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“Gaia, figura (al fin profana) de la naturaleza”, por Bruno Latour

“Gaia, figura (al fin profana) de la naturaleza”, por Bruno Latour

 

Galileo, Lovelock: dos descubrimientos simétricos • Gaia, un nombre mítico muy peligroso para una teoría científica • Un paralelo con los microbios de Pasteur • También Lovelock hace pulular los microactores • ¿Cómo evitar la idea de sistema? • Los organismos crean su ambiente, no se adaptan a él • Sobre una ligera complicación del darwinismo • El espacio, hijo de la historia. 

 

Es probable que, tanto para la historia de las ciencias como para la de la imaginación popular, dentro de algunos pocos años esta segunda escena se torne tan célebre como la de Galileo, aquella en la que, durante las noches frescas de noviembre y diciembre de 1609, alzó su telescopio, hasta entonces dirigido a la laguna de Venecia, hacia la Luna. En ese momento, según dicen, le vino la idea de que todos los planetas se asemejaban. Tres siglos después, otro descubrimiento invierte los términos: ¡la Tierra es un planeta que no se asemeja a ningún otro! Hay que reconocer que en verdad la simetría es demasiado bella: mientras el primer sabio descubre cómo pasar de la estrecha visión que tiene desde su ventana sobre el Gran Canal hasta el universo infinito, el segundo descubre cómo pasar del universo infinito a los límites estrechos del planeta azul. Lo que el primero logra hacer con un telescopio de dos centavos, un verdadero juguete para niños, el segundo lo logra alzando hacia el cielo un equipo todavía más ligero, una simple experiencia de pensamiento. Necesitaríamos a un Plutarco para añadir un nuevo capítulo a estas Vidas paralelas, a un Arthur Koestler1 para escribir un apéndice a sus Sonámbulos.

 

Durante el otoño de 1965, dentro del Jet Propulsion Lab de Pasadena, en las oficinas del departamento encargado de la vida extraterrestre, James Lovelock, fisiólogo e ingeniero un tanto excéntrico –los ingleses siempre dicen de él que es un inconformista, un maverick–2, redacta un artículo con Dian Hitchcock (¡sin relación con el cineasta!) sobre la posibilidad de detectar vida en Marte3. Los dos autores se sienten un poquito incómodos al verse obligados a confesarles a sus colegas –atareados en concebir los artefactos complejos y costosos de las misiones Voyager y, más tarde, Viking, que proyectan enviar a la superficie de Marte con ayuda de gigantescos cohetes– que para responder a semejante pregunta ¡la mejor solución sería quedarse allí mismo donde están, en Pasadena! Que se contenten, dicen los autores, con alzar hacia el planeta rojo un modesto instrumento para verificar si la atmósfera está en equilibrio químico o no, y tendrán su respuesta.4 Con esta simple medida, sabrían que la atmósfera de Marte es perfectamente inerte. ¡No hay necesidad de entrar en grandes gastos y volar hasta allá para comprobar lo que es evidente! 

 

Es inevitable que a uno le impacte la simetría entre los gestos de Galileo y los de Lovelock, que alzan modestos instrumentos hacia el cielo para efectuar descubrimientos radicalmente opuestos. Cuando, a partir de las imágenes temblorosas, irisadas y deformes que su telescopio recogía de la Luna, Galileo decidió, gracias a su conocimiento profundo del dibujo de perspectiva,5 ver las sombras proyectadas allí por el Sol sobre montañas, cadenas y valles lunares, se apresuró a establecer, entre la Tierra y su satélite, un nuevo tipo de continuidad –para no decir “una nueva fraternidad”–. Ambos eran planetas, ambos eran cuerpos hechos de la misma materia uniforme, tenían la misma dignidad y giraban alrededor de otro centro. De ahí en más, el espacio indiferenciado podía extenderse en todas direcciones. La Tierra ya no estaba relegada en los bajos fondos de un mundo sublunar, rodeada por círculos de cada vez más elevada dignidad, desde los planetas supralunares hasta la esfera de las estrellas fijas, alejadas tan sólo unos grados de Dios mismo. Ahora la Tierra tenía la misma importancia que todos los otros cuerpos celestes, sin ninguna jerarquía entre ellos; en cuanto a Dios, se lo podía encontrar en todas partes por las vastas inmensidades del mundo. 

 

Una vez superado el primer impacto, los astrónomos, los escritores, los polemistas, los sacerdotes y los pastores, al igual que los libertinos, pudieron entonces propulsar a través de estas nuevas Tierras una vasta población de personajes ficticios que se pusieron a vivir toda clase de aventuras y a observar allí las costumbres de toda suerte de criaturas extrañas. Los nuevos relatos astronómicos de Kepler, Cyrano, Descartes, Fontenelle y Newton, a propósito de un mundo que se extendía constantemente porque era homogéneo en todo lugar, se tornaron creíbles6. Y, como se había inventado el espacio infinito semejante a sí mismo en todo lugar, se podía dar alguna consistencia a la idea de “un punto de vista de ninguna parte” que permitía a unos espíritus desencarnados e intercambiables escribir las leyes aplicables al cosmos entero. Dejando de lado las cualidades secundarias –el color, el olor, la textura, pero también la generación, el envejecimiento y la muerte– y aferrándose únicamente a las cualidades primeras –la extensión y el movimiento–, todos los planetas, todos los soles, todas las galaxias podían ser tratados como bolas de billar.7 Después de todo, cuerpos en caída libre son cuerpos en caída libre; ¡cuando usted ha visto uno, los ha visto todos! La extensión infinita del mundo así como del conocimiento del mundo se volvía posible, puesto que cada lugar era literalmente el mismo que cualquier otro, por diferencia de unas pocas coordenadas. Como indica la expresión latina res extensa, la idea de lo que es una cosa podía extenderse, en efecto, a todas partes.8 Retomando el célebre título de Alexandre Koyré,9 Galileo y sus sucesores permitían a sus lectores pasar “del mundo cerrado al universo infinito”. El espíritu de las leyes de la naturaleza flotaba en el cielo. 

 

Y a partir de estas localizaciones ficticias Lovelock imagina a un astrónomo marciano que no tendría ninguna necesidad de viajar en un plato volador para decidir, por la simple lectura de sus instrumentos igualmente ficticios, que la Tierra es un planeta viviente puesto que su atmósfera no regresa al equilibrio químico.10 Tal es el razonamiento de Lovelock: si, desde Pasadena, puedo decidir sin discusión que Marte es un astro muerto dado que su atmósfera se halla en equilibrio químico, del mismo modo, si yo fuera un hombrecito verde, podría concluir con toda certeza que la Tierra es un astro vivo puesto que su atmósfera se halla en desequilibrio químico. Y si es así, concluye el astrónomo terrestre en un destello de intuición, algo debe mantener vigente esta situación, alguna potencia de actuar que todavía no se ha hecho visible, que está ausente en Marte así como en Venus y la Luna, una fuerza dispuesta de tal manera que pueda mantener –o cubrir– durante decenas de miles de años un estado de cosas lo bastante perdurable para contrarrestar las perturbaciones introducidas por los acontecimientos exteriores: el resplandor más intenso del Sol, los bombardeos de asteroides, las erupciones volcánicas. Pero no hay que precipitarse a dar a esta potencia un nombre conocido, por ejemplo el de “vida”. Antes hay que comprender la singularidad de este descubrimiento. 

 

Mientras Galileo, alzando los ojos del horizonte hacia el cielo, reforzaba la similitud entre la Tierra y todos los otros cuerpos en caída libre, Lovelock, bajando los ojos desde Marte en dirección a nosotros, menoscaba en realidad la similitud entre todos los planetas y esta Tierra tan particular que es la nuestra. Al adoptar el “punto de vista de Sirio”, muestra por qué no hay tal cosa como un “punto de vista de ninguna parte”. Desde su pequeña oficina de Pasadena, como alguien que hiciera deslizar lentamente el techo de un auto descapotable para cerrarlo bien, Lovelock devuelve a su lector a lo que debería considerarse, una vez más, como un mundo sublunar. No es que la Tierra carezca de perfecciones, sino todo lo contrario; no es que esconda en sus trasfondos la oscura morada del Infierno,11 sino que posee –¿sólo ella?– el privilegio de hallarse en desequilibrio, lo que también quiere decir que posee cierta manera de ser corruptible (o, para utilizar los términos de la conferencia previa, de estar, de un modo u otro, animada).

 

En cualquiera de los casos, parece capaz de mantener activamente una diferencia entre el interior y el exterior de ella misma. Tiene algo como una piel, como un envoltorio. Cosa todavía más extraña, el planeta azul aparece de pronto como una larga serie de acontecimientos históricos, azarosos, específicos y contingentes, como si fuese el resultado provisorio y frágil de una geohistoria.12 Es como si, tres siglos y medio más tarde, Lovelock hubiese tenido en cuenta algunos de los rasgos de esta misma Tierra que Galileo debía pasar por alto a fin de poder considerarla simplemente como un cuerpo en caída libre entre los restantes:13 su color, su olor, su superficie, su tacto, su génesis, su envejecimiento, tal vez su muerte, esa delgada película en el interior de la cual vivimos; en una palabra, su comportamiento, además de su movimiento. Como si las cualidades secundarias hubiesen vuelto al primer plano. Serres tenía razón: a la Tierra que se mueve de Galileo, para estar completa, había que añadir la Tierra que se conmueve de Lovelock.14 

 

Si el primer descubrimiento fue un shock, el segundo no lo es menos. Recuerden el cliché de las tres “heridas narcisistas” celebradas por Freud,15 no sin un cierto masoquismo: primero Copérnico, después Darwin, y por último el propio Freud. Tres veces seguidas, la arrogancia humana habría sido profundamente herida por descubrimientos científicos: primero, por la revolución copernicana que habría expulsado al hombre del centro del mundo; luego, más profundamente magullada aún, por la evolución darwinista que hizo del humano una especie de mono desnudo; y en tercer lugar, por el inconsciente freudiano que habría expulsado a la conciencia humana de su posición central. Pero para tomar dichos descubrimientos científicos por una serie de heridas narcisistas, Freud debía haber olvidado el entusiasmo con el que había sido recibida la así llamada “revolución copernicana”.16 Lejos de sentirse heridos, parece al contrario que aquellos que la vivieron se sintieron liberados de sus ataduras después de haber soportado verse relegados durante tanto tiempo en lo más profundo de una mazmorra, sin otra salida que las regiones supralunares, el único lugar de las verdades incorruptibles. El universo infinito, la evolución milenaria, el inconsciente tortuoso, todo eso libera: ¡por fin salimos de nuestro agujero! ¡Por fin nos emancipamos! Recordemos que Brecht, en su obra sobre Galileo, había celebrado esta salida hacia mar abierto, cuando hacía girar delante de su asistente Andrea los pesados aros de cobre de un astrolabio a la antigua usanza: 

 

Galileo (secándose el sudor): –Sí, yo también lo sentí cuando vi el objeto por primera vez. Otros también lo sienten. ¡Muros, esferas e inmovilidad! Durante dos mil años, la humanidad creyó que el sol y todos los cuerpos celestes giraban alrededor de ella. [...] Pero ahora, salimos al mar abierto. Pues el tiempo antiguo ha pasado, y este es un nuevo tiempo. [...] Pues todo se mueve, amigo mío. [...] Muy pronto la humanidad sabrá qué clase de morada es la suya, este cuerpo celeste en el que reside. Lo que está escrito en los libros antiguos ya no le basta. Pues allí donde hace mil años se había instalado la creencia, allí mismo se instala ahora la duda.17 

 

“Todo se mueve, amigo mío.” En efecto, pero no en la dirección prevista... Podríamos decir, parodiando a Brecht: “Allí donde hace trescientos cincuenta años se había instalado la creencia, ¡allí mismo se instala ahora la duda!”. “El tiempo antiguo ha pasado” y pronto, tal vez, “la humanidad sabrá qué clase de morada es la suya, este cuerpo celeste en el que reside”, pero a condición de asimilar esta otra “herida narcisista”, muchísimo más dolorosa que las que Freud había imaginado. Lo que ya no tiene sentido alguno es transportarse en sueños, sin obstáculos y sin asidero, por la gran extensión del espacio. Esta vez, nosotros los humanos no estamos shockeados porque nos hemos enterado de que la Tierra no ocupa el centro y se arremolina en círculos sin fin alrededor del Sol; si estamos tan profundamente shockeados es, al contrario, porque volvemos a encontrarnos en el centro de su pequeño universo, y porque estamos prisioneros dentro de su minúscula atmósfera local. 

 

De repente, debemos dar vuelta nuestros viajes imaginarios; el universo en expansión de Galileo se encuentra como suspendido, el movimiento hacia delante se ha interrumpido. De ahora en más el título de Koyré debe leerse en sentido contrario: “Regresando del universo infinito al cosmos limitado y cerrado”. Todos los personajes ficticios que han enviado lejos, ¡llámenlos de vuelta! Anúncienle al capitán Kirk que la nave Enterprise debe volver al redil. “Allá, no encontrarán ustedes nada parecido a nosotros; estamos solos con nuestra historia terrestre y terrible.” En cuanto al planeta Pandora, ¡no es en esa dirección que la próxima Frontera contra los bárbaros Na’vis seguirá extendiéndose! Por otra parte, la doctora Ryan Stone, en el film Gravedad, se encargó de resumirnos la situación al encontrarse, después de mil efectos especiales, en tierra firme: I hate space! [¡Odio el espacio!].18

 

Sí, decididamente, “se instala la duda”. Seguimos pudiendo gastar enormes presupuestos en aquello que antaño se llamaba “conquista del espacio”, pero en el mejor de los casos no lograríamos más que transportar a través de las inconcebibles distancias, desde un planeta vivo hacia algunos planetas muertos, media docena de astronautas encapsulados. El lugar de la acción es aquí abajo y ahora. ¡No sueñen más, mortales! No escaparán al espacio. No tienen ustedes otra morada que esta de aquí, en el estrecho planeta. Pueden comparar los cuerpos celestes unos con otros, pero sin ir allí personalmente. La Tierra es para ustedes lo que en griego se llama un hapax –que sólo aparece una vez– y es ese el nombre que vuestra especie, los terrícolas, merecen también... o, si prefieren un término de similar etimología en greco-latino, idiota. “Somos unos idiotas; todo lo que nos ocurre, no ocurre más que una vez, ni más que a nosotros, aquí.” Si Galileo Galilei se las había arreglado para tener un nombre que lo acercaba al mítico nombre de aquel hombre de Galilea hay que reconocer que también Lovelock se las arregló para conseguirse un apellido de lo más enigmático: ¿“Amor aherrojado”, “Cerrojo de amor”, “Amacandados”? En todo caso, por culpa suya, henos aquí encerrados para siempre bajo siete llaves…

 

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El nombre “Gaia” no es menos sorprendente que el de Lovelock. Todos hemos leído El señor de las moscas, la historia de esos escolares británicos que naufragan en una isla desierta de la que no pueden escapar más de lo que nosotros podemos escapar de nuestro planeta azul, y donde poco a poco descienden por la resbalosa pendiente que conduce a la barbarie.19 Pero resulta que William Golding, su autor, era vecino de Lovelock en un pueblito de Wiltshire que lleva el delicioso nombre de Bowerchalke, y Lovelock debe el nombre de su teoría a Golding.20 No es ensuciar la reputación del escritor suponer que, cuando luego de algunas cervezas en el pub le sugirió el nombre “Gaia”, hacía largo tiempo que no releía a Hesíodo. Si lo hubiese hecho, habría sabido que echaba sobre la teoría de su amigo una maldición de la que jamás lograría recuperarse del todo. 

 

Es que Gaia, Gea, Tierra, no es una diosa propiamente dicha, sino una fuerza que antecede a los dioses. “En la Teogonía de Hesíodo”, escribe Marcel Detienne,21 “Tierra es una gran potencia de los comienzos”. Prolífica, peligrosa, perspicaz, la antigua Gaia emerge entre grandes efusiones de sangre, de vapor y de terror, en compañía de Caos y de Eros. 

 

En verdad, en los primerísimos tiempos, nació Caos, el Abismo-vacío, y luego Gaia, la Tierra de anchas laderas, universal morada por siempre estable de los inmortales amos de las cimas del nevado Olimpo [...] y Eros que es el más bello de los dioses. [...] En cuanto a la Tierra, en primer lugar hizo nacer, igual a ella misma (era preciso que pudiera ocultarla, envolverla completamente), a Urano, el Cielo estrellado [...]. Ella dio a luz a Tea la Divina, Rea, Temis Justa-costumbre y Memoria-Mnemosyne, Febe la Luminosa, toda de oro coronada, y Tetis, que inspira el amor. Y después de ellos, el menor, Cronos, de las ideas retorcidas, el más terrible de los hijos, que incubó ira hacia su vigoroso progenitor.22

 

¿Quién es entonces Gaia, la Gaia de la mitología? Imposible responder a esta pregunta sin hacer para ella lo que hemos aprendido en la conferencia anterior:23 labrar primero la larga lista de sus atributos, de modo que encontremos su esencia. Como ocurre con todos los seres, pero más particularmente aun con estos personajes temperamentales que los relatos míticos no cesan de fabricar, su competencia (lo que ella es) se deduce de sus performances (lo que ella hace).24 Y estas últimas son múltiples, contradictorias, confusas a más no poder. Gaia tiene mil nombres. Lo cierto es que no resulta una figura de la armonía. En ella, nada de maternal, o bien, ¡hay que revisar de cabo a rabo lo que se entiende por “Madre”! Si le hicieran falta rituales, sin duda no eran las simpáticas danzas New Age que se inventaron más tarde para celebrar la Gaia posmoderna.25 

 

Baste un testimonio para juzgar: es Gaia, antes que nadie, quien inventa la horrible estratagema que le permitiría deshacerse de la carga que supone su marido Urano: 

 

El mundo se habría quedado en este estado si Gaia, indignada por una existencia encogida, no hubiese imaginado una pérfida astucia, que va a cambiar la cara de las cosas. Ella crea el blanco metal acero, hace con él una hoz; exhorta a sus hijos a castigar a su padre. Todos vacilan y tiemblan, salvo el más joven, Cronos, el Titán de corazón audaz y de retorcida astucia.26

 

En el relato de Hesíodo, ella juega un papel de una potencia a la vez aterradora y sensata. Su astucia se manifiesta en primer lugar en el hecho de que ella jamás comete hechos abominables por sí misma, sino siempre por intermedio de aquellos en quienes ha inspirado la venganza. ¡No cesa de provocar a su inmensa progenitura de monstruos y de dioses para que se asesinen los unos a los otros! Sin embargo, después de haber sumergido a los miembros de su familia en conflictos espantosos, a esos mismos contra los cuales ha complotado –Urano, Cronos, Zeus–, ella les prodiga luego los consejos de su mántica –se dice de ella que es protomantis, la “primera profeta”–27 de modo que terminan por triunfar. 

 

Tres veces, da Tierra consejos decisivos: [...] hace comprender, indica con palabras más que por signos, también sabe “decir todo expresamente” cuando es necesario, pero siempre prevé, previene, concibe los designios que orientan el curso de las cosas de manera decisiva.28

 

Potencia ctónica, de piel negra, morena y sombría, después de incitar a su hijo Cronos a cortar con “una hoz de acero de agudos dientes” los genitales de su marido Urano, Gaia no lo considera suficiente. Con la complicidad de Rea, convence a Zeus de luchar contra su propio padre y de vencerlo. Pero luego se las ingenia para movilizar a su benjamín, Tifón –un monstruo de cien cabezas de serpiente–, a destruir el imperio de su hijo Zeus. Sale vencedor el olímpico, pero desde entonces los pobres humanos son víctimas de los vientos, de las tempestades y de los ciclones de Tifón. Desde el punto de vista de los dioses olímpicos –esas divinidades llegadas tardíamente– Gaia es una figura de violencia, de génesis y de astucia, una figura siempre antecedente y contradictoria. Si está ligada al orden y a la ley, a Temis, esa ligazón se realiza en la violencia y los temblores, pero sobre todo en la duplicidad. Como bien dice Detienne, ella cambia constantemente. 

 

Fue Gaia quien concibió el subterfugio de la piedra envuelta en pañales en lugar del recién nacido, escondido en el fondo de una caverna en Creta, esperando que se convirtiera en Zeus. A lo largo de toda esta “arqueología” del mundo divino, Gaia da muestras de una capacidad de conocer lo que va a sobrevenir: ella aprecia el presente en función del futuro que lo habita, prefigurando de esta manera el buen consejo y la sabia prudencia que van a caracterizar la acción de Temis, en varios momentos de la carrera de Zeus y, en especial, cuando Tierra, esta vez demandante, venga a quejarse de la proliferación de la especie humana y de su creciente impiedad sobre su “amplio pecho”.29

 

Aquella que se queja de la impiedad y del peso excesivo de los humanos, sin duda alguna, no es piadosa. Por lo demás, a los arqueólogos no les resulta nada fácil encontrar sus altares, enterrados como están en cavernas profundas, bajo las ruinas de los templos erigidos mucho más tarde para dirigirse a dioses más convenientes y mejor celebrados.30

 

Lo que es verdad del personaje mitológico lo es también de la teoría que lleva su nombre. Sí, sin ninguna duda, hay una maldición unida a la teoría de Gaia. Por otra parte, cuántas veces se me advirtió que no recurriera a este término y que no confesara a viva voz que me interesaba en los libros de Lovelock... hasta el punto de escribir una obra teatral sobre ellos y, para coronar el conjunto, ¡centrar en este personaje la presente serie de conferencias! “¡Por favor, no puede usted tomar en serio”, me decían, “esas divagaciones pseudocientíficas de un viejo inventor independiente que afirma tranquilamente en la televisión que siete octavas partes de la humanidad serán muy pronto eliminadas porque, como un nuevo Malthus, él pretende haber calculado la ‘capacidad de carga’ del planeta Tierra –unos trescientos millones–; y que de todos modos eso le da igual, ya que él va a morir, lejos de la Tierra, en un cohete, durante un viaje por el espacio, gracias a un boleto gratuito que le fue regalado, para rematarla, por un sponsor que no es otro que Richard Branson!31 ¡Vamos! Esa mezcla de ciencia e intuiciones vagamente espiritualistas no puede ser el centro de una nueva visión de la ciencia, de la política y de la religión. Qué idea estúpida, compararlo con nuestro gran, inmenso Galileo.” 

 

Uno de los motivos por los cuales me resistí a estas advertencias es que no estoy muy seguro de lo que habrían dicho mis detractores, si hubiesen vivido en 1610, al leer el Sidereus Nuncius publicado por ese curioso ingeniero barbudo que firmaba “Galileo”.32 Después de todo, un matemático que divaga sobre Dios, la Tierra, la Luna, la Iglesia, la Biblia y el destino humano, que compara la Tierra y los planetas con bolas de billar, dedicando su obra a un Médicis con una perfecta adulonería, tal vez no habría tenido una recepción tanto más favorable en aquella época.33 Richard Branson no es el duque de Médicis, por cierto, pero entre las dos cosmologías hay una simetría inversa tan impresionante que me interesa explorarla. En los dos casos, lo que está en cuestión es el movimiento y el comportamiento de la Tierra, así como el destino de aquellos que la habitan y que afirman conocerla; eso basta para tomarlos en serio a ambos. 

 

Si hay una maldición que pesa sobre la teoría de Gaia es la que el modernismo introdujo en la cuestión al imponernos desde siempre tratar nuestra relación con el mundo según el esquema Naturaleza/Cultura que hemos intentado invertir en las dos conferencias precedentes.34 Este esquema es en gran parte heredero, él mismo, del descubrimiento que, para simplificar, podemos llamar “galileico”.35 Una vez introducida en física por motivos inicialmente sólo prácticos, la distinción entre las cualidades primarias y las cualidades secundarias se puso luego a proliferar en todos los dominios. Si a Galileo le era necesario retirarles a los cuerpos todos los comportamientos para dejarles sólo los movimientos, no había motivo alguno para hacer de ello una filosofía general, y menos aún la política de una Tierra sin comportamiento alguno. Lo que para Galileo era apenas un cómodo expediente se transforma en un fundamento metafísico en manos de Locke, de Descartes y de sus sucesores.36

 

Sin embargo, precisamente de esta generalización indebida proviene la extraña operación que ha permitido desanimar una sección del mundo, declarada objetiva e inerte, y de sobreanimar otra sección, declarada subjetiva, consciente y libre. Esta distribución extraña –lo que Whitehead llamó “bifurcación de la naturaleza”–37 pesa, cuatro siglos después, sobre toda interpretación de la teoría de Gaia. Dado que Gaia no cuadra en el esquema Naturaleza/Cultura –así como la Tierra en movimiento de Galileo no cuadraba en el cosmos medieval–, para juzgarla hay que tomar ciertas precauciones. En un sentido, ¡es Locke contra Lovelock! No nos precipitemos a concluir el proceso de este último en su descrédito del mismo modo en que tantos se precipitan, aunque siempre a destiempo, en favor de Galileo... Esta vez, debemos forjarnos una opinión sin el beneficio del juicio retrospectivo de la historia. 

 

Yo podría escapar fácilmente a la maldición pretendiendo que el nombre de una teoría no tiene ninguna importancia y que, después de todo, los científicos serios evitan todo lo posible el nombre Gaia, y prefieren el eufemismo “ciencias del sistema Tierra”. Pero sería hacer trampa y pasar de un personaje ambiguo a otro aún más difícil de definir. “Sistema”, ¿qué curioso animal es ese? ¿Un Titán? ¿Un Cíclope? ¿Qué clase de retorcida divinidad? Evitando el verdadero mito, caeríamos en el falso.38 Mito y ciencia, bien sabemos, hablan lenguas que solo son distintas en apariencia, pero en cuanto nos aproximamos a esta zona metamórfica que hemos aprendido a detectar, ambas se ponen a intercambiar sus rasgos, para expresar, prolongar, aquello que quieren decir. “No hay un mito puro como la idea de una ciencia depurada de cualquier mito”, diría Serres.39

 

No, hay que hacer con la teoría científica de Gaia lo que los magníficos trabajos de los helenistas nos enseñaron a hacer con personajes mitológicos como la antigua Gea. Como siempre, hay que reemplazar lo que son los dioses, los conceptos, los objetos y las cosas, por lo que hacen. Para lanzar la Tierra en movimiento a través del universo infinito, Galileo debe mezclarlo todo, desde luego: aquello que atañe a Dios, a los príncipes, a la autoridad, a la forma de los cuerpos, e incluso, como sabemos, al bello estilo italiano.40 Lo mismo ocurre con Lovelock cuando procura repatriar esa misma Tierra a un cosmos finito. Para traducir a una lengua más o menos comprensible esta potencia de actuar que hace que la Tierra tenga un comportamiento –que se muestra ante los ojos exteriores como dotada de un envoltorio sensible y perecedero–, el inventor debe, también él, mezclarlo todo, reciclar las metáforas para que se ajusten de otra manera y para terminar por hacerles decir otra cosa. Tanto Lovelock como Galileo vacilan. ¿Se contradicen? Sí, desde luego: pasar de la naturaleza al mundo siempre es sumergirse en la metafísica, sepultar los hábitos de su disciplina –para Galileo la mecánica, para Lovelock la química– en otra cosa más activa, más abierta, y también más corrosiva. 

 

Pero el problema de Lovelock es nuevo: ¿cómo hablar de la Tierra sin tomarla como a un todo ya compuesto, sin atribuirle una coherencia que no tiene y, no obstante, sin desanimarla haciendo de los organismos que mantienen viva la fina película de las zonas críticas unos simples pasajeros inertes y pasivos de un sistema físico-químico? Su problema consiste en comprender en qué sentido la Tierra es activa, pero sin atribuirle un alma; y comprender también cuál es la consecuencia inmediata de eso: ¿en qué sentido puede decirse que ella retroactúa a las acciones colectivas de los humanos? Antes de condenarlo, hay que sopesar cuán inédito es este problema, puesto que, para hablar de la “naturaleza”, Lovelock no dispone sino de la metafísica heredada de Galileo. Esta “naturaleza” de la que ahora sabemos que no es más que la mitad de una definición simétrica de la cultura, de la subjetividad y de la humanidad, y que desde hace varios siglos conlleva un pertrecho de moral, de política y de teología del que jamás ha podido librarse. Lovelock no es ni filósofo ni letrado. Es un inventor autodidacta. Debe improvisarlo todo por sí mismo. Pero lo que a fin de cuentas logra construir, de un modo u otro, es una versión de la Tierra que es enteramente de aquí abajo. Digamos que para estudiar la Tierra hay que volver a la Tierra. 

 

Como ya notaremos, pese a los numerosos tanteos de la prosa de Lovelock, Gaia juega un rol mucho menos religioso, mucho menos político, mucho menos moral que la concepción de la “naturaleza” tal como emerge en la época de Galileo. La paradoja de esta figura que intentamos afrontar es que el nombre de una diosa primitiva, proteiforme, monstruosa e impúdica ha sido dado a aquello que tal vez sea la entidad menos religiosa producida por la ciencia occidental. Si el adjetivo “secular” significa “que no implica ninguna causa exterior ni fundamento espiritual” y por lo tanto plenamente “de este mundo”, entonces la intuición de Lovelock puede ser tildada de enteramente secular. Pero, por desgracia, “secular” no evoca sino lo contrario de “religioso”; “profano” carece de sentido si no es en relación con “sagrado”; en cuanto a “pagano”, es un término que denota exclusión y sólo tiene sentido para los misioneros. Habría que poder decir mundano, en el sentido inglés de earthly.41 Si no hay un término adecuado, es porque en efecto la situación es nueva. 

 

En lo que resta de esta conferencia, me gustaría insistir en dos características de Gaia particularmente sorprendentes: primero, que esté compuesta de agentes que no están ni desanimados ni sobreanimados; después, y a pesar de lo que pretenden los detractores de Lovelock, que esté constituida de agentes que no están prematuramente unificados en una sola totalidad actuante. Gaia, la fuera de la ley, es la antisistema.42

  

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¿Qué potencia de actuar da Lovelock a los organismos vivientes capaces de jugar un rol en la historia local de la Tierra? La mejor manera de comprenderlo, tal vez, es trazar un paralelo, esta vez ya no entre Lovelock y Galileo, sino más bien entre Lovelock y Louis Pasteur. Lo que vuelve tan seductor el paralelo no es el papel que ambos asignaron a los microorganismos, sino las consecuencias que los dos extrajeron de ello para la medicina. ¿Lovelock no es el autor de un libro que conocemos con su subtítulo traducido [al francés] Una medicina para el planeta?43 Pasteur, después de haber dado forma a sus microbios, enseguida intentó convencer a los cirujanos de que con sus escalpelos infectados mataban a sus pacientes sin siquiera darse cuenta. Del mismo modo, Lovelock, apenas esbozado el rostro de Gaia, intenta persuadir a los humanos de que tienen el extraño destino de haberse convertido por ignorancia en la enfermedad de Gaia.44 Como si el desafío, esta vez, no fuese proteger a los humanos contra los microbios, ¡sino comprender la peligrosa retroacción de los microbios y de los humanos! Si los microbios de Pasteur transformaron profundamente todas las definiciones de la vida colectiva, encontrarse en la Gaia de Lovelock es aprender a redibujar las líneas del frente entre amigos y enemigos. Tal como en la época de Pasteur, lo que está en juego en estas ciencias nuevas es la guerra y la paz.45

 

Veamos ante todo cómo puede funcionar el paralelo. Si uno se acuerda de los largos combates que la naciente microbiología debió librar contra eminentes químicos, aparece de manera flagrante el paralelo con las batallas de Lovelock contra los geólogos para pasar de la geoquímica a lo que él llama “geofisiología”.46 En los dos casos, tentativas de introducir un agente, hasta el momento desconocido, son acusadas de sobre-animar el mundo al caer de cabeza en la metafísica. En el caso de Pasteur, así como en el de Lovelock, la intuición de que en las reacciones químicas hay otros actores en acción, aparte de los sospechosos habituales conocidos en la época, es recibida con la mayor suspicacia.47 Por cierto, ese fue el caso con el químico alemán Justus von Liebig (1803-1873), la bestia negra de Pasteur en la década de 1850. Después de un siglo de combates contra agentes misteriosos y fuerzas vitales, los químicos habían establecido finalmente su paradigma al aprender a dar cuenta de todos los fenómenos que podían analizar en sus laboratorios mediante “reacciones estrictamente químicas”.48 Por eso, no tuvieron paciencia alguna, por lo menos al comienzo, con ese traidor de Pasteur, aunque él también fuese químico, cuando pretendía poder demostrar, por ejemplo, que el azúcar no podía ser transformado en alcohol sin la adición de un agente desconocido, la levadura, cuya presencia era indispensable, según él, para desencadenar fermentaciones. A los ojos de los químicos, era un retorno al vitalismo del pasado... incluso a un sospechoso espiritualismo. 

 

Como hemos visto en la conferencia precedente, los agentes científicos, captados en la etapa naciente, son primero una lista de acciones, tanto antes de que se les dé un nombre que resuma esas acciones... a menudo en esa lengua, el griego antiguo, que ya ningún científico habla. Lo que un agente es capaz de hacer se deduce de lo que ha hecho: principio pragmático si los hay. En las manos de Liebig, la “levadura” no era más que un producto derivado de la fermentación. En el laboratorio de Pasteur, el mismo personaje es llamado a un destino más glorioso. El texto es justamente célebre: 

 

Si examinamos con atención una fermentación láctica ordinaria, hay casos en que podemos reconocer por encima del sedimento calcáreo y de materia nitrogenada unas manchas de una sustancia gris que en ocasiones forman una zona en la superficie del sedimento. Esta materia es arrastrada por el movimiento gaseoso. Su examen bajo el microscopio no permite, cuando uno no está prevenido, distinguirla del cáseum, del gluten en disolución, etc., de tal suerte que nada indica que sea una materia especial, ni que haya nacido durante la fermentación. Su peso aparente es siempre muy ligero, comparado al de la materia nitrogenada primitivamente necesaria para que se realice el fenómeno. En fin, con mucha frecuencia está tan mezclada con la masa de cáseum y de sustancia calcárea, que no habría por qué creer en su existencia. Y sin embargo es ella la que desempeña el papel principal. Voy a indicar en primer lugar el medio para aislarla, para prepararla en estado de pureza.49 

 

Si al recorrer algunas páginas de la memoria sobre la fermentación el lector pasa de la frase “Investigaciones minuciosas no han podido hasta el momento descubrir el desarrollo de seres organizados” a “Y sin embargo es ella la que desempeña el papel principal”,50 es porque Pasteur ha derivado ese “papel principal” de un conjunto de pruebas de laboratorio donde el personaje emergente se reveló en primer lugar por una serie de acciones muy modestas: al comienzo, no es nada más que “unas manchas de una sustancia gris”, “nada indica que sea una materia especial”. Un actor surge poco a poco de sus acciones; una sustancia nueva, de sus atributos. Nos encontramos, aquí, ante la misma situación que en la conferencia anterior: la levadura se convierte en el agente cuyas propiedades podemos deducir en lo sucesivo.51 

 

Si gradualmente los químicos cambiaron de opinión, no fue sólo a causa de la habilidad experimental de Pasteur, sino también porque había logrado realizar la misma serie de experiencias, pero esta vez contra los vitalistas, cuya causa se lo acusaba de abrazar. Por medio de una serie de magníficas experiencias, Pasteur había demostrado luego que aquellos que seguían creyendo, como Félix-Archimède Pouchet, en la generación espontánea, habían “contaminado” su cultivo introduciendo subrepticiamente lo que muy pronto iba a ser llamado “microbios”.52 Allí donde Pouchet veía una potencia de actuar autónoma y espontánea, Pasteur, por el contrario, lograba mostrar que no había más que un “medio de cultivo” en el que se podía, a voluntad, “sembrar” microorganismos, pero que también se podía, a voluntad, mantener estéril tanto tiempo como se lo deseara. La existencia de la generación espontánea se había desvanecido entre sus manos para reducirse a un simple error de manipulación.

 

Vemos por qué es tan importante no estabilizar de una vez y para siempre la animación de la que dotamos a las posibilidades de actuar: mientras que el químico Liebig, a los ojos de Pasteur, había desanimado en forma prematura sus preparados, Pouchet, el naturalista, se había precipitado a otorgar a sus actores capacidades genésicas igualmente excesivas. Exceso de reducción en un caso; falta de reducción en el otro. En las hábiles manos de Pasteur, el agente anti-Liebig era también anti-Pouchet. Mediante este ataque en dos frentes, Pasteur, en menos de una década, logró abrirse camino entre la Caribdis del reduccionismo y la Escila del vitalismo. Establecía de ese modo la existencia totalmente original de un agente que no podía ser reducido ni a la “química estricta” ni a ninguno de los misteriosos “miasmas” que habían desorientado a la medicina durante siglos. Había añadido a la lista de las posibilidades de actuar un elemento, el microbio, que iba a desempeñar un papel capital en el reordenamiento de todos los modos de vida. 

 

El caso de Pasteur prueba, una vez más, que la ciencia no procede por la simple expansión de una “visión científica del mundo” ya existente, sino por la revisión de la lista de los objetos que pueblan el mundo, lo que normalmente es llamado por los filósofos, con razón, una metafísica y, por los antropólogos, una cosmología. El reduccionismo no consiste en limitarse a algunos personajes bien conocidos para poder contar la historia de todas las cosas, como creía Descartes en su hermosa novela sobre el sistema de la naturaleza,53 sino en valerse de una serie de pruebas para hacer emerger a los personajes insólitos que componen el colectivo. El mundo siempre desborda la naturaleza, o, más exactamente, mundo y naturaleza son referencias temporales: la naturaleza es lo que es estable; el mundo, lo que viene.54 Es por eso que la palabra “metafísica” no debería ser tan chocante para los científicos en actividad, sino sólo para aquellos que creen que la tarea de poblar el mundo ya está terminada. La metafísica es la reserva, siempre por volver a guarnecer, de la física. Y desde luego, tan pronto como se haya decidido cuáles son los personajes humanos y no humanos llamados a cumplir, como la levadura, los “roles principales”, la política asoma su nariz. 

 

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Hacer el paralelo con Pasteur ayuda a presentar más generosamente el modo en que Lovelock se apañará para introducir otros “agentes organizados” a quienes atribuye el “rol principal”, allí donde sus detractores no ven más que seres pasivos, simples pasajeros de una naturaleza que hace todo el trabajo. Esta vez, no es la presencia indispensable de “manchas de una sustancia gris” la que desencadena una “fermentación viviente”, sino una serie de inestabilidades químicas que requieren la introducción de otro agente para equilibrar el balance. Cuando Lovelock intenta desentrañar el rol cumplido por la extraña proporción de O2 y de CO2 en la atmósfera, emplea, como Pasteur, el efecto sorpresa. El drama se despliega siempre más o menos de la misma manera: la Tierra debería ser como Marte, un astro muerto. Pero no lo es. ¿Qué fuerza, por lo tanto, es capaz de retardar su desaparición? 55

 

Hoy, muchos biólogos parecen creer que eso [el equilibrio de la naturaleza] basta para explicar la concentración de los dos grandes gases metabólicos –gas carbónico y oxígeno– en el aire. Esta concepción es errónea. La imagen del mundo así creada es la de un barco en el que las bombas solamente están conectadas para hacer circular el agua que se estanca en el fondo de la cala, en lugar de para expulsarla. Si se abriese una vía de agua, el barco no tardaría en hundirse [...]. ¿Cuál es entonces la naturaleza de esta “fuga” que determina así el nivel del gas carbónico atmosférico? En una palabra, es la erosión de las rocas [...]. Hasta los años noventa, los geoquímicos sostenían que la presencia de la vida no ha tenido ningún efecto sobre este sistema de reacciones. Es solamente la química, decían, la que determina la concentración del gas carbónico en la atmósfera. Pero yo no estoy de acuerdo [...]. Mediante su crecimiento, los vegetales inyectan en el suelo gas carbónico que toman del aire, como prueban las observaciones que recogen un enriquecimiento del gas carbónico de diez a cuarenta veces en los bolsones de aire del suelo.56

 

La prosa de Lovelock siempre ha tenido cierto dejo de novela policial, salvo porque el enigma que el detective debe resolver no es desencadenado por el descubrimiento de un cadáver, sino por el misterio que pretende que un personaje no haya sido asesinado... ¡al menos, no todavía! Sometamos la situación a una prueba para ver si las leyes normales de la geoquímica logran explicar este mantenimiento en la existencia. Cada vez que la prueba fracase, nos veremos forzados a añadir un pequeño no sé qué para dar cuenta de este desequilibrio en los balances químicos. Luego habrá que nombrar a este protector invisible que asegura la continuidad de lo que, desde hace decenas de miles de años, habría debido desaparecer, como en Marte o en Venus. 

 

Así como Pasteur desafiaba a los defensores de la generación espontánea, Lovelock desafía a los geoquímicos: “Intenten explicar la situación a partir de las leyes normales de la química, ustedes, adeptos del ‘equilibrio de la naturaleza’!”. Tomen el agua, por ejemplo. Habría debido esfumarse hace mucho tiempo, como lo ha hecho en los otros planetas. ¿Por qué sigue estando ahí, y en tal abundancia? 

 

Si la Tierra tiene importantes masas oceánicas es porque ha evolucionado no solamente bajo la acción de las fuerzas geofísicas y geoquímicas, sino también en el marco de un sistema del que los organismos son parte integrante. 57

 

A continuación, reproduzcamos esta pesquisa policial sobre todos los ingredientes sucesivos que se supone pueblan la Tierra. ¿El dióxido de carbono debería estar presente en mucha mayor cantidad en el aire? ¿Dónde cae? En el suelo. ¿Por medio de qué agente? Por la acción de los microorganismos y de la vegetación. Ahora examinemos si esos microorganismos están a la altura del nuevo rol que se les ha asignado. El nitrógeno atmosférico no se encuentra donde debería, en los océanos. Habría aumentado tanto la salinidad que ningún organismo habría podido proteger su membrana celular contra el envenenamiento por sal. Ante semejante desequilibrio, hay que preguntarse qué fuerzas lo mantienen en la atmósfera. 

 

Si no hubiese vida sobre la Tierra, la acción prolongada del rayo terminaría por eliminar la mayor parte del nitrógeno atmosférico que subsistiría en la forma de iones nitratos disueltos en el océano. [...] Sobre una Tierra sin vida, parece probable que esas fuerzas puramente minerales concentrarían la mayor parte del nitrógeno en los océanos y dejarían en la atmósfera apenas un escaso volumen.58

 

Lo que es conmovedor en la prosa de Lovelock (y más aún en la de su ladero Lynn Margulis –1938-2011–),59 es que cada elemento que nosotros, los lectores ignorantes, habríamos considerado como parte del segundo plano de los ciclos majestuosos de la naturaleza –contra los cuales la historia humana siempre se había destacado– se vuelve activo y móvil gracias a la introducción de nuevos personajes invisibles capaces de subvertir el orden y la jerarquía de los agentes. Sabíamos que gran parte de las montañas estaba compuesta por los restos de los seres vivos, pero tal vez ocurra lo mismo con la capa de las nubes, amplificada por obra de los microorganismos marinos.60 E incluso el lento movimiento tectónico de las placas no habría podido activarse sin el enorme peso de las rocas sedimentadas.

 

Esta puesta en escena tiene algo de dibujo animado, como si cada vez que Lovelock tocara una parte de la escenografía con su varita mágica, de pronto, como en una versión Disney de La bella durmiente, todos los sirvientes de su palacio, hasta el momento pasivos e inertes, salieran de su sueño bostezando, y se pusieran en movimiento de manera endiablada: tanto los enanos como el reloj, los pomos de las puertas como los árboles del jardín. Los más humildes accesorios juegan en adelante un papel, como si ya no hubiese distinción entre los personajes principales y los secundarios. Todo aquello que era un simple intermediario que servía para transportar una estrecha concatenación de causas y de consecuencias se convierte en un mediador, haciendo de las suyas en el relato.61 Para Lovelock, todo aquello que se sitúa entre lo alto de la atmósfera y lo bajo de las rocas sedimentarias –lo que los bioquímicos llaman justamente la zona crítica–62 se halla preso de la misma efervescencia.

 

El comportamiento de la Tierra es inexplicable sin la adición del trabajo realizado por los organismos vivos, al igual que la fermentación, para Pasteur, no puede desencadenarse sin levadura. Así como la acción de los microorganismos, en el siglo XIX, había logrado la cerveza, el vino, el vinagre, la leche y las epidemias, en nuestros días su incesante labor logra poner en movimiento el aire, el agua, el suelo y, cada vez más, todo el clima. 

 

Tanto movimiento da vértigo. Y este vértigo es mucho más profundo que el desencadenado por Galileo al lanzar la Tierra alrededor del Sol. Se necesitaba mucha imaginación, en el siglo XVII, para espantarse del “silencio eterno de esos espacios infinitos”, ya que, en la práctica, en la Tierra, nadie podía detectar ni la más mínima diferencia entre la versión heliocéntrica y la versión geocéntrica de la experiencia cotidiana (es el gran inconveniente del principio de relatividad...). Pero ahora, con Lovelock, ¡es muy fácil sentir hasta qué punto esta nueva forma de geocentrismo –debería decir de Gaia-centrismo– tiene consecuencias! Esta vez, no estamos en absoluto en el mismo mundo, y cada uno de nosotros puede darse cuenta de ello. La Tierra, como las cubas de roble de una bodega borgoñesa durante la vendimia, huele a pleno a la acción de los microorganismos. Nosotros, los desequilibrados, nos encontramos sumergidos en medio de todos estos desequilibrios, ¡y es “el estruendo continuo de esos frágiles espacios” lo que debería espantarnos de una buena vez! 

 

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Ustedes me dirán: muy bien, la imagen de la Tierra en adelante es completamente activa; se ha transformado en un verdadero dibujo animado. ¿Pero no ha sido sobreanimada? Ese es el segundo rasgo de la escenografía de Gaia que me gustaría abordar. ¿Cómo logró salir adelante Lovelock trazando su camino entre los dos escollos: reduccionismo y vitalismo? ¿Fue tan astuto como Pasteur al lograr perfilar su microorganismo para que actuara tanto contra los defensores de la generación espontánea como contra los químicos como Liebig? 

 

A primera vista, Lovelock se abre paso bastante mal, puesto que la definición más corriente de la teoría de Gaia es que ella actuaría como un solo y único agente coordinador: Gaia sería el planeta Tierra considerado como un organismo viviente. A menudo es así como nos presentan su descubrimiento: 

 

Gaia es el sistema de vida planetaria que comprende todo lo que influye en la biota y es influenciado por ella. El sistema Gaia comparte con los otros organismos la capacidad de procurar la homeostasis: la regulación del ambiente fisicoquímico dentro de límites favorables a la vida.63 

 

“Sistema”, “homeostasis”, “regulación”, “límites favorables”, términos todos muy peligrosos. ¿Habría entonces un orden superior? Al lector, por generoso que sea, le resultará difícil abrirse camino entre las numerosas versiones propuestas por Lovelock. ¿Cómo debemos comprender el siguiente enunciado, donde afirma en un mismo respiro que la Tierra es y que no es un todo unificado?

 

Cuando hablo de Gaia como de un superorganismo, no pienso ni por un instante en una diosa o en algún ser dotado de pensamiento. Expreso mi intuición de que la Tierra se comporta como un sistema autorregulado y de que la ciencia adaptada a su estudio es la fisiología.64

 

Pero si no es una “diosa”, ¿por qué llamarla Gaia? ¿Y qué diferencia hay, para un “superorganismo”, entre un “ser sintiente” y un “sistema autorregulado”? Es hacerle acarrear un fardo muy pesado al pequeño agente relativo “como”, encargado por sí solo de impedir que tomemos realmente a Gaia por un Todo. Y sin embargo, si sostengo que Lovelock da vueltas alrededor de algo tan original como el microbio anti-Liebig/anti-Pouchet de Pasteur, es porque va a vencer, él también –para evitar confiar a un nivel superior, el de la totalidad– a todas las potencias de actuar que detectó.

 

Para comprender por qué tiene tanta dificultad en expresarse, hay que recordar que sociología y biología no han cesado nunca de intercambiar sus metáforas, y que por lo tanto es muy difícil inventar una nueva solución a los problemas de la organización.65 Todas las ciencias naturales o sociales se ven asediadas por el espectro del “organismo” que, más o menos subrepticiamente, siempre se vuelve un “superorganismo”, es decir un regulador de tránsito a quien se asigna la tarea –o más bien el santo misterio– de lograr la coordinación entre las partes.66 Ahora bien, el problema que bien supo ver Lovelock es que, en sentido estricto, en los objetos que él estudia, así como no existe totalidad, tampoco hay partes

 

Desde el momento en que uno imagina partes que “cumplen una función” dentro de un todo, uno se ve inevitablemente constreñido a imaginar también un ingeniero que procede a su disposición. En efecto, sólo en los sistemas técnicos se puede distinguir entre partes y un todo.67 Tal es incluso la definición del acto técnico: a partir de un plan uno puede anticipar los roles que serán ocupados por los elementos en función de una meta. Desde ya, puede extenderse la metáfora a un cuerpo, a una célula, a una molécula, haciendo como si las funciones “obedecieran” a un plan. Este tecnomorfismo ha servido de mucho a la biología, pero no le ha rendido más servicio que al estudio de las sociedades animales.68 ¿Pero cómo hacer si uno quiere hablar de la Tierra en su totalidad? La metáfora del organismo –esa extraña amalgama de teoría social, de concepción del Estado y de maquinismo– no tiene ningún sentido en esta escala, a menos que imaginemos a un Ingeniero general, torpe disfraz de la Providencia, capaz de disponer a todos esos actores para el bien de todos. 

 

Pero es evidente que no puede aplicarse una metáfora técnica perdurablemente a la Tierra: ella no ha sido fabricada; nadie la mantiene; aunque fuese una “nave espacial” –comparación que Lovelock combate incansablemente–,69 no tendría piloto. La Tierra tiene una historia, y sin embargo no ha sido concebida. Precisamente al no haber ingeniero en funciones (no hay relojero divino), resulta insostenible una concepción holística de Gaia. Y como Gaia no es comparable a una máquina, tampoco puede sometérsela a algún tipo re-engeneering.70 Como dicen los activistas: “No hay planeta B”. No podemos contar con ninguna NASA a la que una tripulación podría apelar, en caso de catástrofe, y a la que podríamos pedir auxilio por radio gritando Houston, we have a problem!71 

 

Toda la originalidad –y es verdad, lo reconozco, toda la dificultad– de la empresa de Lovelock es que se zambulló de cabeza en una cuestión imposible: obtener efectos de conexión entre posibilidades de actuar sin por ello contar con una concepción de la totalidad que es insostenible. Él presintió que la extensión de la metáfora del organismo a la Tierra conspiraba al mismo tiempo que daba existencia duradera a esa zona crítica dentro de la cual se combinan todos los seres vivos. Si se contradice constantemente es porque lucha como un verdadero diablo para evitar esos dos escollos, intentando trazar las conexiones sin pasar por el casillero Totalidad. Es por esta clase de combates que reconocemos la grandeza de investigadores como Pasteur o como Lovelock. 

 

Tanto es así que acaso sea el primero en plantearse semejante cuestión. En efecto, aquellos a los que combate no tienen ninguna dificultad, por su parte, en tomar a la Tierra por un sistema de antemano ya unificado: ya sea que la consideren en su versión desanimada –todas las partes “obedecen pasivamente a las leyes de la naturaleza”–,72 ya sea en su versión sobreanimada: las partes trabajan por la mayor gloria de la Vida, esa curiosa amalgama de alma, de espíritu, de gobierno y de dios. El problema que enfrenta Lovelock se les escapa por completo: ¿cómo seguir las conexiones sin ser, sin embargo, holístico? Es en este sistema que puede decirse que su versión del sistema-Tierra es antisistema: “Hay tan sólo una Gaia, pero Gaia no es una sola”.73

 

Como Pasteur, debe inventar una nueva regulación de las agencies que pueblan el mundo, pero con la dificultad suplementaria de que debe lograr integrar, sin unificarlos previamente, a todos los seres vivos hasta los límites de este frágil envoltorio que él llama Gaia. Todos retroactúan “como” un superorganismo, pero sin que se pueda confiar su unidad a ninguna figura de Gobernador. Y sin embargo así, a pesar del atractivo de las metáforas técnicas, como la del termostato o la cibernética –retomaré esto en la conferencia siguiente–,74 Lovelock no cesa de dar astutos rodeos. ¿Cómo lo hará? ¡Abandonando la idea de partes! Visto que esa es su intuición central, debemos comprenderla.75

 

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Si, en calidad de geofisiólogo, Lovelock lucha contra los geoquímicos, lucha también otro tanto contra los darwinianos, para quienes los organismos se contentan con “adaptarse a” su ambiente, sin tener en cuenta que ellos ajustan de manera pareja su ambiente a ellos. Para Lovelock, cualquier organismo tomado como punto de partida de una reacción bioquímica no se desarrolla “en” un ambiente, sino que, digamos, lo curva en torno a sí para mejor desarrollarse. Así, cada organismo manipula intencionalmente lo que lo rodea “para su propio interés”: todo el problema consiste, desde luego, en definir ese interés. para su propio interés”: todo el problema consiste, desde luego, en definir ese interés.76

 

Por eso, en sentido estricto, no puede haber partes. Ningún agente sobre la Tierra está simplemente sobreimpuesto a otro como un ladrillo yuxtapuesto a otro ladrillo. En un planeta muerto, las piezas estarían posadas partes extra partes; no en la Tierra. Cada potencia de actuar modifica a sus vecinos, aunque fuera ligeramente, para tornar su propia supervivencia ligeramente menos improbable. Es allí donde reside la diferencia entre geoquímica y geofisiología. Eso no quiere decir que Gaia posea una suerte de “gran alma sensible”, sino que el concepto de Gaia captura la distribuida intencionalidad de todos los agentes, cada uno de los cuales modifica su entorno a su conveniencia. 

 

Hasta aquí, nada que en verdad salga de lo ordinario. Únicamente si se lleva esta idea al extremo, como hace ese obstinado de Lovelock, ella se torna en verdad fecunda. Todos los historiadores admiten que los humanos han ajustado su ambiente para adecuarlo a sus necesidades: la naturaleza en la que viven es artificial de palmo a palmo. Lovelock –un inventor, no hay que olvidarlo– no hace otra cosa que extender esta capacidad de transformación a cada agente, por pequeño que sea. No son solamente los castores, los pájaros, las hormigas o las termitas los que curvan el ambiente a su alrededor para tornarlo más favorable, sino también los árboles, los hongos, las algas, las bacterias y los virus. ¿He allí un riesgo de antropomorfismo? Desde luego, allí está precisamente la astucia del razonamiento: la capacidad de los humanos para reacomodar todo a su alrededor es una propiedad general de los seres vivos. Sobre esta Tierra, nadie es pasivo: las consecuencias seleccionan, por así decir, las causas que actuarán sobre ellas. 

 

Alcanzado este punto, hay que redoblar la atención concedida a la distribución de las posibilidades de actuar. ¿Qué pasa, en efecto, si uno extiende la intencionalidad a todos los agentes?77 Paradójicamente, tal extensión borra muy pronto todo rastro de antropomorfismo, puesto que introduce en cada escala la posibilidad de retroacciones no intencionales. En efecto, aquello que en principio es verdad para un actor es igualmente verdad acerca de todos sus vecinos. Si A modifica a B, C, D y X para que se adecuen a su supervivencia, es igualmente cierto que B, C, D y X modifican a su vez a A. La animación se propaga de inmediato a todos los puntos. Supónganse que, como buenos darwinianos, tomaran el interés o el beneficio como la causa final de cada organismo en lucha por su supervivencia: ¿qué puede querer decir “causa final” si ya no es “final”, sino interrumpida en cada punto por la interposición de las intenciones y de los intereses, igualmente vigorosos, de los otros organismos

 

Cuanto más se generalice a todos los actores la noción de intencionalidad, menos se detectará intencionalidad en la totalidad, incluso si uno puede observar cada vez más retroacciones positivas o negativas, ¡tan poco intencionales las unas como las otras! Parece que los moralistas nunca hubiesen sopesado muy seriamente las consecuencias de la regla de oro: si “cada uno les hace a los otros lo que querría que los otros le hagan”, el resultado no es cooperación ni egoísmo, ¡sino la historia caótica que conocemos muy bien, pues vivimos metidos en ella!79 Uno puede seguir las ondulaciones de una piedra arrojada a un estanque pero no las olas producidas por cientos de cormoranes que se zambullen al mismo tiempo para atrapar a un pez. Con Gaia, Lovelock no nos pide que creamos en una sola Providencia, sino en tantas Providencias como organismos existen en la Tierra. Al generalizar la Providencia a cada agente, se asegura de que los intereses y los beneficios de cada actor sean contrarrestados o complicados por muchísimos otros programas. La idea misma de Providencia se embrolla, se pixela, y termina por desvanecerse. El simple resultado de semejante distribución de causas finales no es la emergencia de una Causa Final suprema, sino un lindo revoltijo. Ese revoltijo es Gaia. 

 

Una vez más, el paralelo con Pasteur es flagrante, puesto que su descubrimiento no fue tanto la existencia de los microbios como la compleja interacción de estos con el terreno que ellos influenciaban y que influía en contrapartida en su desarrollo.80 Sólo porque logró mostrar que podía hacer variar la virulencia de las enfermedades haciendo pasar a los microbios a través de diferentes especies –conejos, gallinas, perros y caballos–, finalmente Pasteur pudo convencer a los médicos de reconocerles a los microbios un rol en el desarrollo de las enfermedades.81 Una vez más, el reduccionismo no se define por la naturaleza desanimada del agente introducido en la historia sino por el número de los otros agentes que concurren en la acción. 

 

En sentido estricto, para Lovelock y más claramente aún para Lynn Margulis, ya no existe un ambiente al que podríamos adaptarnos. Puesto que todos los agentes vivientes siguen sus intenciones a rajatabla, modificando a sus vecinos tanto como sea posible, es imposible discernir cuál es el ambiente al que el organismo se adapta y cuál es el punto donde comienza su acción. Como subraya en una de sus reseñas Timothy Lenton, colaborador de Lovelock: 

 

La teoría de Gaia apunta a ser compatible con la biología evolucionista y considera a la evolución de los organismos y su ambiente material tan imbricada que forma un proceso único e indivisible. Los organismos poseen propiedades que alteran el ambiente porque el beneficio que esas propiedades aportan (a la viabilidad del organismo) supera el costo de energía en el individuo.82

 

Pero atención, “único e indivisible” se aplica al proceso de imbricación, ¡no a los resultados! Ese es el origen del particular encanto que se desprende de la prosa de Lovelock y de Margulis. El interior y el exterior de todas las fronteras están subvertidos. No porque todo esté conectado dentro de una “gran cadena del ser”; no porque exista en alguna parte un plan global que ordenaría la concatenación de los agentes; sino porque la interacción entre un vecino que manipula activamente a sus vecinos y todos los otros que lo manipulan a él define lo que habría que llamar ondas de acción que no respetan ninguna frontera y, cosa todavía más importante, que jamás respetan una escala fija.83 Estas ondas que se encabalgan son los verdaderos actores que deberían ser seguidos de cabo a rabo, cualquiera sea el lugar adonde conducen, sin pegarse a la frontera interna de un agente aislado considerado como individuo “dentro” de un ambiente “al cual” se adaptaría.84 El término es desacertado, no pertenece a Lovelock, y sin embargo estas ondas de acción no dejan de ser las verdaderas pinceladas con las que él espera pintar el rostro de Gaia. 

 

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Hasta aquí, el argumento de Lovelock es totalmente compatible con los relatos darwinianos, porque cada agente trabaja para sí mismo sin que se le pida que abandone su propio interés “en beneficio de un todo superior”, lo cual sin lugar a dudas sería el caso si hubiese un Gran Regulador de Tránsito que distribuyera las funciones entre todas las partes. Sin elogio del egoísmo sagrado, no hay darwinismo concebible.85 Pero cuando Lovelock añada algo al argumento habitual, será cuando pregunte lo que significa realmente para un agente “calcular su interés”. 

 

Los evolucionistas criticaron mucho a Lovelock oponiéndole el argumento, a primera vista imbatible, de que no se puede discernir cómo lograría sobrevivir el organismo Tierra en el seno de una población de planetas en lucha por la supervivencia –formato estándar de los relatos de la evolución–.86 Por ello, rechazaron con indignación la idea de un “planeta viviente”. Pero es que atribuían a Lovelock la idea de un planeta unificado, ese superorganismo, contra el cual, justamente, él luchaba sin descanso. Ahora bien, para Lovelock, no hay ninguna necesidad del formato estándar para detectar la acción ordinaria de la evolución. La dificultad que se le opone es, por ende, completamente imaginaria. Depende por entero de la escena primitiva del evolucionismo que reposa, por una parte, sobre la idea de que se le pueden poner límites al organismo cuyas chances de supervivencia se pretende calcular, y, por otra parte, sobre la función de árbitro último ofrecida al ambiente encargado de la selección. Pero para Lovelock no hay un límite al organismo que pueda tornar su supervivencia “calculable”, y tampoco hay árbitro, ya que él intenta dejar atrás los dos conceptos, el del organismo aislado que calcula su interés, y el de totalidad inerte a la cual se adaptaría. Lejos de ceder a la crítica de los neodarwinistas, Lovelock derriba su paradigma: si hay un resto de Providencia, es probable encontrarlo más bien entre los darwinistas.87

 

Si bien se prestó de buena gana al ejercicio obligado de mostrar, gracias al modelo Daisy,88 que los organismos en lucha podían obtener efectos de homeostasis sin plan preestablecido –lo que resultaba bastante evidente–, Lovelock atacó justo la manera en que los biólogos entienden la adaptación a un ambiente. Este es evidentemente el límite de la teoría económica empleada como modelo de la biología, teoría gracias a la cual podríamos distinguir lo exterior de lo interior de un agente. Según dicha teoría, uno siempre debe elegir entre el individuo egoísta y el sistema integrado –dilema que los biólogos tomaron de las ciencias sociales–.89 Pero lo que es tan inverosímil en la idea del “gen egoísta” no es que los genes sean egoístas –cada agente persigue su propio interés hasta su triste fin–, sino que se pueda calcular su “viabilidad” externalizando a todos los otros actores en lo que constituiría, para un actor dado, su “ambiente”. Dicho de otra manera, el problema del gen egoísta es la definición del ego.90 Eso no quiere decir que haya que movilizar un superorganismo al que los actores deban imperativamente sacrificar su bienestar, sino tan sólo que la vida es más caótica de lo que los economistas y los darwinianos habían imaginado, puesto que cada propósito egoísta es sumergido por los propósitos egoístas de todos los otros. Los relatos por selección natural ofrecen un cuadro demasiado idílico de la historia natural. Comparada con el embrollo de Gaia, la despiadada lucha por la vida aparece como lo que es: una forma domesticada y racionalizada de la religión natural.91 

 

La razón por la que la intuición profana de Darwin fue caracterizada a menudo por una versión de la Providencia apenas disfrazada es que los neodarwinistas fingieron olvidar que, si semejante cálculo funciona en la economía humana, es en razón de la presión continua de formatos de cálculo cuya finalidad es hacer funcionar –el término técnico es “performance”– la distinción entre aquello que un agente dado debe literalmente tener en cuenta y aquello que debe decidir no tomar en cuenta.92 Sin estos procedimientos contables, sería imposible calcular el beneficio y mucho menos deducirlo de su supuesto “ambiente”. Desde el momento en que se extiende el darwinismo a todos los seres vivos, y por lo tanto a aquello que cada uno les hace a todos los otros de los que depende, el cálculo de la optimización se torna sencillamente imposible.93 Ni la internalización ni la externalización tienen sentido allí. Lo que se obtiene en su lugar son oportunidades de azar, bucles de retroacción, ruido y, sí, historia. ¡Si no hay gen egoísta es porque, literalmente, el ego no tiene límite! 

 

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En otras palabras, los evolucionistas se precipitaron a tratar a Gaia como un todo sin siquiera intentar comprender aquello que Lovelock estaba explorando. Revelaban así su inextirpable apego a la oposición clásica entre el individuo y la totalidad, el actor y el sistema, obsesión política, sociológica y religiosa, pero sin ninguna relación con lo que se puede esperar de los seres vivos en el mundo. Ya lo sospechábamos un poco: la economía de la naturaleza no es la de los humanos. Retomaré la cuestión de este apego en la conferencia siguiente, pero, para cerrar esta, me gustaría señalar la otra consecuencia de la tentativa de Lovelock: si él prescinde de la idea de parte para explicar el organismo, prescinde también de la idea de totalidad para dar cuenta de las diferencias de escala. 

 

Tan pronto como abandonamos las fronteras entre lo exterior y lo interior de un agente, siguiendo estas ondas de acción, comenzamos a modificar la escala de los fenómenos considerados. No es que cambiemos de nivel y que pasemos mediante un salto brutal del individuo al “sistema”: abandonamos los dos puntos de vista por ser igualmente inoperantes. Tal es la importancia del papel de Margulis. Por lo demás, el vínculo entre estos dos autores habría debido alertar a los críticos, puesto que Margulis altera la comprensión de los organismos minúsculos con tanta seguridad como hace Lovelock con la de la Tierra.94 Esto demuestra que es la noción propiamente dicha de organismo, de escala, de partes y de todo, lo que ambos atacan juntos. Por sí solos, los dos intentarán prescindir por completo de la noción de nivel. 

 

Un ejemplo de onda de acción ha tomado un carácter emblemático en la saga de Lovelock: la aparición progresiva de oxígeno al final del eón arcaico. ¿El oxígeno que respiramos es “superior” a nuestra escala individual? ¿Estamos “dentro” de la atmósfera? En realidad no, puesto que ese peligroso veneno es él mismo la consecuencia imprevista de la acción de los microorganismos que dieron a otros actores –de los cuales descendemos nosotros– la oportunidad de desarrollarse. Dicho de otra manera, la atmósfera somos nosotros. El oxígeno es un relativamente recién llegado, un caso masivo de polución que ha sido captado por nuevas formas de vida como una oportunidad de oro, después de haber aniquilado a decenas de miles de formas de vida anteriores: 

 

El oxígeno es tóxico, mutágeno, probablemente cancerígeno, y por lo tanto limita la longevidad de los organismos. Pero su presencia les abre así numerosas perspectivas. Al final del Arcaico, la aparición de un poco de oxígeno libre habría hecho milagros para esos ecosistemas primitivos [...]. El oxígeno habría modificado la química medioambiental. Habría habido un incremento de la cantidad de nitratos producidos por la oxidación del nitrógeno atmosférico y una aceleración de la erosión, sobre todo en las superficies emergentes, lo cual habría hecho disponibles elementos nutritivos antes escasos y por lo tanto permitido una proliferación de los organismos.95

 

Si ahora vivimos en una atmósfera dominada por el oxígeno, no es en razón de un bucle de retroacción dispuesto de antemano. Es porque los organismos que transformaron este veneno mortal en un formidable acelerador de su metabolismo se multiplicaron. El oxígeno no está aquí simplemente como un componente del ambiente, sino como la consecuencia prolongada de un acontecimiento prolongado hasta el día de hoy por la proliferación de los organismos. Del mismo modo, es tan sólo desde la invención de la fotosíntesis que el Sol ha sido llevado a jugar un rol en el desarrollo de la vida. Ambas son consecuencias de acontecimientos históricos que no durarán más tiempo que las criaturas que los sostienen. Y, como muestra el texto citado, cada acontecimiento abre, para otras criaturas, “nuevas perspectivas”. 

 

El punto crucial es que la escala no interviene pasando de un nivel local a un punto de vista superior. Si el oxígeno no se hubiese expandido, habría seguido siendo un peligroso contaminante en la vecindad de las arqueobacterias. La escala es aquello que el éxito de las formas vivientes engendró. Si hay un clima para la vida no es porque exista una res extensa en el interior de la cual todas las criaturas residirían pasivamente. El clima es el resultado histórico de conexiones recíprocas, que interfieren las unas con las otras, entre todas las criaturas en curso de desarrollo. Se expande, disminuye o muere con ellas.96 La “naturaleza” en la concepción clásica tenía niveles, estratos que se podían superar, de nivel en nivel, de acuerdo con un zoom continuo y bien ordenado.97 Gaia subvierte los niveles. En ella no hay nada inerte, nada benevolente, nada exterior. Si el clima y la vida han evolucionado juntos, el espacio no es un marco, ni siquiera un contexto: el espacio es un hijo del tiempo. Exactamente a la inversa de lo que Galileo había comenzado a desplegar: extender el espacio a todo para colocar a cada actor en el interior de él, partes extra partes. Para Lovelock, un tal espacio ya no tiene ninguna especie de significación: el espacio en el que habitamos, el de la zona crítica, es ese mismo contra el que conspiramos; se extiende tan lejos como nosotros; nosotros duramos tanto como aquellos que nos hacen respirar. 

 

En este sentido es que Gaia no es un organismo, y no podemos aplicarle ningún modelo técnico o religioso. Acaso tiene un orden, pero no jerarquía; no está ordenada por niveles; tampoco está desordenada. Todos los efectos de escala son el resultado de la expansión de un agente particularmente oportunista que aprovecha enseguida ocasiones de desarrollarse: eso es lo que torna completamente profana a la Gaia de Lovelock. Si es una ópera, depende de una improvisación constante que no tiene ni partitura ni desenlace, y que jamás se interpreta dos veces en el mismo escenario. Si no hay ningún marco, ningún propósito, ninguna dirección, debemos considerar a Gaia como el nombre de un proceso por el cual determinadas ocasiones variables y contingentes obtuvieron la oportunidad de tornar más probables los acontecimientos ulteriores. En este sentido, Gaia no es más una criatura del azar que de la necesidad. Lo que quiere decir que se parece mucho a aquello que hemos terminado por considerar como la historia misma.

 

• 

 

¿Hemos dibujado finalmente el rostro de Gaia? No, desde luego. Al menos espero haber dicho bastante para convencerlos de que buscar el lugar del “Hombre en la Naturaleza” –para recurrir a una expresión anticuada– de ningún modo es la misma tarea que participar en la geohistoria del planeta. Llevando al primer plano todo aquello que antes estaba limitado al segundo plano, no esperamos vivir por fin “en armonía con la naturaleza”. No hay armonía posible en esta cascada contingente de acontecimientos imprevistos y tampoco hay “naturaleza” –al menos no en este que es nuestro reino sublunar–. Por lo tanto, aprender cómo situar la acción humana en esta geohistoria no equivale tampoco a “naturalizar” a los humanos. Ninguna unidad, ninguna universalidad, ninguna irrefutabilidad, ninguna indefectibilidad puede ser invocada para simplificar esta geohistoria en la que los humanos se encuentran sumergidos. 

 

El drama es que la intrusión de Gaia sobreviene en el momento en que la figura humana aparece más que nunca como inadecuada para tomarla en cuenta. Precisamente cuando habría que tener tantas definiciones de la humanidad como pertenencias al mundo existen, es el momento mismo en que se ha logrado universalizar por fin sobre toda la superficie de la Tierra el mismo humanoide economizador y calculador. Con el nombre de globalización o mundialización, la cultura de este extraño OGM –de su nombre latino Homo oeconomicus– se ha diseminado por doquier... ¡Justo en el momento en que tenemos una cruel necesidad de otras formas de homodiversidad! Qué mala suerte, realmente: hay que enfrentar el mundo con un humano reducido a un pequeñísimo número de competencias intelectuales, dotado de un cerebro capaz de hacer simples cálculos de capitalización y de consumo, al que se atribuye una pequeña cantidad de deseos y al que se ha logrado convencer por fin de tomarse realmente por un individuo, en el sentido atómico de la palabra. En el momento mismo en que se necesitaría volver a hacer política, ya no tenemos a nuestra disposición más que los patéticos recursos del “management” y la “gobernanza”. Nunca antes una definición tan provinciana de la humanidad se había transformado en un estándar universal de comportamiento.98 En el momento mismo en que habría que aflojar la opresión de la primera Naturaleza, la segunda Naturaleza de la Economía impone su jaula de hierro más estrictamente que nunca. 

 

Es probable que sea de este desajuste entre las antiguas definiciones de la humanidad y aquello a lo que los humanos deben hacer frente de donde proviene esta perturbadora impresión de que la historia, o más bien la historicidad, ha cambiado de bando. Mientras el modernismo mantuvo su influencia, los “humanos” estaban felices de vivir entre, de un lado, el “reino de la necesidad” (el encadenamiento de las causas y de las consecuencias) y, del otro, el “reino de la libertad” (las creaciones del derecho, de la modernidad, de la libertad y del arte). Intercambiaban la necesidad apremiante de la Naturaleza por la proliferación de las culturas. “Mono-naturalismo”, de un lado, “multi-culturalismo”, del otro.99 Ahora bien, el acontecimiento geohistórico que procuro definir derribó de pies a cabeza esta división. El poder de invención y de sorpresa dio un vuelco de los humanos a los no humanos, como subraya la humorada de Frederick Jameson según la cual “¡en nuestros días, parece más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo!”.100#100 

 

¿Recuerdan la cantidad de energía que las ciencias sociales dilapidaron para combatir los peligros del reduccionismo biológico y la naturalización? Hoy parece difícil decidir si se gana más libertad de movimiento volviéndose hacia la naturaleza o hacia la cultura. Lo que es seguro es que los glaciares parecen reducirse más rápido, el hielo fundirse más rápidamente, las especies desaparecer a mayor velocidad que el majestuoso tren de la política, de la conciencia y de la sensibilidad. Qué difícil le sería a Shelley cantar hoy: 

 

The everlasting universe of things
Flows through the mind, and rolls its rapid waves,
Now dark – now glittering – now reflecting gloom –
Now lending splendour, where from secret springs
The source of human thought its tribute brings
Of waters – with a sound but half its own,
Such as a feeble brook will oft assume
In the wild woods, among the mountains lone,
Where waterfalls around it leap forever,
Where woods and winds contend, and a vast river
Over its rocks ceaselessly bursts and raves. 

 

[El eterno universo de las cosas
Fluye a través de la mente y agita sus rápidas olas,
Ya oscuras, ya radiantes, ora espejos de melancolía,
Ora prestando su esplendor, donde en secretos manantiales
La fuente del pensamiento humano recoge su tributo
De unas aguas... cuyo ruido sólo les pertenece a medias,
Así como un débil arroyo con frecuencia ha de adquirirlo
En los salvajes bosques, entre las montañas solitarias,
Donde las cascadas a su alrededor saltarán por siempre,
Y luchan los bosques y los vientos, y un vasto río
Sobre sus rocas incesantemente rompe y desvaría.]101 

 

¿“El eterno universo de las cosas”? ¡Más vale no contar más con eso! Hemos cesado de creer que las cascadas “saltarán por siempre” y que “un vasto río / sobre sus rocas incesantemente” ha de romper y desvariar. Si siempre existe un quiasmo para alimentar la mezcla de “melancolía” y de “esplendor” que acompaña el sentimiento de lo sublime, no es porque veamos a unos pobres y fugaces humanos que se agitan sobre el escenario de una naturaleza perpetua, sino porque estamos obligados a ver a unos humanos obstinadamente sordos e impasiblemente sentados, inmóviles, ¡mientras que el antiguo decorado de sus antiguas intrigas desaparece a una velocidad aterradora! Sublime o trágico, no lo sé, pero una cosa es segura: ya no es un espectáculo que podamos apreciar a distancia; somos parte de él. 

 

Puede parecer extraño, pero en lo sucesivo la cuestión consiste en saber si los humanos son capaces de encontrar un sentido de la historia que les ha sido sustraído por lo que hasta el presente ellos habían tomado por un marco desprovisto de toda capacidad de reacción. La bifurcación de la Naturaleza que tanto había criticado Whitehead se encuentra invertida del modo más inesperado, ahora las “cualidades primarias” están caracterizadas por la sensibilidad, la actividad, la reacción, la incertidumbre; las “cualidades secundarias”, por la indiferencia, la insensibilidad, el letargo. A tal punto que podríamos enunciar lo opuesto de su célebre cita: “Así, el curso [de la historia humana] se concibe meramente como los avatares de la materia en su aventura a través del espacio”.102

 

Podrían ustedes quejarse de que esta versión geohistórica manifiesta una dosis excesiva de antropomorfismo. ¡Eso espero! Ciertamente no en el antiguo sentido de que “proyecta valores humanos sobre un mundo inerte de objetos muertos”, sino, al contrario, en el sentido de que “da una forma a los humanos”, o, como se dice en inglés, begins to morph a los humanos con una imagen más realista. Uno sólo podía quejarse de los peligros del antropomorfismo en la época en que los humanos jugaban en escena un papel muy distinto del decorado ante el cual se pavoneaban. Los roles de todos los antiguos personajes de la obra están siendo redistribuidos. De todos modos, cómo evitar las trampas del antropomorfismo, ¡si lo cierto es que en adelante vivimos en la era del Antropoceno!


 

*Tercera conferencia del libro de Bruno Latour Cara a cara con el planeta: una nueva mirada sobre el cambio climático alejada de las posiciones apocalípticas (trad. Ariel Dilon), 1ra edición, Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2017.

  1. Arthur Koestler, Les Somnambules. Essai sur l’histoire des conceptions de l’Univers (trad. Georges Fradier), Paris, Les Belles Lettres, 2010. Ed. orig.: The Sleepwalkers, London, Hutchinson, 1959 [ed. cast.: Los sonámbulos, Barcelona, Salvat, 1994].
  2. El Museo de Ciencias de Londres, al cual legó todos sus papeles, le dedicó una exposición titulada Unlocking Lovelock, Scientist, Inventor, Maverick...
  3. Ver James Lovelock y Dian Hitchcock, “Life detection by atmospheric analysis”, Icarus. International Journal of the Solar System, vol. 7, nº 2, 1967.
  4. El episodio ha sido contado y embellecido a menudo. Ver John Gribbin y Mary Gribbin, James Lovelock: In Search of Gaia, Princeton, Princeton University Press, 2009.
  5. Acerca de la calidad particular de los dibujos, véanse Erwin Panofsky, Galilée critique d’art (trad. Nathalie Heinich), seguido de Attitude esthétique et pensée scientifique par Alexandre Koyré, Bruxelles, Impressions Nouvelles, 2001, y el reciente análisis de Horst Bredekamp en Irène Brückle y Oliver Hahn, Galileo’s Sidereus Nuncius. A Comparison of the Proof Copy with other paradigmatic Copies, Berlin, Akademie, 2011.
  6. Son los personajes conceptuales descritos por Deleuze y Guattari y que volvió más concretos Aït-Touati. Cfr. Frédérique Aït-Touati, Contes de la Lune. Essai sur la fiction et la science modernes, Paris, Gallimard, 2011 y Gilles Deleuze y Félix Guattari, Qu’est-ce que la philosophie?, Paris, Minuit, 1991 [ed. cast.: ¿Qué es la filosofía?, Barcelona, Anagrama, 2013].
  7. Esta distinción entre cualidades primarias y cualidades secundarias, que Galileo operó por razones prácticas, ya no cesará de cargarse, en el curso del tiempo, con un peso filosófico, al punto de tomar la apariencia de una “bifurcación de la naturaleza” entre dos mundos inconmensurables; cfr. Alfred North Whitehead, Le concept de nature, Paris, Vrin, 1998. Ed. orig.: The Concept of Nature, Cambridge, Cambridge University Press, 1920 [ed. cast.: El concepto de naturaleza, Madrid, Gredos, 1968].
  8. La res extensa no es un ámbito del mundo, por oposición a la res cogitans, sino la mitad de un concepto único que organiza, a partir de Descartes, la transformación del mundo en “naturaleza”. Este tema pertenece tanto a la historia de la pintura como a la historia de las ciencias y a la filosofía. Es lo que podemos llamar “idealismo de la materia”.
  9. Alexandre Koyré, Du monde clos à l’univers infini, Paris, Gallimard, 1962.
  10. Contado por el propio Lovelock; ver James Lovelock, Homage to Gaia. The Life of an Independent scientist, Oxford, Oxford University Press, 2000 [ed. cast.: Homenaje a Gaia, Navarra, Laetoli, 2005].
  11. La particularidad del antiguo cosmos –retornaré sobre este punto en la siguiente conferencia– era que tenía el infierno en su centro, como lo vemos en La divina comedia. Galileo, por otra parte, se ocupó de la medida de dicho infierno en un texto sorprendente; ver Galileo, Leçons sur l’Enfer de Dante (trad. Lucette Degryse, posfacio de Jean Marc Lévy-Leblond), Paris, Fayard, 2008 [ed. cast.: Dos lecciones infernales, Madrid, Páginas de Espuma, 2012].
  12. La fragilidad del sistema es otra manera de subrayar su historicidad. En la hipótesis Medea, Peter D. Ward muestra que nada protege a Gaia contra la destrucción; ver Peter D. Ward, The Medea Hypothesis: Is Life on Earth Ultimately Self-Destructive?, Princeton, Princeton University Press, 2009. Ese es asimismo el tema del artículo de James Lovelock y M. Whitfield, “Life span of the biosphere”, Nature, nº 296, 1982, pp. 561-563.
  13. Es en el dispositivo del plano inclinado donde se invierte la relación entre el pasado y el futuro: de ahora en adelante el tiempo galileano descenderá de la causa pasada hacia sus consecuencias. Veáse Isabelle Stengers, L’invention des sciences modernes, Paris, La Découverte, 1993, p. 98.
  14. Véase “Segunda conferencia. Cómo no (des)animar la naturaleza” en Bruno Latour, Cara a cara con el planeta: una nueva mirada sobre el cambio climático alejada de las posiciones apocalípticas (trad. Ariel Dilon), 1ra edición, Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2017.
  15. Sigmund Freud, “Une difficulté de la psychanalyse”, en Essais de psychanalyse appliqué (trad. Marie Bonaparte), Paris, Gallimard, 1933 [ed. cast.: “Una dificultad del psicoanálisis”, en Obras completas, Buenos Aires, Siglo XXI, 2012 [1916]].
  16. Steven Shapin, La révolution scientifique, Paris, Flammarion, 1998.
  17. Bertolt Brecht, La vie de Galilée, Paris, L’Arche, 1990, acto 1, escena 1 [ed. cast.: Vida de Galileo, Madrid, Alianza, 2010].
  18. Dos films para el gran público que comparten la misma mitología con las preocupaciones de los planetólogos: Alfonso Cuarón, Gravedad (2013); James Cameron, Avatar (2009).
  19. William Golding, Sa Majesté des Mouches (trad. Lola Tranec), Paris, Gallimard, 2008. Ed. orig.: Lord of the Flies, London, Faber & Faber, 1954 [ed. cast.: El señor de las moscas, Barcelona, Edhasa, 2009].
  20. Episodio relatado a menudo por James Lovelock en numerosas entrevistas y en su autobiografía Homage to Gaia... op. cit.
  21. Marcel Detienne, Apollon, le couteau à la main, Paris, Gallimard, 2009, p. 165 [ed. cast.: Apolo con el cuchillo en la mano. Una aproximación experimental al politeísmo griego, Madrid, Akal, 2001].
  22. Hesíodo, Théogonie. La naissance des dieux, precedido de un ensayo de Jean-Pierre Vernant, Paris, Rivages, 1981, pp. 65-67.
  23. “Primera conferencia. Sobre la inestabilidad de la (noción de) naturaleza”, en Bruno Latour, op. cit.
  24. Es por obra de esta manera de reconstruir pieza por pieza el campo semántico, los rituales, los testimonios arqueológicos de los personajes divinos y de los conceptos, sin ocuparse de su sustancia ideal, como los grandes exégetas de la escuela francesa han podido arrancar a la antropología de la Grecia antigua de manos del academicismo. Aquello que vale para la antigua Gaia de la mitología, vale más todavía para la Gaia científica.
  25. Cfr. Bron Taylor, Dark Green Religion. Nature, Spirituality and the Planetary Future, Berkeley, The University of California Press, 2010 y Jacques Galinier y Antoinette Molinié, Les Néo-Indiens. Une religion du troisième millénaire, Paris, Odile Jacob, 2006.
  26. Hesíodo, op. cit., p. 20.
  27. Marcel Detienne, op. cit., p. 161.
  28. Ibidem, p. 165.
  29. Ibidem, p. 166.
  30. ídem.
  31. Véase una presentación en inglés de Lovelock en “Doomsday pending”, Canadian Television, The Hour, https://www.youtube.com/watch?v=sRQ-NqaYFzs.
  32. Retomaré esta fecha, 1610, en “Sexta conferencia. ¿Cómo (no) acabar con el fin de los tiempos?”, en Bruno Latour, Cara a cara…, op. cit. Acerca de la recepción de este texto, ver Mario Biagioli, Galiléen Courtier. The Practice of Science in the Culture of Absolutism, Chicago, Chicago University Press, 1993 [ed. cast.: Galileo cortesano. La práctica de la ciencia en la cultura del absolutismo, Buenos Aires, Katz, 2008].
  33. El enredo de política, religión, diplomacia y competición académica está estudiado en Mario Biagioli, Galileo’s Instruments of Credit. Telescopes, Images, Secrecy, Chicago, The University of Chicago Press, 2006, que presta especial atención a su relación con la naciente economía.
  34. “Primera conferencia. Sobre la inestabilidad de la (noción de) naturaleza” y “Segunda conferencia. Cómo no (des)animar la naturaleza”, en Bruno Latour, Cara a cara…, op. cit.
  35. Es el sentido que le ha dado Husserl; ver Edmund Husserl, La crise des sciences européennes et la phénoménologie transcendantale ([Die Krisis der europäischen Wissenschaften und die transzendentale Phänomenologie. Eine Einleitung in die phänomenologische Philosophie, 1936] trad. Gérard Granel), Paris, Gallimard, 2004 [ed. cast.: La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental. Una introducción a la filosofía fenomenológica, Barcelona, Crítica, 1991].
  36. Historia bellamente retomada en Didier Debaise, L’appât des possibles. Reprise de Whitehead, Dijon, Presses du Réel, 2015.
  37. Alfred North Whitehead, Le concept de…, op.cit. Indispensables comentarios en Isabelle Stengers, Penser avec Whitehead. Une libre et sauvage création de concepts, Paris, Seuil, 2002.
  38. Retomaré esta cuestión del “sistema Tierra” con sus dos acepciones opuestas –conexión o totalidad– al final de “Cuarta conferencia. El Antropoceno y la destrucción (de la imagen) del globo”, en Bruno Latour, Cara a cara…, op. cit.
  39. Michel Serres, La traduction. Hermès III, Paris, Minuit, 1974, p. 259.
  40. Ver Galileo, Dialogue sur les deux grands systèmes du monde, Paris, Seuil, 1992 [ed. cast.: Diálogo de los dos máximos sistemas del mundo ptolemaico y copernicano, Madrid, Alianza, 2011].
  41. Lamentablemente, como veremos en “Sexta conferencia. ¿Cómo (no) acabar con el fin de los tiempos?”, en Bruno Latour, Cara a cara…, op. cit., lo “secular” es como una cerveza sin alcohol, es lo religioso sin la religión. Pero Gaia va más lejos. “Mundano” sería un buen término, pero si el inglés ha conservado mundane, los franceses lo asociamos más bien con la “mundanidad”.
  42. Como me lo ha hecho notar Oliver Morton (comunicación personal del 21 de junio de 2015), eso es lo que une a Lovelock con la tradición de Tansley; ver A. G. Tansley, “The Use and Abuse of Vegetational Concepts and Terms”, Ecology, vol. 16, nº 3, 1935, pp. 284-307. También para el inventor de la noción de ecosistema, el seguimiento sistemático de las conexiones no implica ningún holismo.
  43. James Lovelock, Gaïa. A New Look at Life on Earth, Oxford, Oxford University Press, 1979.
  44. “¡La plaga de la gente!”, título del último capítulo del libro de James Lovelock Gaia: Medicine for an Ailing Planet, Gaia Books, 2005.
  45. Cfr. Bruno Latour, Les Microbes, guerre et paix, 2002. La magnífica biografía escrita por René Dubos Louis Pasteur, franc-tireur de la science, Paris, La Découverte, 1995 [1950] [ed. cast.: Pasteur, Barcelona, Grijalbo, 1967] multiplica los lazos con la crisis ecológica. (Dubos también es el autor de uno de los primeros libros para el gran público sobre la Tierra como mundo común y unificado: Barbara Ward y René Dubos, Only One Earth. An Unofficial Report Commissioned by the Secretary General of the United Nations Conference on the Human Environment, New York, Norton, 1972).
  46. Tal es el subtítulo de la trad. fr.: Géophysiologie, nouvelle science de la terre.
  47. Cfr. Gerald Geison y James A. Secord, “Pasteur and the Process of Discovery. The Case of Optical Isomerism”, Isis, 79, 1988, pp. 6-36.
  48. Bernadette Bensaude-Vincent e Isabelle Stengers, Histoire de la chimie, Paris, La Découverte, 1992 [ed. cast.: Historia de la química, Madrid, Addison Wesley, 1997]; sobre el caso específico, ver Bruno Latour, “Les objets ont-ils une histoire? Rencontre de Pasteur et de Whitehead dans un bain d’acide lactique”, en Isabelle Stengers (ed.), L’effet Whitehead, Paris, Vrin, 1994, pp. 197-217.
  49. Louis Pasteur, “Mémoire sur la fermentation appelée lactique”, Œuvres complètes, t. II, Paris, Masson et Cie éditeurs, 1922, pp. 55-56.
  50. Ibidem, p. 56.
  51. He intentado trazar sobre el texto inglés de este mismo artículo un inventario semiótico lo más completo posible; el texto está disponible en bruno-latour.fr/node/257.
  52. Ver Bruno Latour, “Pasteur et Pouchet: hétérogenèse de l’histoire de sciences”, en Michel Serres (ed.), Éléments d’histoire des sciences, Paris, Bordas, 1989, pp. 423-445.
  53. Ver Stéphane Van Damme, Descartes, Paris, Sciences Po, 2002.
  54. El matiz entre ambos términos fue introducido al final de “Primera conferencia. Sobre la inestabilidad de la (noción de) naturaleza”, en Bruno Latour, Cara a cara…, op. cit., para abrir las preguntas que la noción de “naturaleza” no puede sino cerrar.
  55. La conexión con el tema del katechon, lo que retarda la catástrofe en el imaginario apocalíptico, es tanto menos incongruente: volveremos a encontrarlo en "Séptima conferencia. Los Estados (de Naturaleza) entre la guerra y la paz", en Bruno Latour, Cara a cara…, op. cit.
  56. James Lovelock, Gaïa. Une médecine pour la planète. Géophysiologie, nouvelle science de la Terre (trad. de Bernard Sigaud), Paris, Sang de la terre, 2001, p. 108. Ed. orig.: Gaia. A New Look at Life on Earth, Oxford, Oxford University Press, 1979 [ed. cast.: Gaia. Una nueva visión de la vida sobre la tierra, Barcelona, Hermann Blume, 1983].
  57. Ibidem, p. 127.
  58. Ibidem, pp. 118-119.
  59. Ver Lynn Margulis y Dorion Sagan, L’Univers bactériel, Paris, Albin Michel, 1989, y Microcosmos. Four Billion Years of Microbial Evolution, Berkeley, University of California Press, 1997 [ed. cast.: Microcosmos, Barcelona, Tusquets, 1995]. Un capítulo de Margulis sobre “Gaia” está traducido al francés en el excelente Émilie Hache (ed.), Écologie politique, cosmos, communautés, milieux, Paris, Éditions Amsterdam, 2012.
  60. Ver Robert J. Charlson y otros, “Oceanic phytoplankton, atmospheric sulphur, cloud albedo and climate”, Nature, nº 326, 1987, pp. 655-661.
  61. Presentados en “Segunda conferencia. Cómo no (des)animar la naturaleza”, en Bruno Latour, Cara a cara... , op. cit., estos dos términos permiten prestar atención a la agency atribuida a los caracteres de un relato.
  62. Ver Susan L. Brantley, Martin B. Goldhaber y K. Vala Ragnarsdottir, “Crossing disciplines and scales to understand the critical zone”, Elements, nº 3, 2007, pp. 307-314.
  63. James Lovelock, Gaïa. Une médicine..., op. cit., p. 56.
  64. Ibidem, p. 57; el destacado me pertenece.
  65. Junto con numerosos autores, especialmente Gamboni; ver Dario Gamboni, “Composing the Body Politic. Composite Images and Political Representations 1651-2004”, en Bruno Latour y Peter Weibel (eds.), Making Things Public. The Atmospheres of Democracy, Cambridge, Massachusetts, MIT, 2005, pp. 162-195. Este intercambio de malos procedimientos no ha cesado de sorprenderme desde la publicación de mi artículo en conjunto con Shirley Strum, “Human social origins: Oh please, tell us another story”, Journal of Social and Biological Structures, vol. 9, 1986, pp. 169-187.
  66. Este rechazo de un pensamiento de la organización en dos niveles es el punto fundamental de la teoría del actor-red, siempre tan difícil de comprender para las ciencias sociales, pero también para las ciencias biológicas, que toman de la teoría política los mismos esquemas que emplea la sociología. Ver Bruno Latour, Changer de société. Refaire de la sociologie (trad. Nicolas Guilhot), Paris, La Découverte, 2006, y el más técnico Bruno Latour y otros, “‘Le tout est toujours plus petit que ses parties’. Une expérimentation numérique des monades de Gabriel tarde”, Réseaux, vol. 31, nº 1, 2013, pp. 199-233.
  67. Es el punto fundamental y siempre mal comprendido desarrollado por Ruyer; ver Raymond Ruyer, Néo-finalisme (prefacio de Fabrice Colonna), Paris, PUF, 2013 [1952]. Cosa por demás interesante, considerado en su proyecto y no en su resultado, ¡un sistema técnico tampoco puede ser explicado mediante una metáfora tecnicista! Esta cuestión del límite de las metáforas tecnicistas para explicar la técnica consta en Bruno Latour, Aramis, ou l’amour des techniques, Paris, La Découverte, 1992.
  68. Sobre la imposibilidad de utilizar las nociones de partes y de todo para las células, ver Jean-Jacques Kupiec y Pierre Sonigo, Ni dieu ni gène, Paris, Seuil, 2000 (retomado, en términos más accesibles, en Pierre Sonigo e Isabelle Stengers, L’évolution, Les Ullis, EDP Sciences, 2003); a propósito de las sociedades de monos, ver Shirley Strum, “Darwin’s Monkey: Why Baboons Can’t Become Human”, Yearbook of Physical Anthropology, vol. 55, 2012, pp. 3-23; sobre las hormigas, ver Deborah Gordon, Ants At Work. How An Insect Society Is Organized, New York, Free Press, 1999.
  69. Por ejemplo, ver James Lovelock, La revanche de Gaïa. Pourquoi la Terre riposte-t-elle et comment pouvons-nous encore sauver l’humanité? (trad. Thierry Piélat), Paris, Flammarion, 2007, p. 179. Ed. orig.: The Revenge of Gaia, Santa Barbara, Allen Lane, 2006 [ed. cast.: La venganza de la Tierra, Barcelona, Planeta, 2007]. La metáfora técnica de la “nave espacial” es tanto más torpe cuanto se ha podido advertir, durante las catástrofes, hasta qué punto la unidad del sistema técnico no se correspondía con la práctica (por ejemplo, Diane Vaughan, The Challenger Launch Decision: Risky Technology, Culture and Deviance at NASA, Chicago, The University of Chicago Press, 1996).
  70. Cuestión que conviene resaltar, en un momento en que los sueños de geoingeniería pretenden devolverla a la buena senda; ver Clive Hamilton, Les apprentis sorciers du climat. Raisons et déraisons de la géo-ingénierie (trad. Cyril Le Roy), Paris, Seuil, 2013. Ed. orig.: Earthmasters, The Dawn of the Age of Climate Engineering, New Haven, Yale University Press, 2013.
  71. Alusión al film de Ron Howard, Apollo 13 (1995).
  72. Aquellos que acusan a Lovelock de pensar la Tierra como un todo unificado omiten decir que utilizan, ellos también, un unificador extraordinariamente potente, puesto que han confiado a las leyes de la naturaleza –en la práctica, a ecuaciones– la tarea de hacerse obedecer en todo y en todas partes.
  73. “There is only one Gaïa but Gaïa is not One”; Philip Conway, “Back down to Earth. Reassembling Latour’s Anthropocenic geopolitics”, Global Discourse: An Interdisciplinary Journal of Current Affairs and Applied Contemporary Thought, 2015, p. 12.
  74. “Cuarta conferencia. El Antropoceno y la destrucción (de la imagen) del globo”, en Bruno Latour, Cara a cara..., op. cit.
  75. Este problema depende, a su vez, de otra hipótesis fundamental, filosófica esta, sobre la penetrabilidad de las entidades, hipótesis propuesta por Whitehead, pero en la que también reside todo el interés de la noción de mónada renovada por Tarde; ver Gabriel Tarde, Les lois sociales, Paris, Les Empêcheurs de penser en rond, 1999 [ed. cast.: Las leyes sociales, Barcelona, Gedisa, 2013].
  76. “Interés” está tomado aquí en su sentido etimológico de aquello que se sitúa “entre dos” entidades. Sin olvidar que la intencionalidad, la voluntad, el deseo, la necesidad, la función, la fuerza no son sino diferentes figuraciones que se escalonan a lo largo de un gradiente, expresando una misma potencia de actuar, tal como ya he demostrado en "Segunda conferencia. Cómo no (des)animar la naturaleza", en Bruno Latour, Cara a cara…, op. cit.
  77. El término “semiótica” es utilizado, por ejemplo, por el naturalista Jakob von Uexküll para describir los sistemas vivientes; ver Jakob Von Uexküll, Mondes animaux et monde humain. Théorie de la signification, Paris, Gonthier, 1965. Para él, así como para Lovelock, no se trata de agregar sentido a lo que sería “estrictamente material”, sino de no retirar sentido al entrecruzamiento del interés de los organismos vivientes los unos para los otros, a fin, justamente, de tornarlos comprensibles. Es el método de Despret; ver Vinciane Despret, Penser comme un rat, Versailles, Quae, 2009 y Que diraient les animaux si on leur posait les bonnes questions?, Paris, La Découverte, 2012.
  78. Haraway resumió bien la solución de Margulis: “La riqueza inagotable de los nuevos conocimientos en biología” no puede ser absorbida “por la idea de individuos limitados a los cuales se añadiría un contexto, dicho de otro modo, la idea de un-organismo-más-un-ambiente”. Más bien hay que pensar, dice, “en acoplamientos complejos y no lineales entre procesos que componen y que prolongan subsistemas imbricados pero que no se adicionan los unos a los otros cuando forman totalidades parcialmente coherentes”. Ver Donna Haraway, “Staying With the Trouble: Anthropocene, Capitalocene, Chthulucene”, en Jason Moore, Anthropocene or Capitalocene? Nature, History, and the Crisis of Capitalism, Oakland, PM, 2016.
  79. Es la hermosa expresión de John Dewey: “No hay ningún misterio en lo que concierne a la asociación”; John Dewey, Le public et ses problèmes (trad. y prefacio de Joëlle Zask), Paris, Folio, 2010, p. 68. Ed. orig.: The Public and Its Problems, New York, Holt Publishers,1927 [ed. Cast.: La opinión pública y sus problemas, Madrid, Morata, 2004].
  80. Exactamente esta cuestión permite a Dubos ligar la microbiología de Pasteur a la ecología. Ver René Dubos, op. cit.
  81. Bruno Latour, Pasteur: Guerre et Paix des Microbes, seguido de Irréductions, Paris, La Découverte, 2001 [1984] [ed. cast.: Pasteur. La lucha contra los microbios, Madrid, Fundación Santa María-Ediciones SM, 1988].
  82. Timothy M. Lenton, “Gaia and natural selection: A review article”, Nature, nº 394, 30 de julio de 1998, pp. 439-447.
  83. No hay para esto un término recibido, pero el fenómeno se halla muy bien reconocido por la expresión “mónada” en Tarde, de “sobrevuelo absoluto” en Ruyer (Raymond Ruyer, op. cit.), de “creodo” para Waddington (ver C. H. Waddington, Biological Processes in Living Systems. Towards a Theoretical Biology, t. IV, Edinburg, Aldine Transactions reprint, 2012), y es objeto de numerosas investigaciones a fin de salir del paradigma habitual, común a la sociología y a la biología, que capta a las entidades únicamente como partes de un todo: partes extra partes (por ejemplo, en Deborah Gordon, “The Ecology of Collective Behavior”, PLoS Biol, vol. 12, nº 3, 2014, pp. 1-14).
  84. Es el argumento de la “simbiogénesis”, en Margulis, y que también encontramos en Scott F. Gilbert y David Epel, Ecological Developmental Biology. Integrating Epigenetics, Medicine and Evolution, Sunderland, Massachusetts, Sinauer Associates Inc., 2009.
  85. Volveremos a encontrar esta cuestión del cálculo del interés egoísta en “Octava conferencia. ¿Cómo gobernar territorios (naturales) en lucha?, en Bruno Latour Cara a cara …, op. cit., pero esta vez para delimitar la soberanía de los Estados.
  86. Que la evolución es siempre ante todo una forma de relato ya lo hemos aprendido de ese maravilloso narrador que es Stephen-Jay Gould; ver Stephen-Jay Gould, La vie est belle, Paris, Seuil, 1991. Ed. orig.: Wonderful Life. The Burgess Shale and the Nature of History, New York, W. W. Norton, 1989 [ed. cast.: La vida maravillosa, Barcelona, Crítica, 2006].
  87. La evolución, por así decir, de Edward O. Wilson, que pasa de la idea del superorganismo a la sociobiología, y de esta al superorganismo, es un buen testimonio del fracaso total de lo que se llama kinselection, que apareció en primer lugar como un principio biológico antes de que se comprendiera que no se trataba de extender la economización a lo viviente. La biología no ha logrado escapar nunca a la Providencia; como la economía, siempre ha necesitado del milagro de la coordinación. Ver Bert Hölldobler y Edward O. Wilson, The Superorganism. The Beauty, Elegance, and Strangeness of Insect Societies, New York, Norton, 2008.
  88. Modelo al comienzo bastante simple, luego cada vez más complicado, para mostrar que la homeostasis entre organismos distintos y en competencia era posible. La utilidad de esta demostración fue más metafórica que explicativa, pero Lovelock le asignó mucha importancia (Schneider y otros, y la entrada “Daisyworld” de Wikipedia aportan las referencias a numerosos films; ver Stephen H. Schneider y otros, Scientists debate Gaia, Cambridge, Massachusetts, MIT, 2008).
  89. A partir de Mandeville, los préstamos no han tenido tregua para intentar “naturalizar” una versión muy particular de la economía. Véase Bernard Mandeville, La fable des abeilles ou les vices privé font le bien public, Paris, Vrin, 1992 [1714] [ed. cast.: La fábula de las abejas o los vicios privados hacen la prosperidad pública, México, FCE, 2004] y Karl Polanyi, La Grande Transformation. Aux origines politiques et économiques de notre temps, Paris, Gallimard, 1983 [1945] [ed. cast.: La gran transformación, Madrid, Endymion, 1989].
  90. Alusión al título del famoso Richard Dawkins, Le gène égoïste (trad. Nicolas Jones-Gorlin), Paris, Odile Jacob, 2003. Ed. orig.: The Selfish Gene, Oxford, Oxford University Press, 1976 [ed. cast.: El gen egoísta, Barcelona, Salvat, 2014].
  91. No es el reduccionismo lo que resulta chocante en los relatos neodarwinistas, sino la falta de reduccionismo y la constante apelación al equilibrio de la naturaleza y al bien de los organismos. Detrás de la selección natural, se reconoce la mano benevolente del Creador, tanto en Darwin como en sus sucesores; ver Dov Ospovat, The Development of Darwin’s Theory. Natural Theology, and Natural Selection, 1838-1859, Cambridge, Cambridge University Press, 1995.
  92. Es el principio de análisis de la economización de los colectivos llevado adelante por Callon, MacKenzie y numerosos colegas; ver Michel Callon (ed.), The Laws of the Markets, Oxford, Blackwell, 1998 y Sociologie des agencements marchands. Textes choisis, Paris, Presses de l’École Nationale des Mines, 2013; Donald MacKenzie, Material Markets. How Economic Agents are Constructed, Oxford, Oxford University Press, 2008. En cuanto al vínculo con la teología, véase Dominique Pestre, “Néolibéralisme et gouvernement. Retour sur une catégorie et ses usages”, en Dominique Pestre (ed.), Le gouvernement des technosciences. Gouverner le progrès et ses dégâts depuis 1945, Paris, La Découverte, 2014.
  93. La falta de plausibilidad del cálculo por asignación de lo interior y lo exterior está en el origen del renacimiento de la noción de commons [bienes comunes] por obra de Ostrom; ver Elinor Ostrom, La gouvernance des biens communs. Pour une nouvelle approche des ressources naturelles, Bruxelles, De Boeck, 2010.
  94. Al mostrar hasta qué punto el organismo celular mismo, lejos de ser un átomo indivisible, es más bien resultado de una vasta composición de organismos reclutados en el curso de una historia muy larga. Sin Margulis, es probable que la hipótesis Gaia no hubiera surgido de la metáfora cibernética. Ver Lynn Margulis y Dorion Sagan, Microcosmos. Four Billion Years, op. cit.
  95. James Lovelock, Gaïa. Une médicine..., op. cit., p. 114.
  96. En su hermoso capítulo sobre Tarde, Pierre Montebello muestra que el mismo argumento vale para la extensión y para el “éxito” de las mónadas. “[Tarde] concebía el éxito de una invención como una contaminación capaz de ganar poco a poco los confines de un territorio inmenso. Es lo que pasó con la materia, puesto que unos átomos triunfantes supieron expandir su influencia atractiva sobre todas las nebulosas. Formaron ese medio físico que se extiende al espacio infinito, rompieron el equilibrio primitivo de las cosas, impusieron por doquier la ley de la atracción. El estrato físico es resultado de una dominación política, de la supremacía de un deseo sobre el conjunto de las mónadas. [...] La imagen de lo político suplanta aquí a lo teológico” (el destacado me pertenece). Ver Pierre Montebello, L’autre Métaphysique. Essai sur Ravaisson, Tarde, Nietzsche et Bergson, Paris, Desclée de Brouwer, 2003, p. 152.
  97. La disposición de las entidades según sus dimensiones en el interior de una res extensa no se corresponde con ninguna experiencia real, aunque haya terminado por confundirse con la imagen científica del mundo gracias a films como The Powers of Ten, de Philip Morrison (1982).
  98. A tal punto que la idea de commons hoy en día parece una extraña novedad; ver Pierre Dardot y Christian Laval, Commun. Essai sur la révolution au XXe siècle, Paris, La Découverte, 2014. Sobre la historia de esta efectivamente trágica pérdida de referencias, véase el notable Fabien Locher, “Les pâturages de la guerre froide: Garrett Hardin et la ‘tragédie des communs’”, Revue d’Histoire Moderne et Contemporaine, vol. 60, nº1, 2013, pp. 7-36.
  99. Bruno Latour, “Le rappel de la modernité: approches anthropologiques”, disponible en www.ethnographiques.org, nº 6, 2004.
  100. La cita exacta es como sigue: “Someone once said that it is easier to imagine the end of the world than to imagine the end of capitalism. We can now revise that and witness the attempt to imagine capitalism by way of imagining the end of the world” [Alguien dijo una vez que es más fácil imaginar el fin del mundo que imaginar el fin del capitalismo. Ahora podemos revisar esta aseveración y ser testigos del intento de imaginar el capitalismo por medio de imaginar el fin del mundo]; Frederik Jameson, “Future City”, New Life Review, mayo-junio, 2003.
  101. Shelley, “Mont Blanc. Líneas escritas en los Valles de Chamouni” (el destacado me pertenece). Durante esa famosa estadía también resultó la escritura de Frankenstein por Mary Shelley. Es agradable constatar que si esta celebérrima pareja escribió tanto durante dicha estadía es también porque la erupción del volcán Tambora en Indonesia [la mayor erupción volcánica jamás registrada] había transformado las vacaciones de 1816 en un verano atroz...
  102. La frase original es “so that the course of nature is conceived as being merely the fortunes of matter in its adventure through space”; Alfred North Whitehead, op. cit. Recordémoslo: hay que elegir entre materia y materialidad.
Bruno Latour
Bruno Latour

Nació en 1947 en Beaune, Borgoña, Francia. De familia de viti- cultores, se formó primero como filósofo y luego como antro- pólogo. Actualmente es profesor emérito asociado al médialab –laboratorio interdisciplinario creado por él mismo para apro- vechar la oportunidad que ofrece a la teoría social la difusión de los métodos digitales (ahora dirigido por Dominique Cardon)– y al programa de artes políticas (SPEAP) del Instituto de Estudios Políticos de París (Sciences Po), creado por él y Valérie Pihet (actualmente dirigido por Frédérique Ait-Touat). De 1982 a 2006 fue profesor en el Centro de Sociología de la Innovación de la Escuela Nacional Superior de Minas de París, y de 2006 a 2017 en el Instituto de Estudios Políticos de París (Sciences Po), donde fue vicepresidente de investigación de 2007 a 2013. Después de haber recibido una beca de ERC para llevar a cabo una investigación so- bre los modos de existencia, se ha comprometido de 2011 a 2014 con el proyecto AIME, que sigue en curso. Además de trabajar en filosofía, historia, sociología y antropología de la ciencia, ha cola- borado en estudios de política científica y gestión de la investiga- ción. Miembro de varias academias, recibió numerosos premios
y distinciones, entre ellos el Premio Holberg en 2013. Ha escrito y editado más de veinte libros y publicado más de ciento cincuenta artículos. Sus obras publicadas incluyen: Nunca fuimos modernos; La vida en el laboratorio. La construcción de los hechos científicos; La espe- ranza de Pandora. Ensayos sobre la realidad de los estudios de la cien- cia; Re-ensamblar lo social. Una introducción a la teoría del actor-red; Cogitamus; Las Atmósferas de la Política. Diálogo sobre la Democracia; Ciencia en acción. Cómo seguir a los científicos e ingenieros a través de

la sociedad; Dónde aterrizar. Cómo orientarse en política y Seis cartas sobre las humanidades científicas. Fue curador de la exhibición Zonas Críticas en el ZKM - Center for Art and Media Karlsruhe (Karlsru- he, Alemania, 2020) y también, junto con Martin Guinard, de la Bienal de Arte de Taipei (Taipei, Taiwán, 2010).