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"Bosquizarse", por Baptiste Morizot

"Bosquizarse", por Baptiste Morizot

“¿Dónde vamos mañana?”

 

“A la naturaleza.”

 

Para nuestro grupo de amigos, la respuesta fue durante mucho tiempo evidente, sin riesgos ni problemas, incuestionable. Y entonces vino el antropólogo Philippe Descola con su libro Más allá de naturaleza y cultura1, y nos enseñó que la idea de naturaleza era una creencia extraña de los occidentales, un fetiche de esta civilización que justamente tiene una relación problemática, conflictiva y destructiva con el mundo viviente que llama “naturaleza”.

 

De modo que ya no podíamos decir, para organizar nuestras salidas, “mañana vamos a la naturaleza”. Nos encontramos sin palabras, mudos, incapaces de formular las cosas más simples. El problema banal de formular juntos “¿dónde vamos mañana?” se convirtió en un tartamudeo filosófico: ¿qué fórmula utilizar para decir de otra manera que “salíamos afuera”? ¿Cómo nombrar dónde íbamos, esos días en los que salíamos entre amigos, en familia o solos, “a la naturaleza”?

 

La palabra “naturaleza” no es inocente: es el índice de una civilización dedicada a explotar los territorios de manera masiva como si fueran materia inerte y a transformar en santuarios pequeños espacios dedicados a la recreación, al ejercicio deportivo o al regreso espiritual a las fuentes, todas actitudes respecto del mundo viviente más pobres de lo que querríamos. El naturalismo, según Descola, es nuestra concepción del mundo: esta cosmología toma como evidente que la naturaleza “existe”; es todo lo que hay allá afuera, ese lugar que explotamos o que exploramos de paseo, pero no es el lugar donde habitamos, eso es seguro, justamente porque aparece “allá afuera” por distinción con el mundo humano adentro.

 

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© Guadalupe Miles Valle de la Luna / Cusi Cusi. Diciembre, 2020. Gracias al apoyo de Fundación Espacio V.
 

Con Descola nos damos cuenta de que hablar de “naturaleza”, usar esa palabra, activar el fetiche, ya es extrañamente una forma de violencia sobre los territorios vivientes que soportan nuestra subsistencia, sobre esas miles de formas de vida que habitan con nosotros la Tierra, a las que querríamos dar otro lugar que el de recursos, amenazas, cosas indiferentes o bellos especímenes para escrutar con binoculares. No es inocuo que Descola ponga al naturalismo el sobrenombre de la cosmología “menos amable”.2 En cualquier caso es agotador, tanto para un individuo cuanto para una civilización, vivir en la cosmología menos amable.

 

En su libro Historia de los madereros, Gilles Havard escribe que el pueblo americano de los algonquinos mantiene espontáneamente “relaciones sociales con el bosque”.3 Es una idea extraña, que nos podría chocar, y sin embargo este libro quiere avanzar por allí, hay que seguir ese rastro. Por un desvío, queremos acercarnos a esa idea a través de relatos de rastreo filosófico, relatos de prácticas que nos sitúan en otras disposiciones respecto del mundo viviente. ¿Por qué no intentar ensamblar una cosmología más amable, a través de las prácticas, tejiendo juntas las prácticas, la sensibilidad y las ideas (puesto que las ideas solas no cambian tan fácilmente la vida)?

 

Ahora bien, antes de seguir ese rumbo en la brújula, habría que encontrar otra palabra para decir “dónde vamos mañana”, dónde vamos a habitar también, para todos los que quieren mudarse fuera de la ciudad.


 

Desde hace unos años, entre los amigos que compartimos prácticas en la “naturaleza”, se nos impuso esta pregunta. Para formular nuestros proyectos, ya no podíamos decir vamos “a la naturaleza”. Había que dar con palabras para romper nuestros hábitos lingüísticos, palabras que hicieran saltar desde adentro la costura de esa cosmología que es la nuestra. Esa cosmología que hace de los ambientes donadores fuentes de recursos o lugares de regreso a las fuentes, y que pone a distancia, allá afuera, esos territorios vivientes que de hecho están a nuestros pies y nos sostienen.


 

El primer hallazgo para nombrar el proyecto, para decir de otra manera “dónde vamos mañana”, fue “afuera”. Mañana vamos afuera. A “comer y dormir […] al aire libre”, como dice Walt Whitman.4 Era una solución provisoria, pero por lo menos habíamos apartado el viejo hábito, y la insatisfacción con la fórmula nueva empujaba a buscar otras.


 

Después, la fórmula que se impuso en nuestro grupo de amigos, por la rareza de nuestras prácticas, fue “al matorral”. Mañana vamos al matorral. Justamente allá donde no hay caminos demarcados. Allá donde, si los hay, no fuerzan nuestro desplazamiento. Porque nosotros vamos a rastrear (somos rastreadores de domingo). En consecuencia, exploramos el sotobosque pasando de senderos de jabalíes a rutas de corzos: los caminos humanos no nos interesan, excepto en cuanto atraen el deseo geopolítico de los carnívoros de marcar su territorio (zorros, lobos, linces, martas…). Se apegan a los senderos humanos, tomados prestados por muchos animales, porque sus marcas, esos blasones y banderas, son ahí más visibles.

 

Rastrear es descifrar e interpretar huellas e impresiones para reconstruir perspectivas animales: indagar ese mundo de indicios que revela los hábitos de la fauna, su manera de habitar entre nosotros, entrelazada con los otros. Nuestro ojo, acostumbrado a perspectivas imposibles, a horizontes liberados, al principio se habitúa con dificultades a ese deslizamiento de terreno del paisaje: de adelante de nosotros, pasa a debajo de nuestros pies. El suelo es el nuevo panorama rico en signos, el lugar que desde ahora llama nuestra atención. Rastrear, en este nuevo sentido, es también investigar sobre el arte de habitar de los demás vivientes, la sociedad de los vegetales, la microfauna cosmopolita que conforma la vida de los suelos, y sus relaciones entre sí y con nosotros: sus conflictos y alianzas con los usos humanos del territorio. Centrar la atención no sobre los seres, sino sobre las relaciones.

 

Ir al matorral no es ir a la naturaleza; no es tomar por objetivo en el paisaje el pico para la hazaña o el panorama pictórico para los ojos, sino las cimas que sugieren el paso del lobo, la ribera donde se advertirá el del ciervo, los abetales donde se advertirán los zarpazos del lince sobre un tronco, el campo de arándanos donde se advertirá al oso, la cornisa rocosa en la que los excrementos blancos del águila revelarán la presencia de su nido…

 

Antes de salir, incluso, intentamos situar en los mapas y en Internet la pista a través del bosque por la que el lince puede volver a esas dos sierras a las que les tiene afecto, el acantilado donde pueden anidar los halcones peregrinos, la ruta de montaña compartida por los humanos y los lobos en diferentes momentos del día o la noche.

 

Ya no buscamos las pasarelas o los signos de los caminos de paseo, que terminamos cruzando por casualidad, sorprendidos de su existencia, sin entender demasiado su señalética. Nos hacemos lentos, ya no devoramos kilómetros, damos vueltas para encontrar las huellas; a veces nos toma una hora hacer doscientos metros, como al seguir las huellas de ese alce en Ontario que daba vueltas en un río: una hora de rastreo, perdiendo y encontrando las huellas, especulando para proyectar dónde deberían estar las siguientes impresiones, para hallarnos justo en el punto de partida, al lado del abetal en el que seguramente dormía su siesta de nictálope, a juzgar por sus excrementos muy frescos. Vamos “al matorral”, y ya es otra manera de decir y de hacer.


 

No se trata ciertamente de encontrar una palabra nueva que se nos imponga a todos para reemplazar “naturaleza”: para nosotros se trataba solo de ensamblar algunas alternativas, múltiples, complementarias, para nombrar y practicar de otro modo nuestras relaciones más cotidianas con lo viviente.


 

La tercera fórmula para inventar una alternativa a “a la naturaleza” me apareció una mañana leyendo un poema. La utilizamos poco, con todo, a pesar del encanto poderoso que contiene. Es “al aire libre”. Mañana vamos al aire libre. Lo que me fascina en esta fórmula es cómo las restricciones de la gramática nos fuerzan poéticamente a oír una cosa totalmente distinta de lo que se está diciendo cuando se la pronuncia. Cómo nos fuerza a oír el elemento opuesto al aire, el más complementario: la “tierra” que se impone al oído, pese a que no hay en ningún lado una “t” para invocar como el vigía en la punta del mástil (“¡Tierra! ¡Tierra!”).

 

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© Guadalupe Miles Valle de la Luna / Cusi Cusi. Diciembre, 2020. Gracias al apoyo de Fundación Espacio V.

 

Estar “al aire libre” es también estar en la tierra, convertido otra vez en terrícola, o en terrestre, como dice Bruno Latour. El aire libre que inspiramos y que nos rodea, por el milagro antiguo de la fotosíntesis, es el producto de las fuerzas respiradoras de las praderas y bosques que exploramos, y que son el don de los suelos vivientes que poblamos: el aire libre es la actividad metabólica de la tierra. El ambiente atmosférico está vivo en un sentido literal: es el efecto del viviente y del medio que el viviente sostiene para sí, para nosotros.

 

Al aire libre: la tierra se oculta al ojo en la fórmula, pero el arcano se revela al oído. Una vez que la escuchamos, ya no podemos ignorarla. Y la fórmula mágica invoca entonces otro mundo en el que ya no hay separación entre lo celeste y lo terrestre, porque el aire libre es lo respirado por la tierra verde. Ninguna oposición más entre lo etéreo y lo material, ningún cielo encima de nosotros al que ascender, sino que estamos ya siempre en el cielo que no es otra cosa que la tierra en cuanto está viva. Es decir, en cuanto es construida por la actividad metabólica de los vivientes, que crean condiciones que hacen nuestra vida posible.5 Vivir al aire libre no es estar en la naturaleza y lejos de la civilización, porque, fuera de los centros comerciales, hay aire libre en todas partes; no es estar en el exterior; es estar en casa en cualquier parte de los territorios vivientes que soportan nuestra subsistencia y donde cada viviente habita el tejido de los otros vivientes.

 

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© Guadalupe Miles Valle de la Luna / Cusi Cusi. Diciembre, 2020. Gracias al apoyo de Fundación Espacio V.
 

Estar al aire libre es, con todo, un poco exigente; la vida puramente urbana, desconectada de los circuitos que conducen la biomasa hacia nosotros, desconectada de los elementos y de las otras formas de vida, hace bien difícil acceder al aire libre. En el corazón de las ciudades, la cuestión pasa por el rastreo de pájaros migratorios o por la práctica de la geopolítica de las huertas permacultoras en un balcón. Por preguntarse de dónde viene este tomate para sentir de qué sol nació, y de qué porción de territorio que pueda localizar, que haya visto con mis propios ojos. Es activar las alianzas mutualistas con los gusanos de la compostera a los que damos los restos de cocina y los cabellos, para ver y hacer circular la energía solar en las dinámicas ecológicas en lugar de esconderlas en las basuras sin vida. Es más difícil, pero también en la ciudad se puede estar al aire libre. Con un poco de vigilancia ecosensible, el territorio viviente vuelve a nosotros. Es fascinante sentir hasta qué punto estamos conectados con la primavera, hasta qué punto asciende por nosotros hasta el corazón de las grandes ciudades, en mil pequeños signos vivificantes.

 

Salir al aire libre es al mismo tiempo crecer –porque el espacio viviente alrededor toma su lugar adentro– y estar con los pies en el suelo, acostados sobre él como sobre un animal fantástico que nos lleva, un animal gigantesco que está otra vez vivo, rico en signos, en relaciones sutiles; un ambiente donador cuya generosidad al fin reconocemos, lejos de los mitos según los cuales hay que tiranizar la tierra para que nos alimente.

 

Salir al aire libre es estar dentro de una atmósfera viviente que es el producto de la respiración de las plantas, lo que descartan es aquello mismo que nos constituye. Es reconocer que el aire libre y la tierra son un único tejido, inmersivo, viviente, hecho por los vivientes, en el que estamos comprendidos, mutuamente vulnerables, ¿entregados así a relaciones más diplomáticas?

 

Salir al aire libre, al mismo tiempo una abertura vivificante y un regreso a la tierra.


 

Dimos con la última palabra, que terminó resumiendo todo esto, por azar. Es una palabra del francés antiguo que viene de los madereros de Québec. Es como nombraban su partida al aire libre, después de cada vuelta a la ciudad para vender sus productos. Decían “Mañana regreso, voy a bosquizarme [je vais m’enforester]”.

 

Bosquizarse es una doble captura restituida por la forma pronominal: vamos al bosque tanto como él se traslada a nosotros. Bosquizarse no exige un bosque en sentido estricto, sino simplemente otra relación con los territorios vivientes: el doble movimiento de explorarlos de otra manera, conectándose con ellos a través de otras formas de atención y otras prácticas; y de dejarse colonizar por ellos, dejarse emplazar, dejarlos trasladarse a nuestro interior. Tal como las fronteras forestales de pinos de Cévennes avanzan sobre las ciudades, cubriendo las viejas pasturas que los pastores ya no mantienen.

 

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© Guadalupe Miles Valle de la Luna / Cusi Cusi. Diciembre, 2020. Gracias al apoyo de Fundación Espacio V.

 

Es el rastreo en un sentido enriquecido filosóficamente lo que nos encaminó a este proyecto de “bosquizarnos”, que desplazó para nosotros la mirada y la vida. El rastreo asociado a otras prácticas, como la recolección salvaje, que exigen una sensibilidad muy fina ante las relaciones ecológicas que nos entretejen en los territorios vivientes. Este rastreo “ecosensible” inaugura otra relación con el mundo viviente, que se hace así más lleno de aventuras y más acogedor: lleno de aventuras porque ocurren cantidad de cosas, todo actúa, todo es más rico y extraño, toda relación –incluso en el fondo del jardín– merece ser explorada; y más hospitalario porque no es más una naturaleza muda e inerte en un cosmos absurdo, sino que se trata de vivientes como nosotros, vectorizados por lógicas vitales reconocibles aunque siempre enigmáticas, una parte de su misterio no puede ser agotada nunca por la indagación.

 

Hay un aforismo zen que me parece que permite entrever algo del rastro que seguimos aquí, ese rastro para bosquizarse: “Un monje está parado bajo la lluvia torrencial, de espaldas a la puerta del templo, deslizando la mirada por las cimas. Un joven bonzo asoma la cabeza por la puerta del templo, arropado en su túnica, y le dice al monje: ‘¡Entre, se va a morir!’ Luego de un silencio, el monje responde: ‘¿Entrar? No me había dado cuenta de que estuviera afuera’”.

 

En cierto sentido, alguna vez la gente se aburría “afuera”, en paisajes inanimados, en busca de esfuerzo físico y vistas pintorescas. Ahora todo está poblado, todo habla y hay que cohabitar en la gran geopolítica compartida. Intentar, como rastreadores amateurs, convertirnos en diplomáticos ante formas de vida que habitan entre nosotros, pero por sí mismas. Podríamos intentar convertirnos en “truchements”, intermediarios, ante todos esos vivientes. “Truchement” es una linda palabra del francés antiguo que sirve para calificar a personajes extraños: es el nombre para esos jóvenes madereros franceses que el explorador Samuel de Champlain, apostado sobre el territorio algonquino que se convertiría en Canadá, dejaba hibernar con las tribus americanas, para que aprendieran la lengua y las costumbres de los supuestos salvajes, y se convirtieran en diplomáticos entre las naciones, enarbolando desde entonces chaqueta y plumas sobre los cabellos largos.

 

Se trataría de convertirse en madereros del mismo tipo pero ante “salvajes” diferentes: bosquizarse es un intento de ir a hibernar allí, desde el interior del punto de vista de los animales salvajes, de los árboles que se comunican, de los suelos vivientes que trabajan, de las plantas aliadas de la huerta permacultora, para ver con sus ojos y hacerse sensibles a sus usos y costumbres, a sus perspectivas irreductibles sobre el cosmos, para inventar mejores relaciones con ellos. Se trata ciertamente de diplomacia, porque es un pueblo abigarrado cuyos lenguajes y costumbres no entendemos muy bien, y que no está forzosamente inclinado a comunicarse, pese a que las condiciones están dadas por el solo hecho de la ascendencia común (descendemos del mismo ancestro). Para “bosquizarnos” no vamos a poder prescindir de acrobacias de la inteligencia y la imaginación, ni de un suspenso indefinido, delicado, para intentar traducir lo que hacen, lo que comunican y cómo viven.

 

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© Guadalupe Miles Valle de la Luna / Cusi Cusi. Diciembre, 2020. Gracias al apoyo de Fundación Espacio V.

 

El antropólogo Claude Lévi-Strauss sostiene en unas páginas célebres que la imposibilidad de comunicarse con otras especies con las que compartimos la tierra es una situación trágica y una maldición. En efecto, cuando le preguntan qué es un mito, responde: 

 

“Si preguntase a un indio americano tendría usted muchas posibilidades de que le respondiese: una historia del tiempo en que los hombres y los animales todavía no eran distintos. Una definición como esa me parece muy profunda. Porque, pese a los ríos de tinta derramados por la tradición judeocristiana para enmascararla, ninguna situación parece más trágica, más ofensora para el corazón y la mente, que la de una humanidad que coexiste con otras especies vivientes en una tierra cuyo goce comparte y con las que no se puede comunicar. Por eso se comprende que los mitos se nieguen a tener por original esa tara de la creación; que vean en su aparición el suceso inaugural de la condición humana y de la imperfección de esta”.6

 

Ahora bien, esta “tara de la creación” es en cierto sentido una visión de la mente: la comunicación es posible, por muy difícil que sea, siempre sujeta a un malentendido creador, siempre envuelta de misterio. Nunca dejó de serlo, excepto para una civilización que desfiguró a los otros vivientes hasta hacerlos máquinas, materia gobernada por instintos o alteridad absoluta gobernada por relaciones de fuerza.

 

Si, no obstante, la definición de mito que propone Lévi-Strauss es correcta, entonces el rastreo aparece de un modo enigmático como una vía posible, entre otras, para experimentar y acceder al tiempo mismo del mito.

 

Ese estado de indistinción entre el animal y el humano, esa experiencia metamórfica entre sí mismo y el otro es omnipresente en el rastreo. Para comprender la trayectoria del animal hay que ponerse en su lugar, ver con sus ojos. Encontrar los puntos clave, las convergencias entre modos de ser vivientes, siguiendo al animal en sus huellas. Encontrar las problemáticas (diferentemente) vitales en nosotros. Para encontrar al lobo, hay que buscar en nosotros aquellas que tenemos en común con el lobo: buscar salir del aspecto vital solamente humano para coincidir en otra parte. Moverse por un sendero, por ejemplo. Ciertos senderos animales son un lugar de indistinción entre el humano y el animal, porque no se puede determinar a simple vista quien lo transitó primero. Un sendero muchas veces es compartido, trazado y transitado con indiferencia por varias especies, entre ellas los humanos, y es con el mismo ojo de abridor de caminos y por las mismas razones que lo eligen. Los senderos del ciervo son caminos abiertos; los del jabalí se vuelven exigentes cuando el abrigo de arbustos se densifica, porque son bajos; los de la cabra montañesa muchas veces son demasiado verticales porque, como el pájaro, ella vive en tres dimensiones; los del lobo son las mejores vías para explorar.

 

Entre los grandes animales hay una comunidad de desafíos de movimiento y una manera análoga de desplazarse, una misma búsqueda de un camino abierto, del mejor pasaje, del arroyo para beber o solo para disfrutar de la alegría del agua viva, del sol para calentar el cuero después del frío de una quebrada, del punto de vista de sobrevuelo sobre un valle que permite orientarse un poco y ver venir, de esa sombra para refrescarse al mediodía, de ese desvío para evitar el pico. Un sendero lobuno toma siempre el camino de menos resistencia. Y por eso un humano seguirá naturalmente un sendero animal (de cierta corpulencia); y por eso, en él y por él, hay algo de una indistinción momentánea entre ese hombre y ese animal que da prueba, en la experiencia vital y vivida de explorar, de su proximidad. Lo ven con la misma mirada, son mamíferos que abren el camino con los mismos desafíos y el mismo modo de pensar y de decidir. A pesar de las diferencias, a pesar de la inaccesible extrañeza de las otras formas de vida, hay en ciertos puntos cierta comunidad de problemáticas vitales. Es lo que se manifiesta en el rastreo bosquizado cuando, por ejemplo, encontramos el rastro perdido porque adivinamos que era hacia ese arroyo que iba el animal en las horas de calor, o cuando anticipamos que el lobo, habitado por el deseo soberano de hacer conocer su territorio, habrá dejado su marca sobre ese paso montañoso que encontramos efectivamente allí. De paso, atravesamos sin querer la experiencia del tiempo del mito: un tiempo en el que los animales humanos y no humanos ya no son distinguibles de un modo evidente.


 

Como todo buen intermediario, es de esperar que un diplomático que salió a bosquizarse en casa de los otros vivientes, aunque sea por solo un día o dos, vuelva transformado, tranquilamente asalvajado, lejos de la salvajería fantasmática atribuida a los Otros. Que aquel que se bosquiza vuelva un poco diferente de su viaje teriomórfico: con la sangre mezclada, a caballo entre dos mundos. Ni envilecido ni purificado, solo distinto y capaz de viajar un poco entre los mundos, y hacerlos comunicar para trabajar en la puesta en marcha de un mundo común.


 

La Tierra: eso basta. 

No quiero que las constelaciones se acerquen. 

Sé que están muy bien donde están. 

Sé que bastan a quienes las habitan.7


 

 

Traducción: Francisco Gelman Constantin.

Agradecemos especialmente a Diego Abadi, por su sensibilidad y el camino que está llevando adelante con Isla Desierta (con link a http://www.isladesierta.com.ar), a los editores en Francia y en Argentina y al autor que cedió los derechos gratuitamente. 

Las imágenes que acompañan el texto fueron cedidas por la artista Guadalupe Miles, quien percibió apoyo de la Fundación Espacio V.

 

© Actes Sud, France, 2018

© Ediciones Isla Desierta, 2020

 

  1. Philippe Descola, Par-delà nature et culture, NRF Essais, Paris, 2005 [ed. cast. Más allá de naturaleza y cultura, Buenos Aires, Amorrortu, 2012. Trad. de H. Pons]
  2. Philippe Descola, Les lances du crépuscule, Paris, Plon, 1993, p. 440 [ed. cast. Las lanzas del crepúsculo, Buenos Aires, FCE, 2005, p. 39. Trad. de V. Castelló-Jobert y R. Ibarlucía].
  3. Gilles Havard, Histoire des coureurs de bois, Amérique du Nord 1600-1840, Paris, Les Indes savantes, 2016.
  4. Walt Whitman, “Le chant de la grand-route”, en Feuilles d’herbe, Paris, Gallimard, 2002 [1855] [ed. cast. Hojas de hierba, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2014, p. 184. Trad. de E. Moga E-book]
  5. Emanuele Coccia escribió bellas páginas sobre ese fenómeno en La Vie des plantes. Une métaphysique du mélange, Paris, Rivages, 2016 [ed. cast. La vida de las plantas. Una metafísica de la mixtura, Buenos Aires, Miño y Dávila, 2017. Trad. de G. Milone].
  6. Claude Lévi-Strauss y Didier Eribon, De près et de loin, Paris, Odile Jacob, 1988, p. 193 [ed. cast. De cerca y de lejos, Madrid, Alianza, 1990, p. 191. Trad. de M. Armiño].
  7. Walt Whitman, “Le chant de la grand-route”, en Feuilles d’herbe, op. cit. [ed. cast. cit., p. 377].
  8. *Nota al pie que sale del título con asterisco: Prefacio del libro de Baptiste Morizot Tras el rastro animal (trad. Francisco Gelman Constantin), Buenos Aires, Isla Desierta, 2020.
Baptiste Morizot
Baptiste Morizot

Escritor y profesor de filosofía en la Universidad de Aix-Marseille, Francia. Entre sus trabajos, consagrados principalmente a las relaciones entre los humanos y los no humanos, y apoyados en prácticas de terreno como el rastreo, se encuentran: Pour une théorie de la rencontre: hasard et individuation chez Gilbert Simondon (Vrin, 2016), Les diplomates: cohabiter avec les loups sur une autre carte du vivant (Wild Project, 2016), Pister les créatures fabuleuses (Bayard, 2019) y Manières d'être vivant (Actes Sud, 2020; ed. cast. Tras el rastro animal, Isla Desierta, 2020).