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POTENCIA

En el mismo siglo XVII en que triunfaba la división cartesiana entre el alma humana y un mundo inanimado, un filósofo excomulgado, Baruch Spinoza, sostenía que todos los entes son potencias que perseveran por existir en relaciones de afección unas con otras. Siglos después, su filosofía encuentra ecos en artistas y pensadores contemporáneos que devuelven intencionalidad y agencia a los seres no humanos, o en la revalorización de la supremacía ecológica de los animismos indígenas.

Margarita Paksa

Sin título o El avance urbano, 1996
Hierro y pasto, 300 x 300 x 7 cm

Margarita Paksa – (Ciudad de Buenos Aires, 1936 - 2020)

 

La obra de esta artista conceptualista contrapuntea con la modernidad argentina, desde el Instituto Di Tella y Tucumán Arde, en los últimos años sesenta, hasta las primeras décadas del siglo XXI. Una modernidad dislocada, extrema, dependiente, pobre. El avance urbano es un tajo en una década, la de los noventa –la postdictadura frente los ojos de todxs y en esos ojos también–, que se ufanaba de presenciar, y de volver espectáculo, cómo la Argentina se estaba incorporando de lleno a la globalización. Tajo y también hendidura produce la obra de Paksa a través de la cual no es la desigualdad y el abandono lo que asalta –recordemos que en ese mismo año las nuevas formas de la protesta social hacían nacer en Cutral Có a los piqueteros–, sino el sentido mismo de esa nueva vuelta de tuerca de la modernización. Así, el despliegue urbano está a un tris de aplastar, ¿de aplastar qué? Escribió Tulio Halperin Donghi que la Argentina fue la concreción de un proyecto que hizo “una nación para el desierto”, imagen que con su injusticia e incluso crueldad a cuestas resume bien lo que las clases acomodadas pensaron desde mediados del siglo XIX sobre este país. El verde sobre el que la plancha de metal está por caer recuerda que el desierto nunca fue el vacío que aún hoy se supone y postula. Y que consista sólo en una plancha de metal –uniforme, cuadriculada– deja en claro que lo que promete esta nueva fase de modernización es tan insulso que no vale siquiera reconocerle relieve, forma alguna. Con todo, la hora de la crítica es otra: en mayo del ’68 y en París, un grafiti recordaba que debajo de los adoquines estaba la playa, por lo tanto se trataba de hacer saltar las capas de civilización que nos alejaban de algo que se palpitaba como una versión del paraíso. Si hay tarea en El avance urbano es la de aportar fuerzas para que la cadena que sostiene la plancha aguante y, quizás, si esas fuerzas se redoblan, haga retroceder la amenaza.


Por Javier Trímboli
Felipe Álvarez Parisi

Cascaditas, 2019
Acrílico sobre lienzo, 50 x 30 cm

Felipe Álvarez Parisi – (Ciudad de Buenos Aires, 1992). Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires

 

"Pintar es ver lo que no está" menciona Felipe Álvarez Parisi en un texto de 2018 titulado Pintor. Esa habilidad de ver lo ausente forma parte de los ejes constitutivos que estructuran su práctica. Las pinturas de Álvarez Parisi se concentran en pequeños gestos que, a partir de su encuadre, exigen ser mirados con atención. En sus últimas obras, retrata escenarios domésticos y cotidianos en donde, sin previo aviso, se manifiestan anomalías que marcan un pulso siniestro y sacuden los muros de los límites del hogar. Sin presencias humanas en las pinturas, los inocentes objetos cobran agencia y sus desplazamientos y apariciones atípicas contrastan con las escenas de colores suaves e incluso tímidos; aprovechan su construcción de mansedumbre para asestar una estocada de sentido. Es así como hordas de vasos de cristal se apropian de una habitación, o un pequeño fuego comienza a subir por la cortina de un living familiar. El asombro y la consternación corren a cargo de quienes posan su mirada sobre estas pinturas.

En Cascaditas, de las grietas que se abren en un muro de ladrillos rojos brotan chorros de agua color turquesa. En nuestro presente, la carga semántica de los muros se asocia a las cruentas restricciones geopolíticas en constante expansión. El muro no sólo divide, sino que obstruye, segrega, privatiza, oculta y mata. ¿Qué posibilidades tenemos para imaginar qué hay detrás de un muro? Si pintar es ver lo que no está, entonces en Cascaditas Álvarez Parisi nos acerca la visión de una insurrección no humana en potencia. A pesar de estar oculto detrás de ese muro, el cuerpo de agua tiene la fuerza suficiente como para perforar los ladrillos y no sólo colarse a través de sus juntas, se impulsa hacia adelante con todo el poder del mar y se curva con la elegancia de una cascada. En sus dimensiones también domésticas y cercanas —al fin y al cabo es un muro de ladrillos como aquellos con los que nos cruzamos en nuestra cotidianidad—, esos chorros nos alientan a ser más como el agua y menos como el ladrillo: dúctiles, escurridizos y fluidos. "Pintar es creer, es confiar" afirma también Álvarez Parisi en su manifiesto: una confianza en aquello que no está, pero que palpita y es.


Por Tania Puente García
Paula Senderowicz

Barricada para un tsunami, 2021
Hierro, tela, papel, pintura al agua, 350 x 250 x 350 cm

Paula Senderowicz – (Ciudad de Buenos Aires, 1973). Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

 

Agua y hielo insisten como algo más que motivos en su pintura. La obra de Paula Senderowicz se dirime en la mutabilidad y la tensión constante entre estados de flujo y cristalizaciones de la materia. La solidificación cultural de géneros como el paisaje suele ser la ocasión para que la pintura, en su estado más plástico (acrílico) o más acuoso (gouache) exprese su potencia de discurrir. 

Spinoza, el relegado, veía el mundo como un gran plano inmanente en el que cada materia está animada por su potencia de persistir, afectando y siendo afectada por otras sustancias equivalentes. Pero la cosmovisión triunfadora en el siglo XVII fue la de Descartes y su separación esencialista y jerárquica entre el alma humana y toda la materia desalmada y pasiva. Llamamos Antropoceno a la evidencia catastrófica de esta modernidad soberbia que se apoderó del planeta.

Se le solicitó a la artista una reversión de la escultura Tsunami (Premio arteBA-Petrobras, 2008). En medio de imágenes que contextualizan en esta sala la crisis ambiental en Sudamérica (incendios forestales, extractivismo minero y energético), la gran ola azul, bella y feroz, figura el cataclismo como un no-lugar. Los efectos devastadores del maremoto índico de 2004 se convirtieron rápidamente en un suceso mediático.

Completando la división cartesiana, el Romanticismo encontró en la contemplación de la desmesura terrestre un placer estético. La otredad de lo Real fue absorbida por el sujeto humano. Finalizando aquel siglo XIX, la invención del inconsciente freudiano y la subjetivización del territorio de los sueños completarían esta expropiación de los misterios del mundo.

¿Será posible recuperar aquella capacidad de interrogar y escuchar a víctimas y testigos no humanos? ¿Interpretar los “accidentes” como expresión de seres y elementos que resisten a la depredación masiva? En tanto las sabias cosmovisiones indígenas aún aguardan su oportunidad epistémica y política, tal vez el arte sea el único reservorio animista con el que podamos contar.


Por Valeria González
Margarita García Faure

Pinturas de viento, 2012
Fotografía, 70 x 100 cm
Serie realizada en Base Decepción, Antártida

Pinturas de viento, 2012
Fotografía, 70 x 100 cm
Serie realizada en Base Decepción, Antártida

Margarita García Faure (Ciudad de Buenos Aires, 1977) Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

 

En 2017 se publicó Inmenso, libro monográfico que reúne cuatro experiencias situadas a través de las cuales Margarita García Faure transformó y fue transformada por una nueva vinculación entre su hacer artístico y la naturaleza. 

Pintura de intemperie (viento), de 2012, forma parte de la experiencia de García Faure en la Antártida. La historia dice que, junto a otrxs artistas, se dirigían a realizar una residencia en Bahía Esperanza. Allí lxs aguardaba un blanco y extenso espacio. Sin embargo, a raíz de una serie de infortunios terminaron arribando a la Isla Decepción, un paisaje diametralmente opuesto al esperado, en tonos negros y grises, cubierto por tierra volcánica. De ese primer desencuentro surgió, paradójicamente, una forma nueva de vincularse. En vez de pintar un paisaje, la artista dialogó con él: extendió sus telas en medio del frío viento del sur y dejó que la naturaleza imprima sus huellas. Agua, sol, tierra, señales de algún animal, todo se abría como posibilidad en esta experiencia de entrega y aprendizaje. Rastros –intencionales y azarosos– habitaron la superficie de la tela, en un trabajo que se tornó casi coral entre todos los agentes participantes.

“Creo que aspiro a hacer obras en las que la materia porte memoria. Y que esas memorias abran una comunicación. Siento que se abre una puerta de mayor vulnerabilidad en el gesto y me interesa”.1 Las memorias no se establecen como una esfera exenta que actúa autónomamente fuera de nuestras voluntades. Las memorias constituyen herramientas para operar en el presente, en nuestras relaciones personales y en nuestra manera de relacionarnos con el mundo natural, ya no para intervenir sobre él, sino para hacerlo con él. ¿Qué memorias posibles portaran las huellas de las distintas especies que habitamos este suelo? ¿Qué nuevas historias por contar habilitarán las memorias sonoras del viento, de los árboles? Estar disponible a esos saberes, apostar a la permeabilidad y dejarse afectar –como esas pinturas de viento– quizás esboce una primera respuesta.


Por Laura Lina
  1. Margarita García Faure, Inmenso, Buenos Aires,  2017, p. 137.
Ester Solano

Paño de chaguar, 2014
Tejido de cordeles de Bromelia Hieronymi (chaguar) teñidos con Prosopis Alba (algarrobo) y Caesalpinia Paraguariensis (guayacán), 100 x 100 cm

Ester Solano – (Pcia. de Formosa, 1972-2019) 

 

Ester Solano fue una artesana que formó parte de la Asociación Hinaj en la Comunidad wich’í María Cristina en el extremo noroeste de la provincia de Formosa. En 2014 fue reconocida por el World Craft Council (Consejo Mundial de Artesanías) y por la UNESCO con el mérito de Excelencia del Producto Artesanal del Cono Sur. 

Este tejido, que refiere a la cosmología wich’í, fue realizado con cordeles de Bromelia Hieronymi, conocida comúnmente como Chaguar, o Chutzaj para las mujeres de esa comunidad. Generalmente las artesanas realizan la recolección del chaguar y de diversas plantas para los tintes. El procesamiento de la materia prima para lograr los hilos es arduo y exige que machaquen, desgomen, deshilen, sequen las fibras y armen los cordeles. Los tintes se obtienen del algarrobo –Prosopis alba– y guayacán –Caesalpinia paraguariensis–. Las coloraciones sobre el tono natural de la fibra de chaguar y las distintas concentraciones de tintas logran blancos, rojos y negros. El tejido es una estructura de red que se realiza con un hilo o cordel suspendido entre estacas, y se teje con una aguja. 

Una pieza realizada exclusivamente con elementos naturales, según técnicas ancestrales de producción y vinculada a cosmovisiones donde la vida humana y no humana no están escindidas, sino integradas, dialoga directamente en esta sala con producciones de artistas contemporáneos. Como los tejidos de Guido Yannitto o las investigaciones con plantas tintóreas de Lucila Gradín, quienes indagan otras formas de creación, sustentables y en armonía con el mundo, u otras obras donde cuerpos o cartografías trasuntan vaivenes narrativos que escapan a los relatos hegemónicos occidentales. 

Entre las acepciones de la conocida fórmula SF de Donna Haraway están “fabulación especulativa” y “figuras de cuerdas” para transmitir “conexiones que importan”. Se trata de armar mejores historias y de pasar de mano el relevo para que puedan contarse otras historias con ellas. Historias para el florecer finito y continuo en la Tierra. “A las figuras de cuerdas pueden jugar muchos seres, sobre todo tipo de extremidades, siempre y cuando se sostenga el ritmo de recibir y traspasar”. 

Este ritmo de pase cosmológico multiespecies enreda también vínculos con otras generaciones. Ester Solano legó su conocimiento a su hija Venicia Vazquez, quien también es una excelente tejedora. En esta sala, los entrelazamientos entre artistas y artesanos contemporáneos que preservan saberes de pueblos originarios no buscan el encuentro de dos mundos, sino el borramiento de la diferencia entre un mundo y el otro. 


Por Roxana Amarilla - Pablo Méndez
Lucila Gradín

Índigo, 2019
Tinte natural, índigo sobre papel, 85 x 63 cm

Lucila Gradín – (Pcia. de Río Negro, 1981). Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires

 

Con una atención curiosa y permeable, Lucila Gradín ha abocado su práctica artística a los encuentros, intercambios y procesos con plantas tintóreas y medicinales, con especial énfasis en las especies autóctonas. Desde los yuyos que crecen entre las grietas de muros y veredas, hasta las malezas y arbustos de bosques y pastizales, pasando por hortalizas y tubérculos, para Gradín en cada brote se cifra una posibilidad de enseñanza, misterio y sanación. Si bien el crecimiento generoso y adaptativo de estas plantas las vuelven cercanas y accesibles a las personas, el pensamiento hegemónico occidental ha puesto una distancia cultural significativa entre los seres humanos y la naturaleza. La exigencia por efectos, transacciones y resultados cada vez más rápidos truncan episodios de presencia, reflexión e interconexión. 

En abierta oposición a estas demandas vertiginosas, mediante sus exploraciones artísticas y sensibles Gradín busca recuperar modos de hacer, miradas y concepciones encaminadas al encuentro con la cosmogonía de las plantas, en donde el cuerpo, la mente y las emociones se potencian y se entienden como un todo. La perspectiva homeopática expande las lecturas en torno a la práctica de Gradín hacia una sanación colectiva y consciente, la cual reverbera en conocimientos ancestrales que florecen una vez más en su invocación y puesta en práctica.

El despliegue cromático que Gradín obtiene de su trabajo con hierbas, raíces, semillas, hojas y flores es político en tanto pone de relieve la recuperación de saberes curativos y tintóreos y propone una conversación pública alrededor de estos procesos mediante las imágenes a las que acompaña en su revelación. Cada tonalidad y cada matiz emergen como narraciones vitales, que develan con tiempo y cuidado un avance lento sobre el papel, pigmentos que dejan huellas y abren caminos con distintas profundidades. En Índigo, Gradín explora las posibilidades tintóreas de la Indigofera Tinctoria a través de un proceso alquímico en el que los pigmentos azules de la planta se hierven con cal y retornan a su color verdusco. Tras sumergir el soporte —un papel de algodón de mediano formato—, los campos de color se sedimentan y ascienden por su superficie hasta revelar un paisaje complejo. Las tonalidades azules aparecen gracias a la oxidación con el aire y sus formas escapan a todo control humano: es la manifestación visual de la cosmogonía del índigo.


Por Tania Puente García
Florencia Rodríguez Giles

Sonámbulas, 2020
Lápiz sobre papel, 32 x 23 cm

Sonámbulas, 2020
Lápiz sobre papel, 32 x 23 cm

Sonámbulas, 2020
Lápiz sobre papel, 32 x 23 cm

 

Florencia Rodríguez Giles – (Ciudad de Buenos Aires, 1978). Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

 

Si el corolario de la modernidad fue terminar de separar lo humano de la naturaleza, marcar fronteras entre especies, privatizar a los ecosistemas en infografías berretas de los diarios del domingo, la obra de Rodríguez Giles se introduce en el campo onírico para fundirse y atravesar esos límites. La sustancia de los sueños es la escapatoria a la tiranía de la propiedad privada. Las imágenes hipnagógicas e hipnopómpicas que utiliza, aquellas que se forman como apariciones en el umbral del despertar o el dormir, son un entorno perfecto para huir de esta realidad de totalitarismos racionales. Si Freud vio en el sueño una forma de trabajo del inconsciente, el movimiento surrealista lo consideró como posibilidad de una liberación colectiva del yugo de la sociedad burguesa. En nuestra contemporaneidad, entre la crisis ambiental y las disidencias queer, los estados intermedios de percepción pueden ser un lugar donde entrenar las fusiones interespecies, las sexualidades plásticas, las pieles de pluma y pelo, los encuentros biodiversos.  

El entrenamiento, las prácticas, los ejercicios, son modalidades con las que Florencia Rodríguez Giles explora el arte contemporáneo como procedimiento hacia lo terapéutico. Nuevamente: no entendamos terapia al modo moderno, como búsqueda de una cura. Las personas que asisten como partícipes directos o espectadores quedan envueltos en un tiempo de creación grupal. Mediante máscaras de mil ojos, trajes de delfín, disfraces de piel sintética y utilería para el ensueño, Florencia sugestiona a la audiencia para empujarla de cabeza a la posibilidad de comunidades de convivencia alternativa. Prácticas que sensibilicen nuestra experiencia como terrícolas. 

Estas experimentaciones performáticas a veces se plasman en dibujos. En Sonámbulas una acción se repite en las tres piezas: dos entidades se exploran, se succionan, se prueban como un helado. Al ser planos cerrados, recortes de una narración, no sabemos lo que sucede alrededor, no hay contexto. Las acciones se concentran en un momento de testeos sobre la propiedad privada del multicuerpo del otro. Un testeo que es posible mediante este acceso alucinado: la fantasía es puro acercamiento irrefrenable. Collares de perlas, trenzas y depilados son los últimos rastros de la cultura de consumo que punzan estas imágenes, las cuales están evidentemente en tensión con la obviedad predecible del close up pornográfico.

En el dibujo del Delfín Risso, con sus marcas espectrales en la piel, y las piernas gozosas abiertas de un cuerpo con vulva, el estímulo de la succión del pico hacia la concha produce un squirting tan poderoso que anticipa el emerger de un océano. El encuentro erótico entre el delfín y el humane produce ecosistema. El squirting se convierte en un hábitat acogedor de vida para el delfín. Se repara o revierte el ciclo extractivista que enajena a la naturaleza. Hay sexualidad y erotismo porque hay ansias de habitar entre especies.

La ley y la trampa; pero si pensamos que en las obras participativas de Rodríguez Giles estas figuras que vemos en los dibujos son iguales a la utilería y máscaras que utiliza para las  acciones y que, detrás de estas caretas, hay seres humanos que las están vistiendo, podríamos especular que la artimaña del disfraz es la trampa. Figuras no humanas son utilizadas como password temporal para dar acceso a ese mundo que nunca entenderemos y envidiamos, donde se juntan las leyes inconmensurables de la naturaleza y el sueño.


Por Osías Yanov
Bruno Juliano

Monstruo, 2021
Dibujo sobre molde de papel, grafito, papel vegetal, 170 x 150 x 90 cm

 

Preproducción y dirección técnica: Rodrigo Cañás

Bruno Juliano – (Pcia. de Tucumán, 1985) Vive y trabaja en Tucumán.

 

La pieza Monstruo es el resultado final de un proceso en el cual la mirada (o mejor dicho: la pregunta por la visión) y el cuerpo, en tanto mediación y vinculación con universos no humanos, adquieren un rol fundamental. En un primer momento hay un viaje, un traslado, un descentramiento y una acción en concreto: realizar un calco en volumen de un fragmento de la montaña con grafito sobre papel vegetal. Juliano enfatiza la idea de traducción desde su potencial transformador: “convertirse en”, ser otro, repensar el intercambio con el cuerpo de la montaña (su olor, temperatura, humedad, peso) en este nuevo fragmento co-creado entre él y la geografía circundante.

No es casual que muchas de las obras presentes en esta sala, realizadas en colaboración entre personas artistas y entidades no humanas, acudan al procedimiento indicial. En la ya famosa distinción pierciana, la imagen-índice, por ser una huella física del referente (un tramo de montaña, en este caso), se distingue de una representación. Un dibujo humano que quisiera asemejarse a la montaña debe ser realizado a distancia. El rastro material, en cambio, adviene por contacto. Asimismo, la distancia permite captar, si se quiere, la cadena montañosa por entero (pequeña versión del régimen escópico de control cuyo máximo exponente hoy sería Google Earth), en tanto el contacto corporal con la montaña sólo puede involucrar un fragmento en una escala uno a uno.

Luego, ese calco en volumen es reinstalado (como ahora en esta sala) en un lugar-otro. La distinción entre índice e ícono se torna aún más política si comparamos la pieza de Juliano con los artistas viajeros que en los siglos XVIII y XIX llevaron a Europa sus representaciones de los territorios colonizados. No porque tanto aquellos como él proyectaran sus propias experiencias en la imagen, sino por lo que Juhani Pallasma distingue entre la visión enfocada (un objetivo a dominar se enfoca a distancia) y lo que él llama mirada desenfocada o periférica: “…la visión enfocada nos enfrenta con el mundo, mientras que la visión periférica nos envuelve en la carne del mundo”.1 En esta mirada implicada, que se ubica entre la naturaleza, radica la posibilidad de afectación: estar permeable ante las respuestas de aquello que no puede ser captado en su totalidad, lo fragmentario como huella y como fin, una cartografía comprometida que nos devuelve otra imagen del mundo.


Por Laura Lina - Valeria González
  1. Citado en: Marina Garcés, Un mundo común, Barcelona, Edicions Bellaterra, 2013, p. 112.
Claudia Fontes

Acontecimiento, 2016
Instalación, registro de movimiento impreso en polímero ABS y dibujo, medidas variables

Claudia Fontes – (Ciudad de Buenos Aires, 1964) Vive y trabaja en Brighton, Inglaterra.

 

En 2016, Claudia Fontes estaba desarrollando un proyecto que pasó a llamarse La Criatura Intermedia, en la comunidad wich’í Santa Victoria Este, en Salta. Se trataba de registrar los sonidos del monte junto a un equipo de artistas y los miembros de la comunidad. En paralelo, entre las mujeres desarrollaron ciertas vasijas-seres como sistema de resonancia para escuchar estas grabaciones de campo, que significan procesos de cura, limpieza y cambio en la acustemología-perspectiva que toma lo audible como una forma de conocimiento y ordenamiento de los vínculos de una ecología específica que les incluye como personas wich’í. Esta criatura intermedia venía a ser de alguna forma el encuentro de dos mundos. 

 

Ese mismo año desarrolla otra pieza (actualmente llamada Acontecimiento, pero en un principio La Criatura Intermedia) en la que a través de un sensor de movimientos hackeado –en colaboración con Mateo Carabajal y Benjamin Felice– se capturó el espacio intermedio entre los cuerpos de la artista y de su compañera canina, mientras jugaban y se comunicaban. La obra está compuesta por dos atriles que sostienen objetos posicionados como partituras. Por un lado, un objeto aparentemente informe o caprichoso, pero que en realidad materializa tridimensionalmente el registro de ese espacio móvil que, en la coreografía, media entre los dos cuerpos. Por otro lado un dibujo: el sistema de notación musical occidental (basado en el pentagrama) devenido movimiento continuo, abriendo espacio entre las líneas. La escritura generada por la artista apela directamente al vínculo táctil, a lo que suena, al espacio, a los desplazamientos, en síntesis, a un acontecimiento entre dos seres. 

 

Así como La criatura intermedia es un encuentro entre dos mundos, Acontecimiento trata de capturar formas de representar un vínculo entre dos seres en su relación cotidiana, contemplando no sólo los cinco sentidos que Occidente recortó, sino también todo lo que queda en medio: un vínculo inter-especies. Actualmente la neurociencia reconoce 16 sentidos, mientras que otras culturas nunca sesgaron otro tipo de sensorialidad.

 

Las partituras que componen Acontecimiento son registros de las acciones entre dos en un tiempo determinado; sin embargo, Fontes decide no incluir marcas de duración, subdivisiones rítmicas ni velocidad, liberando la temporalidad de ejecución cada vez que se produce un encuentro con las piezas. El acontecimiento es potencialmente infinito. La artista nos invita a volver a este acontecimiento siempre de formas diversas y consensuando nuevos códigos de lectura y ejecución.


Por Florencia Curci - Pablo Méndez
Mildred Burton

Espera en blue, 1976
Técnica mixta, 64 x 54 cm

Mildred Burton (Pcia. de Entre Ríos, 1942 – Ciudad de Buenos Aires, 2008)

 

Una reciente exhibición en el Museo de Arte Moderno presentó la obra de Mildred Burton ambientada en una sala inglesa del siglo XIX, entre muebles robustos y empapelado estilo William Morris. Interiores como este, inspirados en la casa victoriana de su infancia, son los escenarios de sus minuciosas representaciones, ambientes domésticos en los que lo familiar aparece trastocado por elementos que irrumpen de forma más o menos sutil. En ocasiones habitadas por grandes bestias, figuras metamorfoseadas u objetos vivientes, sus pinturas se nutren de la literatura fantástica así como de la flora y fauna del paisaje litoraleño de su tierra natal. Con atmósferas inquietantes, se inscriben entre las manifestaciones artísticas que en los años setenta se volcaron hacia una pintura figurativa aparentemente conservadora, pero que trasuntan el silencio y el encierro forzado ante la violencia de la última dictadura militar. 

Este clima opresivo prevalece en Espera en blue, realizada el mismo año del golpe militar y perteneciente a la colección de dicho museo. Enseña el rostro de una mujer mayor, retratada de frente pero con la mirada perdida, cuyo cuerpo ha mutado en taburete. Quizás de estar tan quieta, esperando algo que nunca llega, porque no puede salir o porque su presencia es ignorada como los objetos que ocupan la sala, se ha integrado al decorado del hogar. Quizás también el mueble de tan quieto e ignorado ha decidido pronunciarse. Delante de esta señora-mueble sobrevuelan insectos alados cuyos cuerpos, también híbridos, consisten en apliques facetados de colores que aparentan haber salido del prendedor que cierra el primer botón de su camisa. Colocadas como una trama superpuesta sobre la superficie, estas moscas mutantes suman una capa de extrañamiento a la representación de la figura central y parecen anunciar una muerte próxima o la podredumbre que se avecina. 

La incorporación de la obra de Mildred Burton en esta exposición propone recuperarla como representante consistente en nuestra historia del arte del legado surrealista y su reservorio animista, que ha encontrado en la imaginación la potencia de develar otras manifestaciones de lo real. Sus obras encuentran asidero en el concepto freudiano de unheimlich, lo ominoso o lo siniestro como aquello familiar que se torna extraño. Como la obra de Lorena Fernández con la que comparte lugar, ambas recurren a la tradición decimonónica del género del retrato, con fuertes claroscuros y una paleta predominantemente baja (con algunos acentos de color en este caso), pero añadiendo elementos foráneos que generan una atmósfera enrarecida. Los cuerpos de ambas mujeres retratadas se presentan fundidos con cuerpos de otras especies, formando cuerpos nuevos que escapan a las taxonomías normativas de lo humano. Pero si en la obra de Fernández la metamorfosis se produce entre la especie humana y animal, Burton manifiesta que la transformación simbiótica puede abarcar también al mundo de las cosas.


Por Mercedes Claus - Valeria González
Marcela Astorga

Sin título, 2005
Máquina de tejer, cerdas de caballo, 130 x 15 x 60 cm

Marcela Astorga – (Pcia. de Mendoza, 1965). Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

 

Marcela Astorga insiste con la palabra piel. En sus obras se reitera el uso de escombros, ambientes derruidos atravesados por la luz, planos cenitales de casas, cinturones y cuero animal. Distintos modos de medir la extensión de habitar o dinamitar nuestros límites corporales y espaciales. 

Los retazos de cuero y pelo que utiliza para sus artefactos pueden inscribirse como una propuesta en torsión a nuestra historia reciente de los oficios de curtiembre fabricados por los “hombres de campo”. Fundas de facón de gaucho, sandalias autóctonas, el bombo legüero de Mercedes Sosa, camperas de piel natural a precio dólar en la peatonal Florida son parte de la epidermis histórica del cuero en Argentina, donde se combinan identidades, música, violencia, abuso animal y humano. En la obra que presenta Astorga (binomio de crin de caballo con máquina automática de coser) confluyen décadas de explotación. El pelo que chorrea no configura ningún patrón de tejido, el aparato parece haber triturado una cabeza.

La emancipación económica de las mujeres en Argentina tiene un objeto fundante: la máquina de coser y la de tejer. A partir de 1949 se dan programas de créditos impulsados por la Fundación Evita y el Partido Peronista Femenino (PPF) que introducen la posibilidad de una incipiente salida laboral. Poco a poco, la mano de obra de las mujeres va constituyendo un orden semi-fabril, con imaginario de ascenso social y autonomía, pero que al mismo tiempo retenía las labores al ámbito del hogar. Mientras se consolidaba el voto femenino, se fomentaba el trabajo textil como modelo de independencia, pero con la condición de que el “ángel tutelar de la casa” no abandone las funciones del hogar, creando así un doble presidio.

El modelo patriarcal se repetía en el campo: la Sociedad Rural Argentina, frente a la implementación del Estatuto del Peón, que otorgaría mínimos derechos a los trabajadores rurales, argumentaba que algo así “sembraría el germen del desorden social”, ya que las relaciones laborales en "el campo" no debían regirse por el derecho laboral, sino por normas similares a las que tiene "un padre con sus hijos". En esos campos trabajados por peones sin derechos se iba generando el mismo fenómeno de automatización que en la manufactura textil. Aparejado a esto, la población equina se reducía; los caballos de tiro comenzaban a ser completamente reemplazados por autos, motos y maquinaria agrícola.

En este artefacto Sin título de Astorga se da un fenómeno en dos tiempos: las relaciones contextuales que se generaron a partir de los años 50, cuando se popularizó la maquinaria hogareña de coser, y la concepción contemporánea de un posthumanismo cyborg. El aparato con pelos genera una relación simbiótica entre fuerza de trabajo equina y maquinaria, un nuevo ser ruinoso que no necesita de un operario humano para agenciarse como organismo cibernético.

Los sistemas dominantes de opresión se siguen ejecutando, tanto en la máquina sobre lo biótico como en la tracción a sangre impuesta al cuerpo de la mujer trabajadora, al peón y al animal. Al mismo tiempo que se proponen novedosas formas de tecnologías aplicadas al trabajo, se mantienen fijos los modos y espacios de confinamiento: hogar, salario precario, familia, consumo y tranquera.


Por Osías Yanov
Xul Solar

Sin título, 1918
Acuarela y gouache sobre papel, 15,4 x 12,1 cm

Xul Solar  – (Pcia de Buenos AIres, 1887-1963)

 

En esta sala se encuentran las piezas de datación más temprana de la exposición: luego de las piezas precolombinas, esta pintura de 1918 de Xul Solar, único entre las primeras vanguardias argentinas por su interés en idiomas espirituales y metamórficos como los del arte prehispánico, y asimismo antecesor de las desconcertantes combinatorias del surrealismo.

 

Xul Solar (Oscar Agustín Alejandro Schulz Solari) nació el miércoles 14 de diciembre de 1887 bajo el signo de Sagitario. Realizaba cuadros en pequeño formato. La obra aquí exhibida forma parte de una serie vinculada al diseño de objetos decorativos o décoras, como él los llamaba. Inspirado en los Omega Workshops que funcionaron en Londres entre 1913 y 1919 (unos talleres que proponían la unión entre las artes decorativas, el diseño textil, de muebles y la arquitectura), Xul desarrolló esta pieza donde se ven unos pocos objetos: un vaso con detalles de diseño y dos columnas con sus correspondientes frisos y capiteles, dibujos a los cuales se les agregan otros esbozos decorativos interiores. 

Xul Solar realizó varias pinturas que incluyen (además de columnas, frisos y capiteles) bajorrelieves, lámparas, caireles, imponentes asientos que parecen tronos antiguos, tazones y vasos con diversos ornamentos cuyos significados pueden referir a algún uso ritual o ancestral. Asimismo, un grupo de obras muestran tanto el interior de espacios sagrados, con referencias a distintas religiones, como el exterior de edificaciones que parecen iglesias, palacios o santuarios. Numerosas pinturas presentan arquitecturas urbanas; entre ellas, se destaca Vuel Villa (1936), ciudad flotante que navega por los cielos, que se deja llevar por hélices y globos, respuesta artística a la realidad de un mundo cada vez más superpoblado. También hay descripciones de paisajes espirituales, como Místicos (1924), Fiordo (1943) o Ciudá y abismos (1946). Se puede entonces pensar tres aspectos del hábitat humano en su obra: el interior (los décoras), el exterior (templos y ciudades) y el espiritual. 

Para entender estas pinturas, es necesario comprender la variedad del universo intelectual y creativo de Xul Solar: decir de él que era una persona multifacética es poco. Inventó el pan-ajedrez. Elaboró un nuevo sistema de notación musical y hasta modificó instrumentos de teclas con la intención de facilitar su aprendizaje. Fusionó la música con el lenguaje plástico (Contrapunto de puntas, 1948, o Impromptu de Chopin, 1949). En tanto Xul miraba la cultura nacional y regional con una perspectiva universal, inventó el idioma neocriollo, que fusionaba el español y el portugués con otras lenguas europeas y nativas de Latinoamérica. Sus textos y muchos de los títulos de sus obras están escritos en este lenguaje. Más tarde, crearía la panlengua, un idioma sin gramática, ya con la intención de avanzar hacia una comunicación universal que hermanase a todos los habitantes del mundo.

Practicante de la meditación, de la cual obtenía visiones que plasmaba en escritos y pinturas, era también investigador del I Ching y de la Cábala, estudioso del arte precolombino, de las religiones y cosmogonías del mundo. Inventó un rediseño de las cartas del Tarot y de los atributos de los Arcanos Astrológicos. Interesado en las ciencias ocultas y el esoterismo, durante su estadía en Europa, no solo se vinculó con las vanguardias artísticas, sino también con corrientes espirituales que cobraban fuerza como la teosofía, la antroposofía de Rudolf Steiner y las enseñanzas de Aleister Crowley. El alcance de sus búsquedas para transformar “ecuménicamente” la humanidad parecía no conocer límites. Sus amigos artistas e intelectuales lo describían como un hombre austero y sencillo, curioso inagotable, interesado en todos los temas. Caballero inusual y excéntrico, Xul Solar, en lugar de tomar la realidad tal como estaba dispuesta, la examinaba para transformarla; en palabras de su amigo Jorge Luis Borges, “era un demiurgo que vivía re-creando el mundo”.


Por Carina Balladares
Romina Orazi

Mundos sobre rastros, todos somos líquenes, 2021
Escultura modelada en cemento, líquenes, helechos, claveles del aire y tierra, 150 x 80 x 100 cm.

 

Colaboración: Renato Andrés García, Nahuel Martinez, Leandro Pimentel y Constanza Álvarez Chardon

Romina Orazi – (Pcia. de Chubut, 1972) Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires. 

 

Orazi es ante todo una artista jardinera. En sus proyectos se destacan las instancias relacionales (el armado de una huerta comunitaria en la villa Rodrigo Bueno, por ejemplo), la creación de refugios y otros dispositivos de cuidado, y las situaciones de copia. Los “gajos” (esquejes) muestran que el copiado es un conocimiento vegetal; esta artista jardinera entiende que es también la matriz que garantiza el crecimiento de la creatividad humana, aunque la “originalidad” y el copyright dominen el campo de privatización de los saberes comunes. Orazi replica pinturas emblemáticas del siglo XIX, pero en las que aquella épica de conquista de la Pampa agroexportadora se ubica ahora en paisajes deteriorados por el extractivismo sojero (inundaciones).

En su pieza Mundos sobre rastros, todos somos líquenes (2021), Orazi crea una escultura en estado de ruina, que es a su vez hogar de líquenes, musgo, moho, helecho. Los seres que crecen sobre las ruinas de una civilización no son anodinos.

La figura femenina en escala real está en cuclillas: pose que puede evocar a una mujer esperando el propio parto y que es común también en momentos de trabajo jardinero. Sus manos unidas, que pueden simbolizar a una partera preparada para recibir una nueva vida,  forman un cuenco que contiene compost y un helecho. La tradicional vinculación imaginaria entre mujer y tierra fértil es trascendida por la presencia real de estos cuerpos: sin metáforas, los helechos son llamados “fósiles vivientes” por su inconcebible antigüedad y resiliencia a los cambios y eventos catastróficos del planeta, así como, en el compost, los microorganismos descomponedores son los actantes concretos de transformación de la muerte (desechos orgánicos, necromasa) en vida (nutrientes, energía).

En esta escultura, los líquenes habitan por doquier. Estos seres son capaces de crecer en ambientes estériles y extremos que resultan imposibles para otros organismos. Suelen ser pioneros sobre nuevos sustratos, como las coladas de lava, las rocas descubiertas por un glaciar, o las estructuras manufacturadas como las rocas, el cemento, el vidrio o la pintura. Las ciudades, monumentos o edificios en los cuales no intervenga de modo constante la limpieza humana pueden llegar a albergar una gran diversidad de líquenes; entre éstos, los cementerios son espacios con poblaciones de líquenes notables. 

Los líquenes son organismos formados por una simbiosis, entre al menos un hongo (micobionte) y un alga (fotobionte), en la cual se genera una morfología y una fisiología únicas, que sus componentes por separado no presentan. Dentro de esta simbiosis, el alga se encarga de realizar la fotosíntesis compartiendo los hidratos de carbono con el hongo, mientras que este último se encarga de la protección del alga y la obtención de agua y nutrientes. La simbiosis no es un fenómeno biológico particular, sino que designa la dinámica esencial de toda forma de vida. “Todos somos líquenes”: esta frase de Scott Gilbert significa que de la cooperación con simbiontes depende desde la vida de una simple célula (mitocondrias y otras organelas) hasta la conocida “flora” intestinal, colonia amiga de bacterias que ayudan a cuerpos humanos y otros mamíferos en sus procesos de absorción de nutrientes.


Por Pablo Méndez
Juan Sorrentino

A Tree Ashes, 2019
Cubo de vidrio y hierro, frecuencia de 32Hz, silencio, sistema de audio, cenizas de un árbol (quebracho), 84 x 84 x 84 cm

Juan Sorrentino – (Pcia. de Chaco, 1978) Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

 

Sorrentino trabaja el sonido como fuerza para crear conciertos e instalaciones electrónicas, acústicas y multimedia que le permiten explorar materiales, lenguajes visuales, contextos poéticos e imaginaciones colectivas. Sus trabajos fueron presentados en distintas exhibiciones de Suramérica, Estados Unidos y Europa, también ha recibido numerosos premios: UNESCO-Aschberg Bursaries for Artists; the Residence Prize of Bourges; Fondo Nacional de las Artes (FNAC); el Instituto Goethe de Córdoba; y el Ministerio Cultural de España Reina Sofía, entre otros.

 

Su obra A Tree Ashes (2017) se trata de un cubo de vidrio, madera y hierro que en su interior tiene un speaker de baja frecuencia (47Hz). Con esos elementos, el artista contiene y equilibra un puñado de cenizas de árboles que el cubo lleva en su interior.

 

Se activa el parlante, la sala de exhibición se inunda de frecuencias bajas. Cada cuatro minutos, las cenizas se expanden dentro del cubo respondiendo a la fuerza del sonido y del silencio. Podría ser la escucha de un árbol que cae a la distancia, pero no hay golpe, hay resonancia. El espacio vibra simpatizando con la voz espectral de ese árbol que ya no está. Ventriloquia de la obra. El sonido, como el humo que lo acompaña en A tree ashes, no tiene bordes, no tiene forma. Es el espacio que ocupa lo que está entre obras, objetos, relaciones. Permite escuchar, en su volumen difuso, la indivisibilidad permeable y expansiva de la obra que se extiende a la indivisibilidad permeable y expansiva de un mundo que rechaza separar, nombrar y ver las cosas, en favor del encuentro y la experiencia del continuo.

 

Las cenizas en el cubo parecen remitir a aquello que excede, en el espacio geográfico, a la posibilidad de control. El polvo que se levanta en las calles de tierra, característico de la provincia donde Sorrentino nació, aparece entonces como reminiscencia de su pasado. Y aunque la obra fue realizada en 2017, es también evocativa de un presente donde las infinitas entidades sonoras y no humanas que habitan el monte chaqueño son uno de los lugares más afectados por los incendios y el desmonte durante la pandemia del SARS-CoV-2. De ese modo, la obra se inscribe en múltiples registros temporales que hacen polvo las linealidades y las cronologías marcadas. El tiempo de la obra es un tiempo vibrátil, en relación constante con espacialidades dañadas y pasibles de extinción.


Por Agustina Wetzel - Florencia Curci
Donjo León

Océano de pared 2, 2014/2021
Cristal de cloruro de sodio y sulfato de cobre sobre guante, 82 x 25 x 25 cm

Donjo León – (Ciudad de Buenos Aires, 1982). Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

 

Al mirar con atención el universo de formas, colores y texturas que se despliega en las obras de Donjo León, emerge un modo de hacer colaborativo que va más allá de los límites humanos y celebra los ciclos de transformación llevados a cabo por hongos, bacterias, esporas, microorganismos y otros procesos químicos. Así como Fermín Eguía burla y miniaturiza –con ayuda de seres marinos– la famosa pintura melancólica de la Isla de los muertos, los fenómenos de descomposición que León exhibe como obras de arte efímeras le restan centralidad al relato dramático de la finitud humana. En continuidad con algunas propuestas de artistas del CAyC, pioneras en la incorporación de agentes no humanos, las obras de León son mirillas que nos permiten admirar otros reinos, cuyos crecimientos aterciopelados y expansivos nos vinculan como parte de un todo cuyo desarrollo sobrepasa los hábitos y relatos de un mundo aún pobremente humano. 

Donjo León dispone de lo que tiene a mano para crear sus laboratorios miniatura, con un guiño hacia lo doméstico y lo cercano. Es así como bombillas de luz y frascos de vidrio se convierten en souvenirs de cristal que dan hogar a colonias de microorganismos activas y cambiantes, mientras que tiras de fideo se vuelven varillas y soporte de un suave avance fúngico.

En Océano de pared, una botella de vidrio encastrada en una estructura de madera se articula en una vertical que tiene como centro un guante blanco. En esta suerte de océano portátil, mediante la filtración y el cultivo de cristales de sulfato de hierro, una cadena mineral conecta la botella con el guante, formando un hilo geológico al alcance de la palma. La escena se impone como un recordatorio de mutaciones menos visibles, inasibles y misteriosas, cuyas manifestaciones son ecos de un pasado biológico compartido, al tiempo de seguir urdiendo redes vitales en el presente.


Por Tania Puente García
Ad Minoliti

PSOme -Play Significant Otherness home edition-, 2019
Programa de animación online

Código por Mariana Lombard

 

 

 

Ad Minoliti – (Ciudad de Buenos Aires, 1980). Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

 

En paralelo a su obra personal, Minolitti ha organizado proyectos culturales feministas (como PintorAs y Escuela Feminista de Pintura) que incentivan la generación y circulación de tramas estéticas cuyo voltaje político se mide en el grado de interconexión que ha logrado entre artistas, activistas sociales y académicxs.

El concepto de lo queer es fundamental para comprender la producción de esta artista, quien investiga cuestiones de género saboteando el sobrio legado modernista de los lenguajes geométricos y el diseño de interiores con imaginarios exuberantes y bizarros que abrevan en múltiples fuentes. Construye un universo especulativo no binario donde formas simples y de colores planos de gran tamaño funcionan a menudo como marcos en donde proliferan otras pequeñas morfologías inesperadas, incentivando el desarreglo perceptivo de los paisajes domésticos, interrogando la mirada ciega con la que transitamos habitualmente por ellos. En acoples estridentes y siempre imprevistos, sus geometrías queer intensifican las memorias afectivas ligadas a los objetos y espacios de las infancias urbanas de clase media para desajustar políticamente las estructuras sentimentales adultas. 

PSO – play significant otherness es un sistema biológico-digital en donde confluyen las teorías biológicas contra-hegemónicas de Donna Haraway y Lynn Margulis y el sostenido interés de Minoliti en los entornos de diseño. Recurriendo a un algoritmo genético (producto de la colaboración con Mariana Lombardi) esta obra vivifica los conceptos de cyborg y simbiogénesis en una escena de interiorismo futurista retro cuyas formas orgánicas estáticas son animadas por figuras geométricas mutantes. Como en la serie Queer Decó, la geometría transfigura el espacio doméstico. Estos cuerpos de equilibrio inestable se encuentran y separan rítmicamente, transformándose en cada encuentro de acuerdo con patrones no binarios y no darwinianos, ofreciendo elementos para expandir la imaginación acerca de cómo representar artísticamente una vida artificial donde la hibridación no implica pérdida sino la generación siempre novedosa de singularidades variables y colaborativas. 

Minoliti ya había experimentado con este formato en PSO–play significant otherness (2016), donde el fondo es selvático. La modificación del entorno en PShOme (que utiliza la conocida casa de la serie animada Los Supersónicos, creada en 1962 por Hanna y Barbera, y ambientada en un posible 2062) confirma el privilegio que Minoliti asigna a los interiores. Si bien ambos diseños muestran que la naturaleza (selva) y la casa son para la artista espacios feminizados que es necesario reversionar, la ambientación futurista de  PSO señala sin sutilezas dónde se encuentra el sustrato queer de la revuelta que viene.


Por Colectiva Materia
Mariela Yeregui

Estados de alerta, 2016-2017
Robot reactivo, cuero de vaca y púas de acero, electrónica, 60 x 30 x 30 cm

Mariela Yeregui – (Ciudad de Buenos Aires, 1966) Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

 

Artista pionera en el cruce entre arte y tecnología, Mariela Yeregui tiene una carrera destacable de docencia e investigación en un presente enraizado en imaginarios de lo que habríamos llamado en algún momento ciencia ficción. Crea paisajes tecnológicos pertenecientes a un futuro distópico que ya llegó.

Estados de alerta (2016-2017) está compuesta por tres seres cyborgs que reaccionan ante la presencia de una otredad. El ser participante en esta exposición está compuesto de cuero vacuno y púas de acero. Esta obra es un punto de condensación entre dimensiones ontológicas y dimensiones políticas. 

Por un lado, se trata de un cyborg, un híbrido de cuerpo-máquina y cuerpo-orgánico, un ser social y una entidad de ficción. Desde los desarrollos pioneros de Donna Haraway con su Manifiesto Cyborg hasta las discusiones actuales sobre nuevos materialismos (Jane Bennet) o posthumanismos (Rosi Braidotti), resulta central poner en cuestión los límites fijos que se han establecido en una serie de dicotomías como naturaleza vs. cultura, humano vs. no-humano, animal vs. máquina. Estados de alerta está compuesta por existentes que no pueden ser clasificados por esas dicotomías, mostrando cómo el desafío del mundo contemporáneo se ubica en abrir un pensamiento donde distinciones clásicas entre lo que es tecnológico y lo que es animal, entre lo que es natural y lo que es artificial, han dejado de funcionar. Seres que son máquinas-animales o pieles-robóticas producen una transgresión de fronteras, una dislocación de los límites con los cuales pensamos, abriendo a relaciones de afinidad con nuevos existentes. 

Por otro lado, Estados de alerta se inscribe en una preocupación política: cómo generamos mecanismos de defensa –estamos alerta todo el tiempo– cuando vemos a los otros como amenazas. Los otros se convierten en amenaza cuando tengo que proteger mi propiedad privada, cuando delimito un territorio que siento invadido. El otro se convierte en un peligro inminente cuando el problema de la seguridad parece totalizar el horizonte de preocupaciones políticas. Esto produce, al mismo tiempo, estrategias de aislamiento y estrategias de agresión frente a la alteridad. Formas de la violencia: aislarse o agredir para protegerse. Un mundo plagado de miedos, de pasiones tristes. Un mundo caracterizado por la inmunidad: todos buscamos inmunizarnos de los otros peligrosos.

La potencia de la obra de Yeregui se encuentra en la articulación de ambos motivos: en la creación de seres cyborg que dislocan los modos de clasificar los existentes para realizar un diagnóstico político del presente. Una política de los existentes que pone en el centro de la escena nuestras posibilidades o imposibilidades, nuestras pasiones tristes o alegres, en los modos de relacionarnos con la alteridad. Anudar la potencia de nuevos seres animales-máquina para pensar políticamente la piel que nos separa y nos une a los otros es, al fin y al cabo, un pensamiento en acto de una política cyborg.


Por Emmanuel Biset
Tomás Espina

De la noche a la mañana (boceto 2), 2018
Grafito sobre papel, 41 x 29,5 cm

De la noche a la mañana (boceto 7), 2018
Grafito sobre papel, 41 x 29,5 cm

De la noche a la mañana (boceto 5), 2018
Grafito sobre papel, 41 x 29,5 cm

De la noche a la mañana (boceto 4), 2018
Grafito sobre papel, 41 x 29,5 cm

Tomás Espina – (Ciudad de Buenos Aires, 1975).Vive y trabaja entre Unquillo, Pcia. de Córdoba y la Ciudad de Buenos Aires.

 

Los bocetos de Tomás Espina muestran un aquelarre de interacciones múltiples. Humanos, sus fragmentos, cuerpos que derivan en otros cuerpos, sin límites precisos, en devenires mutantes, seres antropomórficos o zoomórficos, todos enredados en diversas vincularidades. Fusión y fisión. Los bocetos interpelan. Quien los observa con cierto detenimiento descubre o redescubre algo nuevo cada vez, entonces todo vuelve a reconfigurarse. 

Confusión. Mezcla. Carnaval. Frenesí. Cuerpos desnudos. Cuerpos multiformes. Gestos expansivos. Intercambios sexuales de todo tipo. Orificios que se comunican. Deseos eróticos de súcubos e íncubos. Las escenas recuerdan por momentos al famoso “planeta Porno” imaginado por el japonés Yasutaka Tsutsui, aquella ficción científica que describe un mundo donde todos sus habitantes, tanto animales como vegetales, han evolucionado hacia formas y comportamientos que nuestra moral considera obscenos.

Las imágenes están ubicadas en unos anaqueles dibujados, aunque por momentos exceden parcialmente esa suerte de cuadritos de cómic que les asignó el artista. Los anaqueles también son un dispositivo de exhibición, un sistema de almacenamiento y clasificación que recuerdan destinos como el Museo de Ciencias Naturales de La Plata, fundado por Francisco Pascasio Moreno. Espina invierte la narrativa estatal del ideal científico de finales del siglo XIX, encarnada por Moreno, quien se apropió de la cultura material y los cuerpos humanos de diversos pueblos originarios del país. El artista del siglo XXI crea estanterías donde prima la entropía, la suspensión de ordenamientos y jerarquías, donde se observa el borde y el desborde, las diversas derivas y devenires entre las entidades que las habitan.

Un cíclope tiene un culo por nariz, del cual emergen piernas como mocos. Puede que el cíclope esté enceguecido por un lápiz, también puede que su único ojo sea un telescopio. Un ser compuesto solamente por pies unidos a una cabeza humana enrulada expele de su boca un pez sonriente. Puede que la cabeza sea el habitáculo del animal acuático, puede que haya una relación simbiótica entre ambos, puede que el ser simplemente tenga por lengua un pez. Si bien algunas perspectivas podrían considerar a estos seres como deformes o freaks, preferimos pensar en desarrollos alternativos, en la existencia de otras instancias evolutivas, como imaginó Tsutsui. 

Tal vez como ejercicio de apropiación decolonial de la historia del arte, los dibujos de Tomás desbordan grotesco e ironía. Un leviatán muestra sus fauces. Algunas máscaras. El busto de un dictador y, más allá, un busto derrumbado y vandalizado. Partes que se autonomizan y adquieren agencia respecto de los cuerpos. Multiformes cabezas rodantes. Una, impasible, moldeada a mazazos. Otras, abiertas, que nos recuerdan el peligro de las creencias que apabullan la mente. En los bocetos se hace presente la conciencia del riesgo y la violencia. Son revelaciones que constituyen una liturgia de totalidad, un recuerdo del matrimonio entre el cielo y el infierno, que nos muestran y nos hacen conscientes del carácter del mundo. Conciencia del riesgo y la violencia que también es política. Una necesaria información sobre el cuidado y el respeto, que solo pueden desarrollarse en lo que Donna Haraway llama vivir sin inocencia.


Por Carina Balladares
Carlos Huffman

Sin título de la serie Doce jinetes para tres finales, 2009
Óleo e impresión UV inkjet sobre tela, 200 x 300 cm

Carlos Huffmann – (Ciudad de Buenos Aires, 1980). Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

 

Huffmann es un artista pluridisciplinario que trabaja, en general, sobre la indistinción entre documento, ficción, y realidad. Más bien, en cómo la ficción configura nuestro acercamiento a la realidad misma. Atravesado por la crisis ecológica a nivel planetario, desde hace unos años comenzó a indagar con mayor profundidad en todos los elementos tecnocráticos que configuran el relato del Antropoceno.

Hace un par de décadas un nuevo concepto condensa con potencia catastrófica un modo de caracterizar el mundo: Antropoceno. Concepto propuesto por Crutzen y Stoermer para designar una nueva era geológica basada en la escala, el alcance y la intensidad de la intervención humana en la Tierra. Por eso, no sólo es un concepto para designar una era, es también una advertencia ante la devastación ambiental sin precedentes que puede dar lugar a la sexta extinción. El Antropoceno es un desafío para la imaginación. O para su imposibilidad: como ha sido repetido en varias ocasiones, hoy es posible imaginar el fin del mundo pero no el fin del capitalismo. Eduardo Viveiros de Castro y Deborah Danowski analizan la imaginería apocalíptica como síntoma de una modernidad occidental atrapada en oposiciones binarias: naturaleza/cultura, humano/no humano. Van a señalar que existen tres imaginarios posibles: un mundo sin nosotros (la humanidad extinguida en un planeta que continúa existiendo), un nosotros sin mundo (el planeta ha sido devastado pero la humanidad continúa) o su propia propuesta de pensar desde el perspectivismo amerindio la mutua dependencia de mundo y nosotros (cada nosotros es en función de un mundo, cada mundo es en función de un nosotros) Por ello, junto a otros autores como Bruno Latour, Donna Haraway o Isabelle Stengers, tratan de cuestionar y superar esas dicotomías que nos atraviesan.

Sin título, de la serie 12 jinetes para 3 finales (2010). Imaginarios del fin: un camión del mundo-mercancía como mundo-basura del que huyen los últimos pájaros. Restos de la humanidad artificial. O la humanidad como resto. Humano-mercancía: existencia dedicada a recoger al infinito su propia basura. Ruinas de lo humano ausente en un camión imaginario. Humanos, máquinas, animales. Imaginarios del fin: ya ninguna clasificación ontológica permanece estanca. El final tendrá la forma de la acumulación capitalista: basura sobre basura. Basura: resto humano. Basura: ruina de un mundo. La época como un campo de escombros. 

Otro fin del mundo es posible. Otro final. En una esquina, un papel borroso testimonia la plegaria del punto final: ten piedad de mí. La piedad de un dios ausente. La piedad de un mundo sin dios. Sólo piedad. El final será también el testimonio de una piedad imposible.


Por Emmanuel Biset