectas que se persiguen de borde a borde del gran lienzo y adquieren la precisión gráfica de un sensor. Una suerte de electrocardiograma sensible de la pura materialidad del medio: tela, pintura y cuerpo.  

Maria Lind afirma que si bien el arte no debería actuar como herramienta de futurología, sí puede pensarse como sismógrafo que anticipa cierto humor en relación a la condición del entorno y los humanos. En esta dirección interpreto Sin título (Quiero hablar menos– título posterior de la obra), una tinta cuyo lenguaje figurativo y pequeña escala escapan a la producción habitual de esta artista.

Una figura humanoide, pocas veces transitada en las obras de Bohtlingk, está suspendida sobre un fondo imparcial. Piernas cruzadas, mirada apacible, una mano deviene hoja de planta carnívora. En esta mutación es difícil encontrar una dirección: de humana a planta, o de planta a humana. Un detalle le da épica al dibujo: un punto entre manchita descuidada, mosquito fuera de foco o semilla se encuentra en el trayecto intermedio entre la mano humana y la mano planta. La incógnita es quién se va a quedar con el puntito. Nadie. 

En la criatura los pelos flotan, prueba que atestiguaría en un juicio al dibujo que un viento los remonta. Viento al que si le ponemos play desplazaría también a ese punto-semilla hacia la derecha del papel, mientras que se escurre entre las manos de ambos reinos.

Es imposible no reparar que esta obra fue realizada durante 2020, en el período de la primera cuarentena en Argentina. En una coreografía mundial donde el cuerpo se llenó de pausas, clausuras y muerte. Un virus ínfimo y mutante, irreconocible como el punto del dibujo, se esparció a velocidades huracanadas, nos detuvo y desarticuló nuestras concepciones crononormadas. 

Terrícolas de todas las especies nos vemos afectados. La falsa conciencia de una naturaleza escindida de los cuerpos para justificar la explotación de recursos y la promesa de un futuro de progresos nos hizo pensar que el tiempo está en nuestras manos. Mientras, las semillas se siguen esparciendo solas y los pelos quedan suspendidos al viento.


Por Osías Yanov
Romina Orazi

Mundos sobre rastros, todos somos líquenes, 2021
Escultura modelada en cemento, líquenes, helechos, claveles del aire y tierra, 150 x 80 x 100 cm.

 

Colaboración: Renato Andrés García, Nahuel Martinez, Leandro Pimentel y Constanza Álvarez Chardon

Romina Orazi – (Pcia. de Chubut, 1972) Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires. 

 

Orazi es ante todo una artista jardinera. En sus proyectos se destacan las instancias relacionales (el armado de una huerta comunitaria en la villa Rodrigo Bueno, por ejemplo), la creación de refugios y otros dispositivos de cuidado, y las situaciones de copia. Los “gajos” (esquejes) muestran que el copiado es un conocimiento vegetal; esta artista jardinera entiende que es también la matriz que garantiza el crecimiento de la creatividad humana, aunque la “originalidad” y el copyright dominen el campo de privatización de los saberes comunes. Orazi replica pinturas emblemáticas del siglo XIX, pero en las que aquella épica de conquista de la Pampa agroexportadora se ubica ahora en paisajes deteriorados por el extractivismo sojero (inundaciones).

En su pieza Mundos sobre rastros, todos somos líquenes (2021), Orazi crea una escultura en estado de ruina, que es a su vez hogar de líquenes, musgo, moho, helecho. Los seres que crecen sobre las ruinas de una civilización no son anodinos.

La figura femenina en escala real está en cuclillas: pose que puede evocar a una mujer esperando el propio parto y que es común también en momentos de trabajo jardinero. Sus manos unidas, que pueden simbolizar a una partera preparada para recibir una nueva vida,  forman un cuenco que contiene compost y un helecho. La tradicional vinculación imaginaria entre mujer y tierra fértil es trascendida por la presencia real de estos cuerpos: sin metáforas, los helechos son llamados “fósiles vivientes” por su inconcebible antigüedad y resiliencia a los cambios y eventos catastróficos del planeta, así como, en el compost, los microorganismos descomponedores son los actantes concretos de transformación de la muerte (desechos orgánicos, necromasa) en vida (nutrientes, energía).

En esta escultura, los líquenes habitan por doquier. Estos seres son capaces de crecer en ambientes estériles y extremos que resultan imposibles para otros organismos. Suelen ser pioneros sobre nuevos sustratos, como las coladas de lava, las rocas descubiertas por un glaciar, o las estructuras manufacturadas como las rocas, el cemento, el vidrio o la pintura. Las ciudades, monumentos o edificios en los cuales no intervenga de modo constante la limpieza humana pueden llegar a albergar una gran diversidad de líquenes; entre éstos, los cementerios son espacios con poblaciones de líquenes notables. 

Los líquenes son organismos formados por una simbiosis, entre al menos un hongo (micobionte) y un alga (fotobionte), en la cual se genera una morfología y una fisiología únicas, que sus componentes por separado no presentan. Dentro de esta simbiosis, el alga se encarga de realizar la fotosíntesis compartiendo los hidratos de carbono con el hongo, mientras que este último se encarga de la protección del alga y la obtención de agua y nutrientes. La simbiosis no es un fenómeno biológico particular, sino que designa la dinámica esencial de toda forma de vida. “Todos somos líquenes”: esta frase de Scott Gilbert significa que de la cooperación con simbiontes depende desde la vida de una simple célula (mitocondrias y otras organelas) hasta la conocida “flora” intestinal, colonia amiga de bacterias que ayudan a cuerpos humanos y otros mamíferos en sus procesos de absorción de nutrientes.


Por Pablo Méndez
Malena Pizani

Musgo y caracolas de la serie Música para las sombras, 2010
Fotografía color, toma directa, 74 x 50 cm
Edición 1/3 + 1 P.A.

Malena Pizani (Caracas, Venezuela, 1975). Vive y trabaja en ciudad de Buenos Aires.

 

Malena Pizani nació en Caracas, Venezuela, y desde 1994 está radicada en Buenos Aires. Las dos fotografías aquí reunidas pertenecen a las series Música para las sombras (2010) y Lo semejante produce lo semejante (2015), aunque es muy cierto que se llevan bien entre sí. El tamaño es generoso, pero de todas maneras esforzamos la vista para distinguir diferencias al interior de cada una de ellas. Negro y pesado es el fondo que no deja dudas de dónde debemos mirar. Probablemente en la memoria estas dos fotos más que confundirse se superpongan. Se trata de efectos de la perturbación a la que nos empujan, con delicadeza, insensiblemente. En ambas imágenes topamos con el revés de lo que suele llamar la atención. No es el rostro, es la nuca; no es el mar, son algas y caracoles (¿también una prenda?). Y el revés tiende a ser homogéneo, al punto de que la luz y sus reflejos apenas alcanzan a otorgarles un relieve repetido, que no admite prácticamente novedades. ¿O es que éstas permanecen obturadas por los límites de nuestra mirada? Me permito un salto, dos: en uno de los libros principales del siglo XX, Tristes trópicos, Claude Lévi-Strauss diagnostica que “la humanidad se instala en el monocultivo; se dispone a producir civilización en masa, como la remolacha.” En el inicio de la tercera década del siglo XXI, la aseveración se nos ocurre evidente. Sin embargo, fue escrita entre 1954 y 1955, cuando el mundo estaba cerca de entrar en una nueva fase de entusiasmos, desbrozando caminos emancipatorios. Con sombras que retrocederían y semejanzas interrumpidas de una vez y para siempre. El historiador Carlo Ginzburg ya a mediados de la década de los ochenta, y para conjurar la impresión –digámoslo con lengua rioplatense– de que “todo es igual/siempre igual, todo lo mismo”, llama a rescatar la “intuición baja”, un “paradigma indiciario” que permita dar con detalles del pasado y del mundo, para desde ahí remontar a sentidos mayores que nunca están cerrados por completo. Las fotografías de Malena Pizani nos colocan ante esta indecisión, ante la pregunta de cómo situarnos frente a ella.


Por Javier Trímboli
Mónica Giron

De frente – tierras de la Patagonia, 1995
4 guantes. Tierras y aglutinantes, madera y acrílico cristal, 24 x 24 x 14 cm cada uno

Mónica Giron – (Pcia. de Río Negro, 1959) Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

 

La pieza de 1995 que se exhibe en esta sala testimonia el trabajo de Mónica Giron como un antecedente y referente importante de las actuales preocupaciones ecológicas y políticas del arte contemporáneo argentino frente a la crisis del Antropoceno. La artista constantemente pone en evidencia actantes no humanos que configuran nuestra forma de habitar un territorio específico y nuestra comprensión del planeta. Si bien Giron realizó desde joven grandes desplazamientos geográficos, esencialmente para formarse, su producción se enmarcó siempre en ejes específicos que remiten a su paisaje natal patagónico.

Tierras de la Patagonia presenta un muestreo de tierras de diferentes proveniencias (desde la cordillera al Atlántico) modeladas en forma de guantes. La relación mano-tierra, en sentido antropomorfo, va desde la actividad agrícola hasta el aspecto más primario o infantil de tocar la tierra con las manos. Así como la forma modelada es específica, lo es también su materia: tierras singulares de distintas altitudes, singulares en sus componentes (tierras, piedras, rocas, polvos, caracolas, porcelanas, etc.) y asimismo en las capas históricas y relacionales que esas tierras guardan en su memoria.

Palimpsestos de tierra que conservan, como escrituras sucesivas, rastros de poblaciones, asentamientos, emprendimientos, transformaciones, desterritorializaciones… Las manos pueden aludir a quienes han poseído la tierra, remitiendo a la propiedad privada y las colonizaciones como apropiaciones en conflicto con las identidades que traman la ecología particular de un territorio; quizás en su nuevo modelado haya en Giron un gesto de recomposición, de reescritura de los vínculos con sus tierras oriundas, una atención a la manifestación de las tierras de las singularidades afectivas que las constituyen.

En este sentido emerge la lectura quizás más poética de la pieza: serían las manos de las tierras de la Patagonia, que se levantan enunciando su multiplicidad de acontecimientos, temporalidades y relaciones, para mostrarnos que los surcos en la tierra no difieren de los de las palmas de las manos, que del mismo modo están abiertas a recibir, portando en sus líneas historias cifradas para (aprender a) leer. 

En diálogo directo con Trabajadora de Toto Dirty, las manos nos plantean un vínculo que tendremos que volver a cultivar con el suelo, donde no prime la pura noción extractivista de “recurso”, ya que la fertilidad no es un componente dado de la tierra, sino (como diría Maria Puig de la Bellacasa) una relación de cuidados, afectos y responsabilidades mutuas entre humanos y suelos.


Por Pablo Méndez
Claudia Fontes

FOREIGNERS #02, 2014
Porcelana, 15 x 23 x 8 cm

Claudia Fontes – (Ciudad de Buenos Aires, 1964) Vive y trabaja en Brighton, Inglaterra. 

 

Ya desde su primera formación como artista, Fontes manifestó interés por profundizar en el conocimiento del campo, cursando asimismo la carrera universitaria en Historia del Arte. Este perfil, a inicios de los 90, sintonizaba mejor con el Taller de Barracas (donde resultó seleccionada) que con el estilo adjudicado al “arte argentino de los 90” que estaba conformándose en torno al Centro Cultural Rojas. Sus primeras esculturas tenían que ver con narrativas suspendidas en el punto de un desenlace trágico. Paradigmática resulta la leve e insistente gota de agua que cae sobre una almohada de jabón, cuya perfecta y sólida talla es lenta pero dramáticamente erosionada en su centro (Julieta Capuleto, 1995). Releyendo sus primeros pasos, podemos afirmar que ya había en la artista una conciencia de catástrofe, no en términos de una épica humana sino en el modo de la invisible pero inexorable presencia de los hacedores no humanos del mundo. Una intuición posthumanista aparece ya en Plan de invasión a Holanda (durante su residencia en la Rijksakademie, 1996-97), una confabulación decolonial que llevó a cabo con Lotty en relación a tres figuras: un ombú, un señuelo para perros y un bote. En paralelo, Fontes participó siempre de proyectos colaborativos. Antes de mudarse al Reino Unido en 2002, potenció su conexión europea en la plataforma TRAMA, que resultó fundamental en ámbito local sobretodo en el contexto de la crisis de fines de los 90. 

En la última década, su perspectiva crítica hacia el antropocentrismo y el colonialismo extractivista (El problema del caballo, 57° Bienal de Venecia), así como la orientación del hacer artístico en cooperación con seres no humanos –una perra adiestradora (Training, (d)OCUMENTA 13) o gaviotas talladoras (El pájaro Lento, 33ª Bienal de San Pablo)– se vuelven centrales y cobran visibilidad internacional.

Foreigners es una serie de pequeñas figuras de porcelana de una veintena de centímetros de alto. Hechas con un material de apariencia extrañamente porosa y compacta, las figuritas antropomórficas se entregan a un juego de hibridación que incita a trastocar el lugar común de la construcción opositiva de una figura y un fondo. Del tamaño de una mano humana, ajenas a toda posible sublimidad distanciadora, las estatuillas son una evocación del tacto. Casi como una parodia de los retratos de Elizabeth I con su mano dominatriz posada sobre el globo terráqueo, Foreigners es el recuerdo de una experiencia otra del tocar, la de entrar en contacto sin representación posible, para tras-tocar toda experiencia del afuera y del adentro: porque tocar es siempre también tocarse, constituirse en el tocar, ellas son la pura exterioridad de la que está hecha cualquier cosa que se quiera interior, el intersticio irrepresentable abierto en la contigüidad de lo existente. Un fuera de lugar (un foris), un bosque (forest), un extranjero (foreigner) del que hacemos experiencia en el contacto, porque todo es inmigrante, porque todo es xenos respecto de sí mismo. Tocar es migrar en la porosidad de una dispersión de límites que no admite fronteras. Es precisamente por ello que estas extrañas figuritas nos ofrecen también una lectura política, una apropiación insurrecta del uso despectivo de la palabra “foreigner” en el Reino Unido de Inglaterra: pues asumen la anfibología política del huésped, pues son a la vez hospes y hostis, el cobijado y el que cobija, el extranjero bienvenido y el anfitrión hostil. El umbral de aparición de las criaturas que es siempre también y simultáneamente su desaparición en la persona, el árbol, los hongos o las piedras. Una gran cadena del ser que, no obstante, desafía toda jerarquía. Como una foresta, los foráneos proliferan en una comunidad de crecimiento en constante ampliación que es inversa a la lógica inmunitaria de incluir para excluir. Ni taxonomías jerárquicas ni fronteras definidas, una membrana de pasaje para la materia que elige. Las dos figuritas de la serie que forman parte de esta muestra, ofrecidas a un tacto imposible, invitan también a la dispersión de la mirada, que puede recorrerlas en cualquier dirección y desviarse así hacia seres deformes en el encuentro inesperado entre cosas inesperadas. Un ejercicio de la mirada sin ojos, sin perspectiva ni cálculo, como el que ellas mismas parecen llevar a cabo con sus cuerpos bípedos sin rostro al clavar su inorgánica atención sobre el montículo y el charco de piedra a sus pies. Bienvenidxs a la otredad que somos.


Por Colectiva Materia
Sabrina Merayo Núñez

Tree Bacteria, 2018/2021
Técnica mixta, cultivo de bacterias, 40 x 30 x 40 cm

 

Realización: Mariana Lombard

Sabrina Merayo Núñez – (Pcia. de Tierra del Fuego, 1980) Vive y trabaja en Nueva York, EE.UU.

 

Sabrina Merayo Nuñez comienza indagando la vida de la madera en viejos muebles y objetos de fabricación y usos humanos. Sus primeros montajes semejaban una mezcla singular de laboratorio de análisis (despiece) científico y alquímico, y un cruce entre composición artística y museo etnográfico. ¿Qué memorias acarrea el cuerpo de la madera en su encrucijada de encuentro con actantes humanos? Esta indagación vira posteriormente hacia el crecimiento y transformación de los árboles. Hipótesis 3: naturaleza y alquimia, es un proyecto de investigación científico-estético que focaliza sobre los puntos en común entre las cadenas de ADN de los árboles y de los humanos. 

A este proyecto pertenece la pieza Cría de bacterias. Las bacterias del ambiente son microorganismos omnipresentes en todos los sistemas ecológicos y tienen un papel muy importante en los ecosistemas: la degradación de la materia orgánica a moléculas simples que vuelven a ingresar al ciclo de la materia y de la energía. Desde un punto de vista antropocéntrico, el trabajo de las bacterias tiene una connotación negativa que entiende la degradación sólo en términos de desaparición y muerte. Quizás estos sentimientos provienen del hecho de que existen bacterias patógenas que causan enfermedades. Sin embargo, las bacterias que crecen en el ambiente son responsables de permitir que la vida aflore nuevamente, al poner en disponibilidad los nutrientes necesarios para los otros organismos. 

Particularmente, algunas bacterias presentes en los troncos constituyen un microbioma que ayuda a los árboles a fijar el nitrógeno molecular atmosférico, un recurso esencial para su crecimiento que de otro modo no podrían lograr. Debido a que los organismos vegetales no pueden desplazarse, y a que algunos viven en ambientes pobres en nutrientes, los árboles son especialmente dependientes de la vinculación con microorganismos que les ayudan a obtener recursos. También existen otras bacterias en los troncos que pueden transformar la materia orgánica circundante a los árboles, brindándoles nutrientes esenciales, un proceso exógeno clave en el ciclo de la vida. Las distintas bacterias y los árboles conforman un holobionte, una entidad simbiótica formada por la asociación cooperativa de organismos de especies diferentes, conformando unidades ecológicas distintivas. Imposibilitados de percibir la continuidad de la vida más allá de sí mismos y de sus intereses, los humanos ven los árboles que mueren como puro desecho, cuando lo que llamamos madera muerta, junto a sus microorganismos, son componentes cruciales en la estructura y funcionamiento de los ecosistemas. 

En su obra, Merayo Núñez intenta transmitir la maravilla del submundo microscópico que albergan los troncos, mediante la cría de bacterias confinadas en un microhábitat, donde se puede apreciar la conformación de sus colonias que van virando de color a medida que se desarrollan. La artista intenta replantear la mirada del observador, reflexionar sobre la percepción humana de este micromundo, mostrando que aquello que para muchos significa sólo degradación pueda ser admirado como nueva vida.


Por Marcela Castelo
Marcela Astorga

Sin título, 2005
Máquina de tejer, cerdas de caballo, 130 x 15 x 60 cm

Marcela Astorga – (Pcia. de Mendoza, 1965). Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

 

Marcela Astorga insiste con la palabra piel. En sus obras se reitera el uso de escombros, ambientes derruidos atravesados por la luz, planos cenitales de casas, cinturones y cuero animal. Distintos modos de medir la extensión de habitar o dinamitar nuestros límites corporales y espaciales. 

Los retazos de cuero y pelo que utiliza para sus artefactos pueden inscribirse como una propuesta en torsión a nuestra historia reciente de los oficios de curtiembre fabricados por los “hombres de campo”. Fundas de facón de gaucho, sandalias autóctonas, el bombo legüero de Mercedes Sosa, camperas de piel natural a precio dólar en la peatonal Florida son parte de la epidermis histórica del cuero en Argentina, donde se combinan identidades, música, violencia, abuso animal y humano. En la obra que presenta Astorga (binomio de crin de caballo con máquina automática de coser) confluyen décadas de explotación. El pelo que chorrea no configura ningún patrón de tejido, el aparato parece haber triturado una cabeza.

La emancipación económica de las mujeres en Argentina tiene un objeto fundante: la máquina de coser y la de tejer. A partir de 1949 se dan programas de créditos impulsados por la Fundación Evita y el Partido Peronista Femenino (PPF) que introducen la posibilidad de una incipiente salida laboral. Poco a poco, la mano de obra de las mujeres va constituyendo un orden semi-fabril, con imaginario de ascenso social y autonomía, pero que al mismo tiempo retenía las labores al ámbito del hogar. Mientras se consolidaba el voto femenino, se fomentaba el trabajo textil como modelo de independencia, pero con la condición de que el “ángel tutelar de la casa” no abandone las funciones del hogar, creando así un doble presidio.

El modelo patriarcal se repetía en el campo: la Sociedad Rural Argentina, frente a la implementación del Estatuto del Peón, que otorgaría mínimos derechos a los trabajadores rurales, argumentaba que algo así “sembraría el germen del desorden social”, ya que las relaciones laborales en "el campo" no debían regirse por el derecho laboral, sino por normas similares a las que tiene "un padre con sus hijos". En esos campos trabajados por peones sin derechos se iba generando el mismo fenómeno de automatización que en la manufactura textil. Aparejado a esto, la población equina se reducía; los caballos de tiro comenzaban a ser completamente reemplazados por autos, motos y maquinaria agrícola.

En este artefacto Sin título de Astorga se da un fenómeno en dos tiempos: las relaciones contextuales que se generaron a partir de los años 50, cuando se popularizó la maquinaria hogareña de coser, y la concepción contemporánea de un posthumanismo cyborg. El aparato con pelos genera una relación simbiótica entre fuerza de trabajo equina y maquinaria, un nuevo ser ruinoso que no necesita de un operario humano para agenciarse como organismo cibernético.

Los sistemas dominantes de opresión se siguen ejecutando, tanto en la máquina sobre lo biótico como en la tracción a sangre impuesta al cuerpo de la mujer trabajadora, al peón y al animal. Al mismo tiempo que se proponen novedosas formas de tecnologías aplicadas al trabajo, se mantienen fijos los modos y espacios de confinamiento: hogar, salario precario, familia, consumo y tranquera.


Por Osías Yanov
Tomás Espina

De la noche a la mañana (boceto 3), 2018
Grafito sobre papel, 29,5 x 21 cm

Tomás Espina – (Ciudad de Buenos Aires, 1975). Vive y trabaja entre Unquillo, Córdoba y la Ciudad de Buenos Aires.

 

Como una apropiación decolonial y desviada de la historia del arte, los bocetos de Tomás Espina (exhibidos en conjunto en la sala Simbiontes) muestran un aquelarre de interacciones y devenires mutantes zoo-antropomorfos. Las escenas recuerdan por momentos al famoso “planeta Porno” imaginado por el japonés Yasutaka Tsutsui, aquella ficción científica que describe un mundo donde todos sus habitantes, tanto animales como vegetales, han evolucionado hacia formas y comportamientos que nuestra moral considera obscenos.

Dentro del conjunto, merece una mención especial la radialización de la experiencia corpórea en clave femenina. Tomás Espina nos regala una doncella autopoiética que produce mujeres por un proceso de fisión, como sucede con los mecanismos de reproducción celular. Vemos allí a una mujer radial, adulta, de la que devienen otras, también adultas, algunas de ellas se multiplican a su vez. Son mujeres que brotan del cuerpo de una primera, que se encuentra en el centro. Mujer de la que se centrifugan amorosamente otras. De las manos de las recién nacidas emergen nuevas mujeres. Fuimos y somos mujeres porque antes hubo otras, y antes estuvo Gaia, la madre primigenia. Quizás esta corporeidad, singular y múltiple, es una diosa de alguna de nuestras diversas mitologías terrestres, quizás es una deriva evolutiva del planeta que imaginó Tsutsui. Sin dudas se trata de un giro respecto del mito de Atenea, que surgió de la cabeza de Zeus, o del mito de Eva, creada a partir de la costilla de Adán. Aquí el espacio se puebla de mujeres que devienen no de una parte masculina, sino de una mujer entera.


Por Carina Balladares
Cultura Chancay

El árbol de la vida, Chancay, Perú, Período Intermedio Tardío (900 - 1476 d.C.)
Composición con diversos elementos sobre soporte de elementos vegetales, 97 x 86 x 86 cm

Cultura ChancayEl árbol de la vida, Período Intermedio Tardío (900-1476 d.C.), Textil tridimensional sobre soporte de elementos vegetales, 97 x 86 x 86 cm

 

La civilización Chancay tuvo lugar en los valles y costa de la zona central de Perú, a partir de 1200, decayendo en el siglo XV con el avance del Imperio Inca. Tomando los patrones clásicos de evolución cultural, podemos decir que llegó a ser una sociedad estratificada, con desarrollo urbano y jerarquización constructiva de arquitectura religiosa y política, y con una economía agraria con avances técnicos hídricos y amplio despliegue del comercio.

La pieza exhibida es un textil tridimensional o escultórico en el que un árbol es constituido a partir de materialidades de su propio reino (fibras y tintes vegetales). Se trata de un objeto ritual, de funcionalidad simbólica, muy probablemente funerario. En la colección del Museo Nacional de Bellas Artes está nombrado como El árbol de la vida. Se trata de un mitema ampliamente extendido: en diversas épocas y culturas la figura del árbol es asociada tanto a la continuidad del ciclo de la vida (muerte y renacimiento) como al eje de conexión entre la tierra y el cielo: las raíces comunican con el inframundo o el pasado, el tronco con la vida actual y su copa y frutos con la elevación o transmutación en nuevos seres. Por otra parte, los procedimientos textiles tienen en muchas culturas originarias también sentidos que trascienden las funciones de uso: el tejido se vincula al tramado de historias en un soporte material que garantiza su memoria y transmisión.

Sea cual fuere la específica interpretación etnográfica de este objeto, colocado en el eje central por donde se accede a esta sala, confiamos a este árbol la función de acogernos en bienvenida y de oficiar de clave de las restantes obras expuestas, a través de su potencial fabulatorio especulativo. Humanos y no humanos enredados en la misma trama de vida y muerte, de supervivencia, de cuidado mutuo y de relevo. Y también de traspaso de historias-tejido que permitan, como estos frutos y como querría Donna Haraway, contar otras historias.


Por Florencia Kusch - Valeria González
Nicanor Aráoz

Sin título, 2011
Cuero de cabra y yeso, 80 x 27 x 20 cm

Nicanor Aráoz – (Ciudad de Buenos Aires, 1981). Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires

 

El trabajo de Nicanor Aráoz se sitúa entre la metamorfosis y una metafísica fortalecida por la población de elementos y referencias que el artista encuentra en la ciencia ficción, el arte gótico, el animé, el videojuego, la poesía existencial, las estéticas de monstruos, la criminología y la sexualidad, entre otras. Su producción se conforma de objetos, instalaciones, dibujos y esculturas que elabora a partir de procedimientos que acentúan la sensibilidad onírica y ominosa, para dar lugar a ámbitos fabulescos centrados en un argumento narrativo específico.

Sin título formó parte de la muestra titulada ¡Chango! La cabra me ha mordido un meñique, que tuvo lugar en la galería Alberto Sendrós en 2011. En aquella oportunidad, el artista presentó cuatro piezas inspiradas en el cuento La debutante, de Leonora Carrington, en quien reconoce al surrealismo no sólo como una modalidad estética sino también como una posición, una forma de vida. Entre el humor negro y un imaginario emplazado en el antropomorfismo, este cuento le permitió indagar en aquellas incoherencias o sutilezas lúdicas que forman parte de la vida cotidiana. En una entrevista cuenta la anécdota con la que se originó esta obra: “Estando en Amaicha fuimos a un criadero de cabras, donde había una visita guiada. El guía lo primero que hizo fue hablar y saludar a las cabras. (...) Muy divertido, les puso su dedo para que las cabras se lo chupen. (...) Fuimos a una jaula de cabras bebés, me acerqué a una y me mordió el dedo, me lastimó y quedé frío”.1

Nicanor Aráoz crea un objeto de consistencia surrealista hecho con cuero de cabra, de la que emerge la figura de un dedo realizada con yeso pintado. Una suerte de registro zoomorfo que se sitúa en la extrañeza antes que en el dramatismo, en el humor antes que en el horror. Pero, sobre todo, es una obra que envía a las fugas posthumanistas del pensamiento contemporáneo. Aquellas que sueñan con un mundo de dispositivos vivientes, afectivos, pactadas en nuevas relaciones entre seres humanos y animales. Un mundo cuyo horizonte parecen ser las llamadas prácticas antropo-zoo-genéticas. Esas que, según la filósofa Vinciane Despret, generan “nuevas formas de comportamiento y nuevas entidades”.2


Por Nancy Rojas
  1. Nicanor Aráoz en Dany Barreto, “Hablemos de langostas. Entrevista a Nicanor Aráoz”, Sauna, revista de arte, año 2, núm. 13, 2011. Disponible en: http://www.revistasauna.com.ar/02_13/02.html 
  2. Vinciane Despret, Our Emotional Makeup: Ethnopsychology and Selfhood, Nueva York, Other Press, 2004, p. 122.
Donjo León

Océano de pared 2, 2014/2021
Cristal de cloruro de sodio y sulfato de cobre sobre guante, 82 x 25 x 25 cm

Donjo León – (Ciudad de Buenos Aires, 1982). Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

 

Al mirar con atención el universo de formas, colores y texturas que se despliega en las obras de Donjo León, emerge un modo de hacer colaborativo que va más allá de los límites humanos y celebra los ciclos de transformación llevados a cabo por hongos, bacterias, esporas, microorganismos y otros procesos químicos. Así como Fermín Eguía burla y miniaturiza –con ayuda de seres marinos– la famosa pintura melancólica de la Isla de los muertos, los fenómenos de descomposición que León exhibe como obras de arte efímeras le restan centralidad al relato dramático de la finitud humana. En continuidad con algunas propuestas de artistas del CAyC, pioneras en la incorporación de agentes no humanos, las obras de León son mirillas que nos permiten admirar otros reinos, cuyos crecimientos aterciopelados y expansivos nos vinculan como parte de un todo cuyo desarrollo sobrepasa los hábitos y relatos de un mundo aún pobremente humano. 

Donjo León dispone de lo que tiene a mano para crear sus laboratorios miniatura, con un guiño hacia lo doméstico y lo cercano. Es así como bombillas de luz y frascos de vidrio se convierten en souvenirs de cristal que dan hogar a colonias de microorganismos activas y cambiantes, mientras que tiras de fideo se vuelven varillas y soporte de un suave avance fúngico.

En Océano de pared, una botella de vidrio encastrada en una estructura de madera se articula en una vertical que tiene como centro un guante blanco. En esta suerte de océano portátil, mediante la filtración y el cultivo de cristales de sulfato de hierro, una cadena mineral conecta la botella con el guante, formando un hilo geológico al alcance de la palma. La escena se impone como un recordatorio de mutaciones menos visibles, inasibles y misteriosas, cuyas manifestaciones son ecos de un pasado biológico compartido, al tiempo de seguir urdiendo redes vitales en el presente.


Por Tania Puente García