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"¿La geología de la especie humana? Una crítica al discurso del Antropoceno", por Andreas Malm y Alf Hornborg

"¿La geología de la especie humana? Una crítica al discurso del Antropoceno", por Andreas Malm y Alf Hornborg

¿La geología de la especie humana? Una crítica al discurso del Antropoceno*

Por Andreas Malm y Alf Hornborg

 

Resumen 

 

La narrativa del Antropoceno retrata a la humanidad como una especie que está tomando el poder sobre el resto de los sistemas de la Tierra. En el contexto crucial del cambio climático, esto incluye la atribución de la combustión de energía fósil a propiedades adquiridas durante la evolución humana, especialmente la habilidad de manipular el fuego. Pero la economía fósil no fue creada ni es mantenida por la especie humana en general. Este ensayo cuestiona el uso de la categoría de “especie” en la narración del Antropoceno, argumentando que su análisis es falso y que resulta enemigo a la acción. Las desigualdades internas a la especie son parte y causa de la crisis ecológica actual y no pueden ser ignoradas al intentar entenderla. 

 

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Desde que el Premio Nobel Paul Crutzen (2002) propuso al Antropoceno como una nueva era geológica en su breve artículo “La geología de la especie humana” 1, el concepto gozó de una carrera meteórica. El discurso que se despliega actualmente sobre el Antropoceno representa la convergencia de las ciencias naturales y las ciencias sociales post-cartesianas 2, como son representadas, por ejemplo, en el pensamiento de Bruno Latour. Ambos campos de estudio sugieren que la distinción –heredada del Iluminismo– entre naturaleza y sociedad es obsoleta. Ahora que la humanidad es reconocida como una fuerza geológica –no hay vuelta atrás–, debemos reconceptualizar no sólo las relaciones entre las ciencias sociales y las naturales sino también la historia, la modernidad y la propia idea de lo humano 3. De hecho, la creciente fusión inextricable entre naturaleza y sociedad humana es indiscutible, tal como lo evidencian no sólo el cambio climático, sino también otro tipo de transformaciones antropogénicas de los ecosistemas.

 

Lo que quisiéramos cuestionar en esta breve intervención es si esto debería realmente aprestarnos a abandonar las preocupaciones fundamentales de las ciencias sociales, que de manera relevante incluyen la teorización de la cultura y el poder. Debemos sugerir que la mezcla física de naturaleza y sociedad no es garante del abandono de su distinción analítica. Precisamente, este reconocimiento de la potencia de las relaciones sociales de poder transformar las condiciones de la existencia humana debería justificar un compromiso incluso más profundo con la teoría social y cultural. Nos resulta profundamente paradójico y perturbador que el creciente reconocimiento del impacto de las fuerzas societales en la biósfera deba ser expresado en los términos de una narrativa dominada por las ciencias naturales. Tenemos, entonces, más razones para reconsiderar las economías y tecnologías humanas como fenómenos híbridos que entrelazan recursos biofísicos, percepciones culturales y estructuras globales de poder. 

 

Según el discurso estándar del Antropoceno, la Revolución Industrial marca la abrupta modificación a gran escala del humano sobre los sistemas de la Tierra, siendo el cambio climático la transgresión más sobresaliente y peligrosa de los parámetros del Holoceno. Más precisamente Crutzen sugiere, en su texto de 2002, que la invención de la máquina de vapor de James Watt inauguró una era y cronología nuevas: en la naciente literatura del Antropoceno, la máquina de vapor es referida a menudo como el artefacto que destrabó los potenciales de la energía fósil, catapultando así a la especie humana al espectro completo de dominación 4

 

Los teóricos de la época no se expresaron demasiado sobre las causas concretas del desarrollo del vapor, pero sí propusieron un marco general para entender la transición al combustible fósil en la Revolución Industrial, el cual, por razones lógicas de necesidad, es atribuido a la naturaleza humana. Si esta dinámica tuviese características más específicas, la historia de toda una especie –el antropos como tal– asumiendo una supremacía bio-esférica sería difícil de defender: “la geología de lo humano” debe basarse en las propiedades de este ser. Cualquier medida menor constituiría la geología de una entidad más pequeña, quizás algún subgrupo del Homo sapiens. Aún si el Antropoceno está datado en los tiempos de Watt –y no en el surgimiento de la agricultura, tal como se establece en la hipótesis del “Antropoceno temprano” 5– la mecha se pierde en las brumas del tiempo, encendida en la evolución temprana de la especie humana. 

 

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En 1816 la actividad volcánica del monte Tambora vertió grandes cantidades de material particulado en la atmósfera, como indica el tamaño del cráter en esta imagen satelital.

 

Un componente clave de la narrativa del Antropoceno es, entonces, la manipulación del fuego: el sendero hacia la economía fósil fue establecido cuando “hubo una vez” en que nuestros homínidos ancestros aprendieron a controlar el fuego. Esto fue “el gatillo esencial evolutivo para el Antropoceno”, citando a Rapuach y Canadell: la utilización de combustibles fósiles es resultado de que “mucho antes de la era industrial, una especie particular de primates aprendió cómo explotar la reserva de energía almacenada en carbono detrítico” 6. O, como dirían Will Steffan, Paul J. Crutzen y John R. McNeill: “El completo control del fuego de nuestros ancestros proveyó a la especie humana de una herramienta monopólica poderosa no disponible para otras especies, que nos sitúa firmemente en el largo sendero hacia el Antropoceno7. En esta historia, la economía fósil es precisamente la creación de la especie humana o del “simio-fuego, Homo pyrophilis”, como dice Mark Lynas en su apropiado título The God Species –la especie-Dios– 8 popularizando el pensamiento antropocénico. 

 

Sin embargo, un escrutinio más cercano de la transición a los combustibles fósiles en la Inglaterra del siglo XIX 9 revela la medida en que los orígenes históricos del cambio climático antropogénico fueron impulsados por procesos globales altamente desiguales desde el principio 10. El motor para invertir en tecnología a vapor en ese momento fue propiciado por las oportunidades provistas por la constelación de un gran Nuevo Mundo despoblado, la esclavitud afro-americana, la explotación laboral británica en fábricas y minas, y la demanda global de vestimentas de algodón económicas. El vapor no fue adoptado por unos individuos nacidos como diputados o representantes de la especie humana: dada la naturaleza del orden social de las cosas, sólo pudo ser instaurado por los propietarios de los medios de producción. Siendo una pequeña minoría, incluso en Gran Bretaña, esta clase de personas comprendía una fracción infinitesimal de la población mundial de Homo sapiens a principios del siglo XIX. De hecho, una fraternidad de hombres blancos británicos señalaron literalmente la energía a vapor como un arma –en el mar y en la tierra, barcos y vías de ferrocarril– contra gran parte de la especie humana, desde el delta de Nigeria hasta el de Yangtsé, desde el Levante mediterráneo hasta América Latina 11. Algunos capitalistas, en un pequeño rincón del mundo occidental, invirtieron en la energía a vapor, forjando los cimientos fundacionales de la economía fósil: en ningún momento la especie votó por ello, ni expresa ni implícitamente, ni marchó al unísono, ni ejerció cualquier tipo de autoridad compartida sobre su propio destino y aquel de los sistemas de la Tierra 12.

 

La habilidad de manipular el fuego fue, por supuesto, una condición necesaria para el comienzo de la combustión fósil en Gran Bretaña. También lo fue el uso de herramientas, el lenguaje, la labor cooperativa y otras facultades humanas, pero fueron condiciones necesarias triviales. El error está encubierto en los manuales historiográficos. Invocar causas ultra-remotas de este estilo “es como explicar el éxito de los pilotos luchadores japoneses a partir de la evolución de la visión binocular y de los pulgares-pinza. Esperamos que las causas que citamos se conecten aún más directamente con las consecuencias”, de otro modo las ignoramos, como señala John Lewis Gaddis 13. Los intentos de atribuir el cambio climático a la naturaleza de la especie humana parecen condenados a esta especie de vacuidad. Dicho de otro modo, no se puede invocar para explicar un cambio cualitativo tan novedoso en la historia como la producción industrial y el mercado mundial acudiendo a factores transhistóricos como las especies. 

 

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Abraham Ortelius, Theatrum Orbis Terrarum, 1570.
 

¿Y en lo que refiere a instancias posteriores de la economía fósil? La sucesión de tecnologías energéticas que siguieron al vapor –electricidad, motor de combustión interna, el petróleo complejo: autos, tanques, aviones– fueron todas introducidas a través de decisiones de inversión, a veces con aportes de algunos gobiernos, pero raramente a través de una deliberación democrática. El privilegio fue exclusivo de la clase que comandaba la producción de mercancías. 

 

Reflejando en otro nivel esta concentración al interior de la especie, los países capitalistas avanzados o “el Norte”, compuestos por el 18,8% de la población mundial, fueron responsables del 72,7% del dióxido de carbono emitido desde 1850 (sin contar las desigualdades internas). A comienzos del siglo XXI, el 45% más pobre de la población fue responsable del 7% de las emisiones de dióxido de carbono, mientras que el 7% más rico produjo el 50%. Un ciudadano estadounidense promedio –nuevamente dejando de lado las clases sociales– emite una cantidad comparable a la de cerca de quinientos ciudadanos de Etiopía, Chad, Afganistán, Mali, Camboya o Burundi 14. ¿Son reconciliables estos hechos a través del prisma del Antropoceno, donde la humanidad es el agente geológico? 

 

Insistimos en que, al contrario, la distribución desigual es una condición para la propia existencia de la tecnología a base de combustible fósil moderna 15. La afluencia de la modernidad high-tech no puede universalizarse –volverse un rasgo de la especie– porque se fundamenta en una división global del trabajo sustentada en la diferencia abismal de precios y salarios entre poblaciones. La densidad de la distribución de tecnologías que son básicamente dependientes de combustibles fósiles coincide justamente con el poder de compra. Estas tecnologías son un índice de la acumulación de capital, del consumo privilegiado de los recursos y del desplazamiento de la carga del trabajo y la explotación ambiental. Luego de doscientos años seguimos tendiendo a imaginar que el “progreso tecnológico” no es más que una varita mágica que (sin implicaciones morales o políticas) va a resolver nuestros problemas locales de sustentabilidad. Pero los sistemas tecnológicos globalizados representan esencialmente un intercambio desigual de labor corpórea y territorial en el sistema mundial. La visión mundial de la economía moderna, de la que se vio acompañada la Revolución Industrial en el centro del imperio británico, oscurece sistemáticamente el intercambio asimétrico de recursos biofísicos en los que se apoya la industrialización. La acumulación desigual de tecnomasas de luces nocturnas visibles desde fotos satelitales proceden de un simple algoritmo: mientras más carburantes fósiles y otros recursos capitales se disipan hoy, más costará disiparlos mañana. La percepción de la “tecnología”, tanto como la de la “naturaleza” son construcciones culturales condicionadas por las estructuras de poder global: las promesas hechas a la humanidad por las tecnologías fósiles fueron ilusorias desde un principio. Nuestras historias de esta fuerza destructiva no deberían replicar aquellas ilusiones. 

 

El mejor contragolpe para la narrativa antropocénica pareciera ser el crecimiento poblacional: si puede ser demostrado que la combustión de energía fósil es altamente alentada por la multiplicación de humanos, la especie puede de hecho ejercer una responsabilidad causal. Es así como a los teóricos antropocénicos les gusta fundamentar la mayor perturbación de la biósfera 16. Hay una correlación entre la población humana y la emisión de CO2, pero esta última se incrementó en un factor de 654,8 entre 1820 y 2010 17, mientras que la población “sólo” lo hizo por un factor de 6,6 18, indicando que otro motor, mucho más poderoso, debe haber dirigido los fuegos. En las décadas recientes, la correlación fue revelada incluso como claramente negativa. David Satterthwaite yuxtapuso tasas de crecimiento poblacional con tasas de aumento de emisiones entre 1980 y 2005 y encontró que los números tienden a aumentar más rápido allí donde las emisiones crecieron más lentamente, y viceversa 19. El aumento de la población y el aumento de emisiones estaban desconectados el uno del otro, teniendo lugar el uno en donde el otro no, y si una correlación es negativa, la causa está fuera de cuestión. 

 

Una significante porción de la humanidad no es para nada partidaria de la economía fósil: cientos de millones se sirven de carbón, maderos o desechos orgánicos tales como estiércol para todo propósito doméstico. Satterthwaite concluye que un sexto de la población humana “no debe ser incluida en las alocaciones de responsabilidad por emisiones de Gas Efecto Invernadero” 20. Su contribución es cercana a cero. Además, dos billones de personas, o cerca de un tercio de la humanidad, no tienen acceso a la electricidad. Entonces, citando a Vaclav Smil, “la diferencia en el consumo de energía moderno entre la subsistencia de un campesino en el Sahel y un canadiense promedio puede fácilmente ser superior a una en mil” 21. Dependiendo de las circunstancias en las que un espécimen Homo sapiens nace, su marca en la atmósfera puede variar por un factor de más de mil 22. Dadas estas enormes variaciones –en espacio y tiempo, presente y pasado– la humanidad parece ser una abstracción demasiado bonita para cargar con el peso de esta causalidad. 

 

Ahora bien, defensores del Antropoceno pueden objetar que –desde el punto de vista de todas las otras cosas vivas y de la biósfera como un todo– lo que realmente importa es que la disrupción climática se origina en la especie humana, y aunque no se la pueda culpar en su totalidad, merece igual el nombre de la era geológica. Un pastor de Tuareg o un empresario de Toronto son, después de todo, ambos humanos. Parece ser un argumento persuasivo. Es indicador del origen del término en las ciencias naturales; cuando geólogos, metereólogos, biólogos y otros detectaron la arrolladora influencia humana en los ecosistemas, equiparable a la selección natural, la radiación solar y la actividad volcánica. El Antropoceno registra este momento de epifanía: el poder de modelar el clima planetario pasó de la naturaleza al reino de los humanos. 

Tan pronto como esto es reconocido, sin embargo, la paradoja principal de esta narrativa, sino del concepto mismo, se vuelve visible: el cambio climático es desnaturalizado en un momento –desplazado de la esfera de las causas naturales hacia la de las actividades humanas– solo para ser re-naturalizado en el momento siguiente, cuando se lo hace derivar de un rasgo innatamente humano, tal como la habilidad de controlar el fuego. Ya no la naturaleza, sino la naturaleza humana: ese es el desplazamiento del Antropoceno. Y se desplaza desde la vertiginosa profundidad del descubrimiento científico, quizás el más importante de nuestros tiempos, que nos dice que los seres humanos han causado el calentamiento global en el curso de su historia. Este tipo de historia no aparece en la biografía de ninguna otra especie: los castores y los bonobos continúan construyendo sus propios micro medio-ambientes como siempre lo hicieron, de generación en generación, mientras que ciertas comunidades humanas quemaron madera durante diez milenos y luego carbón durante el siguiente siglo. Darse cuenta de que el cambio climático es “antropogénico” es realmente apreciar que es sociogénico. Surgió como resultado de relaciones sociales cambiantes con el resto de la naturaleza, y una vez que esta percepción ontológica implícita en la ciencia del cambio climático es tomada en serio, uno ya no puede tratar a los humanos como una mera especie determinada por su evolución biológica. Tampoco podemos declarar inmateriales las divisiones sociales entre seres humanos, en tanto estas divisiones han formado parte de la combustión de energía fósil en primer lugar. 

 

Siguiendo a las ciencias climáticas, deberíamos atrevernos a sondear las profundidades de la historia social sin caer en la falsa premisa de que se trata de “otra fatalidad natural”. La narrativa del Antropoceno puede ser vista como una incursión ilógica y básicamente destinada al fracaso de la comunidad de las ciencias naturales –responsable del original descubrimiento del cambio climático– en el dominio de los asuntos humanos. Los geólogos, meteorólogos y sus colegas no están necesariamente formados para estudiar lo que sucede entre humanos (y, en consecuencia, entre los humanos y el resto de la naturaleza). La composición de una roca o el patrón de una corriente son bastante diferentes de fenómenos tales como las visiones de mundo, la propiedad y el poder. Ahora que la última capa de existencia terrestre moldea las capas previas, es esperable quizás cierta confusión epistemológica. Sobre este trasfondo, el Antropoceno representa un intento de atravesar conceptualmente el límite entre lo natural y lo social –ya absolutamente fusionado en la realidad– a través de la construcción de un puente, pero un puente construido desde un solo lado, es decir en sentido opuesto al proceso real: si en el cambio climático las relaciones sociales determinan las condiciones naturales, en el pensamiento antropocénico los científicos naturalistas extienden sus visión del mundo a la sociedad. 

 

Sería innecesario decir que esta re-naturalización del cambio climático es tanto –si no más– producto del despertar tardío de las ciencias sociales y humanas frente al calentamiento global. La batuta falló al pasar entre “las dos culturas”, y para el momento en que la segunda se ponía a punto, el Antropoceno ya era un concepto y un modo de pensamiento riesgoso. Lamentablemente, muchos científicos sociales y humanistas lo avalaron, lo cerraron y acorralaron, ajenos a sus tendencias anti-sociales, atraídos por la idea del antropos como centro y maestro del universo (sea este productivo o destructivo), que le habla a ciertas sensibilidades humanistas. 

 

Quizás la más importante intervención de la teoría crítica al debate del Antropoceno fue formulada por Dipesh Chakrabarty, quien, en su ensayo “El clima de la historia: cuatro tesis” refleja algunos de los obstáculos del pensamiento basado en la idea de especie, pero termina promocionándolas como proyecto necesario. La humanidad como especie “aparece en el momento de peligro que es el cambio climático” más claramente en los eventos meteorológicos extremos emblemáticos de la nueva era: “A diferencia de las crisis del capitalismo, no hay aquí botes salvavidas para los ricos y privilegiados (como atestiguan las sequías en Australia o los recientes incendios de los barrios pudientes de California)”. Pero este argumento es defectuoso. Abiertamente pasa por alto las realidades de vulnerabilidad diferenciada en toda la escala de la sociedad humana: dan testimonio Katrina en los barrios negros y blancos de nueva Orleans, o Sandy en Haiti y Manhattan, o el aumento del nivel del mar en Bangladesh y en los Países bajos, o prácticamente cualquier impacto, directo o indirecto, del cambio climático. Para el futuro predecible, de hecho, mientras haya sociedades humanas en la Tierra, habrá botes salvavidas para los ricos y privilegiados. Si el cambio climático representa una forma de apocalipsis, no es universal, sino desigual: la especie es tanto una abstracción al final de la línea, como lo es en su fuente.

 

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Un barco navega en el frontispicio de la primera edición del libro de Francis Bacon Novum organum scientiarum (1620). La perspectiva, en lugar de ser presentada desde el punto de vista de los europeos, es desde el punto de vista de un espectador que ya se encuentra en algún lugar del Atlántico.

 

Para los conductores del cambio climático, la naturalización tiene una forma fácilmente reconocible. “Ciertas relaciones sociales aparecen como las propiedades naturales de las cosas”, para decirlo en palabras de Karl Marx: la producción está “encubierta en leyes naturales eternas independientes de la historia, oportunidad mediante la cual las relaciones burguesas son silenciosamente inoculadas como las leyes naturales inviolables en las que la sociedad abstractamente está fundada”. El efecto es bloquear cualquier iniciativa de cambio. Si el calentamiento global es producto del conocimiento del fuego, o de alguna otra propiedad de la especie humana adquirida en algún lejano estadio de su evolución, ¿cómo podemos siquiera imaginar un desmantelamiento de la economía fósil? O, en todo caso, el Antropoceno puede ser un concepto útil y una narrativa para los osos polares y anfibios y pájaros que quieren saber qué especie está generando tales disturbios entre sus hábitats, pero –¡ay!– no tienen la capacidad de analizar y hacer frente a las acciones humanas. En el reino humano, por otra parte, la especie-pensante acerca del cambio climático es propicia a la mistificación y a la parálisis política. No puede servir como base para desafiar los intereses establecidos de los-negocios-de-siempre. 

 

Es valioso destacar, sin embargo, una diferencia entre los economistas políticos burgueses que Marx atacó y la narrativa del Antropoceno. Los académicos que naturalizan el cambio climático raramente o nunca trabajan en nombre de los intereses establecidos de los-negocios-de-siempre. La mayoría preferiría incluso verlos desaparecer. Por ahora, en tanto ocluye los orígenes históricos del calentamiento global y hunde la economía fósil en el foso de condiciones inalterables, el Antropoceno es una ideología más por defecto que por diseño, más el producto de la dominación de las ciencias naturales en el campo del cambio climático y, quizás también, más el producto del embotamiento general del filo crítico y del estrechamiento del horizonte político en el mundo post 1989, más que el producto de alguna apología maliciosa. No necesariamente es menos dañino por esto. Es uno de los tantos marcos teóricos que no son sólo analíticamente defectuosos sino también enemigos de la acción. 



*Fuente: The Anthropocene Review, v. 1, nº 1, 2014, pp. 62-69. Traducción autorizada, realizada por Valeria González y Pablo Méndez (2017).

  1. P.J. Crutzen, “Geology of mankind”, Nature, vol. 415, 2002, p. 23.
  2. Por “post-cartesiano” nos referimos a los enfoques que abandonan distinciones cartesianas tales como aquellas entre sociedad y naturaleza o entre sujeto y objeto.
  3. Programa para la conferencia “Thinking the Anthropocene”, Paris, 13-15 de noviembre de 2013.
  4. Cfr. P. Alberts, “Responsibility Towards Life in the Early Anthropocene”, Angelaki: Journal of the Theoretical Humanities 16, 2011, pp. 5-17; D. Beerling, The Emerald Planet: How Plants Changed Earth’s History, Oxford, Oxford University Press, 2007; M. Berners-Lee y D. Clark, The Burning Question: We Can’t Burn Half the World’s Oil, Coal and Gas. So How Do We Quit?, London, Profile Books, 2013; R. Irwin, “Introduction”, en: R. Irwin (ed.) Climate Change and Philosophy: Transformational Possibilities, London, Continuum, 2010, pp. 1-17; L. Robin y W. Steffen, “History for the Anthropocene”, History Compass, nº 5, 2007, pp. 1694-1719; N.F. Sayre, “The Politics of the Anthropogenic”, Annual Review of Anthropology, nº 41, 2012, pp. 57-70; W. Steffen, J. Grinevald, P. Crutzen, et al., “The Anthropocene: Conceptual and Historical Perspectives”, Philosophical Transactions of the Royal Society, vol. 369, nº 1938, 2011, pp. 842-867.
  5. Ver W.F., Ruddiman, “The Anthropogenic Greenhouse Era Began Thousands of Years Ago”, Climatic Change, nº 61, 2003, pp. 261-293; B.D. Smith y M.A. Zeder, “The onset of the Anthropocene”, Anthropocene, 2013 Disponible en http://dx.doi. org/10.1016/j.ancene.2013.05.001.
  6. M. Raupach y J. Canadell, “Carbon and the Anthropocene”, Current Opinion in Environmental Sustainability, nº 2, 2010, pp. 210-218.
  7. W. Steffen, P.J. Crutzen y J.R. McNeill, “The Anthropocene: Are Humans Now Overwhelming the Great Forces of Nature?”, Ambio, nº 36, 2007, pp. 614-621. Cfr. N. Clark, “Rock, life, fire: Speculative geophysics and the Anthropocene”, Oxford Literary Review 34, 2012, pp. 259-276; A.W. Crosby, Children of the Sun: A History of Humanity’s Unappeasable Appetite for Energy, New York, WW Norton, 2006; W. Steffen, J. Grinevald, P. Crutzen, et al., “The Anthropocene: Conceptual…”, op. cit.
  8. M. Lynas, The God Species: How the Planet Can Survive the Age of Humans, London, Fourth Estate, 2011.
  9. A. Malm, “The Origins of Fossil Capital: From Water to Steam in the British Cotton Industry”, Historical Materialism 21, 2013, pp. 15-68.
  10. Cfr. A.G. Frank, ReOrient: Global Economy in the Asian Age, Berkeley, California, University of California Press, 1998; K. Pomeranz, The Great Divergence: China, Europe, and the Making of the Modern World Economy, Princeton, New Jersey, Princeton University Press, 2000.
  11. D. Headrick, The Tools of Empire: Technology and European Imperialism in the Nineteenth Century, Oxford, Oxford University Press, 1981 y Power over Peoples: Technology, Environments, and Western Imperialism, 1400 to the Present, Princeton, New Jersey, Princeton University Press, 2010.
  12. Tampoco la narrativa del Antropoceno conduce hoy a la democracia, más bien lo opuesto; cfr. M. Leach, Democracy in the Anthropocene? Science and Sustainable Development Goals at the UN, 2013. Disponible en www.huffingtonpost.co.uk/Melissa-Leach/democracy-in-the-anthropocene
  13. J.L. Gaddis, The Landscape of History: How Historians Map the Past, Oxford, Oxford University Press, 2002, p. 96; cfr M. Bloch, The Historian’s Craft, Manchester, Manchester University Press, 1992. [1954], pp. 158–159.
  14. Ver J.T. Roberts y B.C. Parks, A Climate of Injustice: Global Inequality, North-South Politics and Climate Policy, Cambridge, Massachusetts, MIT Press, 2007.
  15. Ver A. Hornborg, The Power of the Machine: Global Inequalities of Economy, Technology, and Environment, Walnut Creek, California, AltaMira Press, 2001 y Global Ecology and Unequal Exchange: Fetishism in a Zero-Sum World, London, Routledge, 2011.
  16. Ver P.J. Crutzen, op. cit. y “The ‘Anthropocene’”, en: E. Ehlers y Krafft, T. (eds), Earth System Science in the Anthropocene: Emerging Issues and Problems, Berlin, Springer, 2006, pp. 13-18; W. Steffen, P.J. Crutzen y J.R. McNeill, “The Anthropocene…”, op. cit.; J. Zalasiewicz, M. Williams, A. Smith et al., “Are We Now Living in the Anthropocene?”, GSA Today, vol. 18, 2008, pp. 4-8; J. Zalasiewicz, M. Williams, W. Steffen et al., “The New World of the Anthropocene”, Environmental Science & Technology, vol. 44, 2010, pp. 2228-2231.
  17. T.A. Boden, Marland, G. and Andres, R.J., Global, Regional, and National Fossil-Fuel CO2 Emissions. Oak Ridge, California, Carbon Dioxide Information Analysis Center, Oak Ridge National Laboratory, US Department of Energy, 2013.
  18. D. Satterthwaite, “The Implications of Population Growth and Urbanization for Climate Change”, Environment & Urbanization, nº 21, 2009, pp. 545-567. de
  19. D. Satterthwaite, “The Implications of Population Growth and Urbanization for Climate Change”, Environment & Urbanization, nº 21, 2009, pp. 545-567.
  20. Idem
  21. V. Smil, Energy in Nature and Society: General Energetics of Complex Systems, Cambridge, Massachusetts, MIT Press, 2008.
  22. D. Satterthwaite, op. cit.