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Simbiología

“Simbiología” es una palabra inventada para desplazar los significados del arte (simbología) hacia la generación de relaciones con otros seres (simbiosis). La exposición reúne más de 170 obras de arte argentino contemporáneo que exploran nuevas vinculaciones y mixturas entre lo humano y lo no humano. Dicha exploración emerge en una época en que la crisis de habitabilidad del planeta suscita profundos cuestionamientos de los modelos dominantes de acción, conocimiento y sentimiento.

 

Durante siglos, los humanos —más precisamente, la humanidad conformada bajo el dominio de la modernidad europea— se han imaginado como los únicos actores sobre un escenario compuesto por elementos y seres pasivos que llaman “naturaleza”. Este molde antropocéntrico, para el cual la separación jerárquica entre sujeto y objetos resultaba tan clara y evidente, se está volviendo cada vez más problemático. Pues si bien fue prolífico en historias épicas de conquistas y progresos, y aún hoy distrae de la precariedad de la vida con tecno-futuros promisorios, el origen humano del trastorno climático (Antropoceno) obliga a replantear nuestros modos de pensar y de estar en el mundo.

 

Hablamos de “emergencia” porque, además del sentido de urgencia del desequilibrio ambiental, queremos aludir también al surgimiento de otras maneras —no hegemónicas— de concebir y gestionar la vida en la Tierra. Ellas pueden ser nuevas o longevas, pueden provenir de las artes, las ciencias o de saberes ancestrales: en todos los casos ven al planeta como una entidad viviente y vulnerable de la que somos parte de un modo necesariamente simbiótico.

 

Varias son las lecturas que acompañan esta propuesta curatorial, no obstante la referencia a tres posiciones nos permite sintetizar un estado de la cuestión. Las tres responden al Antropoceno como crisis ambiental y civilizatoria. El francés Bruno Latour plantea la necesidad de una nueva constitución política que incorpore a los actantes no humanos para mediar en una crisis que entiende como una suerte de guerra civil planetaria entre humanos (modernos) y todo-el-resto (terrícolas). Tanto para Eduardo Viveiros de Castro, desde el estudio de las cosmovisiones amerindias, como para Donna Haraway, desde el feminismo, el problema excede los términos de la política representativa: sólo una potenciación de las capacidades afectivas y vinculantes entre humanos y no humanos podrá ayudarnos a vivir y morir bien en un planeta irreversiblemente dañado. En vez de la idea (aún demasiado moderna) de un binario combate final, sugieren mitos o ciencia-ficciones que inspiren el sostenimiento de comunidades alternativas y redes vitales. 

 

Recientemente, así como Eduardo Viveiros de Castro y Déborah Danowski reflexionan sobre la actualidad política del animismo indígena, Donna Haraway amplía su idea de cuerpos híbridos (Manifiesto Cyborg, 1985) proclamando la convivencia simpoiética con “especies compañeras”.

 

El rol del arte es fundamental porque esta transformación implica, en primer lugar, una nueva afinación sensible de las personas humanas. En el siglo de los totalitarismos europeos, el surrealismo fue una de las vanguardias más reprimidas, pero eso no ha impedido que las prácticas artísticas perduren como un auténtico reservorio animista allí donde los saberes dominantes pretenden aún tratar el mundo como objeto de explotación y conocimiento.

 

1. Planeta en emergencia

 

El término Antropoceno significa que la explotación humana de la Tierra se ha convertido en la fuerza geológica más determinante y que a su causa debe adscribirse la actual mutación de las condiciones atmosféricas del Holoceno. Según Malm y Hornborg, sería más preciso utilizar el término Capitaloceno, dado que no es la humanidad en general la responsable sino la porción infinitesimal del Homo Sapiens que invirtió y se benefició con la Revolución Industrial. Un estudio científico reciente permite adjudicar la primera huella humana de un drástico cambio en el nivel de CO₂ de la atmósfera a la masacre poblacional acontecida durante la conquista de América (Lewis y Maslin, 2015). Actualmente, es bien conocida la desigualdad entre sectores donde se concentra la producción de daño ambiental y aquellos donde se concentran sus consecuencias. Como afirmó Razmig Keucheyan, la naturaleza es hoy un campo de batalla. Particularmente en América Latina, denominamos neoextractivismo a la reformulación del modelo asimétrico de exportaciones primarias en el capitalismo del siglo XXI, basado en la sobreexplotación de energías (minería a cielo abierto, fracking) y monocultivo transgénico, generalmente en manos de corporaciones con capital tecnológico intensivo. Sus principales factores negativos son la escasa generación de trabajo y de integración territorial, así como la destrucción irreversible de sus fuentes no renovables. Estados y, sobre todo, comunidades campesinas locales luchan contra estos modelos para defender su soberanía alimentaria y su biodiversidad cultural.

 

Para Adrian Lahoud es importante mapear geopolíticamente causas y consecuencias de los fenómenos terrestres para descolonizar el Antropoceno, y para constituir estas pruebas es fundamental contar con testigos no humanos (a eso se dedica la reciente estética forense). Sucede que, a menudo, las luchas ecologistas continúan librándose en el campo de la política tradicional (entendida como esfera exclusiva de la acción humana) y de la naturaleza tradicional (entendida como objetividad dada). Pero, si de algo trata el Antropoceno, afirmó Bruno Latour, es de la exigencia de replantear todo de nuevo. Si el cambio climático desafía a la modernidad capitalista como modelo de gestión planetaria, debemos ir “hasta su hueso” y allí encontramos, precisamente, esa operación divisoria entre humanidad y naturaleza que es necesario desandar para salir de este atolladero.

 

En efecto, según Latour, el arma central de la hegemonía moderna ha sido imponer un concepto unitario y exterior de Naturaleza en términos de lo que “es” (Ciencia) por sobre las “creencias” (culturas, religiones). Esto ha permitido a esa parte de la humanidad negligir lo que importa a otros pueblos, hasta el presente, porque la apertura multicultural del posmodernismo no erosiona la raíz de este dominio basado en un “mononaturalismo”. Este concepto de naturaleza objetiva implicó una poderosa y extensa operación de desanimación, la cual permitió definir y tratar como pasivas a entidades que –como evidencia cualquier paper académico– sólo podemos haber percibido y conocido por aquello que hacen. Pero en el Antropoceno, la incidencia de estos actantes no humanos se vuelve dramática, y continuar excluyéndolos del relato de la historia y de las mesas de decisión política es, para Latour, el más peligroso de los anacronismos.

 

A comienzo de los 90, Michel Serres inicia un libro comentando la pintura negra de Goya “Duelo a garrotazos”. Enfrascados en su lucha especular, los dos varones ignoran que acabarán derrotados por igual por el fango que ya les llega a las rodillas y se los va a tragar. Ese “mundo”, sobreentendido tanto tiempo como mero escenario de la épica humana, juega ahora un rol a ser tenido en cuenta. De un modo comparable al esquema “Z” lacaniano, el filósofo afirma que, cruzando la diagonal visible de la rivalidad androcéntrica (a/a’) subyace la diagonal de la tensión real, que ya no es antropomorfa, entre el mundo y las placas tectónicas humanas. Serres invoca la necesidad urgente de un contrato natural, tan mítico e instituyente como aquel contrato social que reconoció la violencia en la especie humana y se propuso tramitar con ella.

 

La dificultad en reconocer y tratar con este agente –la Tierra– es que no se dirige a nosotros en absoluto. En los 70, James Lovelock y Lynn Margulis opusieron a la tradición galileana (la Tierra no es más que un planeta semejante a otros) la evidencia de que la Tierra, como planeta viviente, es una trama de acontecimientos singulares o, más precisamente, obra de ingenios excepcionales (la conversión del corrosivo oxígeno en oportunidad es un ejemplo) de mutantes microorganismos. No existe primero un ambiente habitable y luego el surgimiento de la vida en él: es más exacto pensar en una actancia, una potencia de actuar, en la que “organismos” y “ambiente” se co-producen y transforman mutuamente. Llamaron Gaia a esta versión de la Tierra como rareza viviente. Isabelle Stengers piensa a Gaia en términos de una intrusión de un tipo particular de trascendencia no humana, ya que no necesita de dicha especie de vertebrados para sobrevivir.

 

De modo que, expresiones del tipo “cuidar al planeta” se vuelven algo naïves. Vinciane Despret utiliza el término cosmoecología para contrarrestar derivas aún antropocéntricas u objetualistas de la ecología. Refiere a un caso de recuperación de un mundo de ovejas, humanos y otros seres, para alejarse explícitamente de la noción mecanicista de ecosistema como totalidad –en última instancia indiferente– de suma cero.

 

Francés como Serres, Bruno Latour piensa al Antropoceno como una situación de guerra civil planetaria que requiere nuevas mediaciones. La hegemonía de la humanidad moderna se verá amenazada por la emergencia de los pueblos de Gaia, un nuevo sujeto político compuesto por humanos-no-modernos y seres no humanos a quienes denomina “terrícolas” para diferenciarles y para acentuar su identificación con la causa de la supervivencia terrestre. Eduardo Viveiros de Castro y Deborah Danowski sostienen que los candidatos más relevantes son los pueblos indígenas, aunque no los piensan liderando un combate final sino un amplio movimiento de fuga. La concepción amerindia de un Buen Vivir basado en la suficiencia se desentiende del modelo moderno de acumulación infinita.

 

Los estudios del antropólogo brasileño Viveiros de Castro generan interés creciente al mostrar modos de pensar y habitar el mundo radicalmente diferentes a nuestra modernidad, hoy enfrentada a la crisis civilizatoria y ambiental del Antropoceno. Como vimos, para la humanidad hegemónica primero existe una naturaleza y luego emerge la dominación transformacional de la cultura. Para las cosmovisiones amerindias lo humano, en tanto plasticidad metamórfica, es el principio de todo, y de ello desciende la estabilización de la naturaleza en diferentes especies y fenómenos terrestres. Además de implicar un respeto por la personeidad que anida en todo lo existente (animismo), la labor del mundo no es acelerar sino mantener a raya un cataclismo que ya ha sucedido. Su sentido del vértigo surge de la compleja diplomacia que exige habitar una naturaleza de sociedades múltiples de seres, y no de la aceleración lineal de su destrucción.

 

En 2008, la consideración de estas culturas indígenas alter-modernas permitió que Ecuador y Bolivia incorporen en sus constituciones el reconocimiento de la Naturaleza como sujeto de derecho, poniendo a América Latina a la vanguardia de las respuestas políticas al Antropoceno.

 

Por último, en tanto Viveiros de Castro y Danowski responden a Latour desde la perspectiva de la supremacía ecológica de la América indígena, Donna Haraway lo hará desde una perspectiva feminista que promueve una ética del cuidado y una erótica de la simbiosis.

 

2. Simbiología

 

La científica estadounidense Lynn Margulis (1938-2011) fue una de las pioneras en la teoría de la simbiogénesis. Su dedicación rigurosa y apasionada al estudio de los microorganismos la llevó a comprobar que, lejos de ser los ancestros básicos superados por la evolución de las especies, los “niveles” de la vida se basan en los mismos procesos químicos y combinatorias genéticas inventados por las bacterias. Los microorganismos participan del desarrollo y supervivencia de todos los organismos conocidos, según una trama continua de cooperaciones y simbiosis que no se corresponde con la clásica separación visual de seres vivos en escalas. Lo que esta otra biología revela es la relatividad de la nuestra: resulta bastante simple entender a qué valores extra biológicos responde la centralidad que adquieren en la biología hegemónica las nociones de individuo, lucha competitiva y progreso del más apto. Y es interesante que este tipo de revelación suceda a través del microscopio, como si la enredada realidad de la materia viviente llegara para corromper desde dentro el régimen escópico/fálico en que se inscribe el imaginario de la superioridad y el excepcionalismo humanos.

 

Vinciane Despret se ha dedicado a revisar los modos en que los científicos han abordado a los animales, y también descubre que ciertos comportamientos como el dominio de los machos, o la heterosexualidad, están lejos de constituir patrones universales de comportamiento. Evidentemente, si el gran anatema del animismo supuestamente “primitivo” es la proyección de rasgos humanos a seres y cosas ajenos a su dominio, no podrían calificarse de otro modo este tipo de conclusiones científicas. El problema aquí no es la falta de “objetividad” –finalmente, un abordaje neutro sólo postularía un mundo que no nos importa– sino el escamoteo de los intereses en juego en nombre de la Naturaleza “como es”. En un artículo, Despret vuelve sobre el conocido experimento del profesor Rosenthal. Él reparte ratas de laboratorio entre sus estudiantes y engaña a algunos de ellos diciéndoles que sus ratas son más inteligentes que las otras. En el curso de los experimentos, las ratas supuestamente más inteligentes se comportan efectivamente como tales. El objetivo del profesor es mostrar el peligro que el investigador debe erradicar: dejarse influenciar por una expectativa. Vinciane Despret ve allí la clásica oportunidad perdida por el tipo de “aguafiestas” que encarna la autoridad científica. ¿Por qué afirmar que la rata y el estudiante iniciales son más reales o verdaderos que la rata y el estudiante que devienen más capaces a través de un hacer conjunto? La deconstrucción de los saberes hegemónicos no pasa por constatar el mayor grado de verdad o falsedad de sus hipótesis, sino por qué calidad de realidades sus suposiciones habilitan. Despret se dedica al rescate de numerosas experiencias en que humanos y animales se involucran en maravillosas formas de prestarse atención y lograr cosas juntos.

 

Como afirma Donna Haraway, importa qué nombres usamos y qué historias contamos para habitar la Tierra. Sospecha que la palabra Antropoceno corre el riesgo de convertirse en la última designación orgullosa y autosuficiente del “Antropos” al comando del planeta. El feminismo necesita más que nunca de la alianza estratégica entre ciencia y ficción. A mediados de los 80, Haraway publicó el famoso Manifiesto Cyborg, donde instaba a una cópula erótica y no tanática, creativa y no esclavizante, de cuerpos humanos y tecnologías. A partir de los 2000, retomando a Lynn Margulis y las nuevas biologías simbióticas, expande esta política recombinante hacia la generación de parentescos entre seres humanos y “especies compañeras”. El lema “generen parentescos, no bebés” inspira a criar vínculos asumiendo responsabilidad (capacidad de responder) frente a vidas vulnerables, en vez de crear descendientes como continuidad narcisista de la “propia” genealogía. En “Historias de Camille”, fabuladas junto a Vinciane Despret, nuevas generaciones SIM intercambian genes y asumen el cuidado de especies en peligro. La pirámide coronada por el Hombre es derribada a tierra por una fluidez tentacular donde todos los cuerpos vivos pueden tocarse y combinarse. Finalmente, resulta más ficcional la fe en el futuro infinito (laico o religioso) del ser humano, que comprender como humus la trascendencia del Homo. Como con el microscopio de Margulis, una suerte de materialismo vitalista desafía las épicas masculinas de dominio. El pensamiento harawayano es también uno de los puntos de referencia de las teorías queer, en las que los feminismos arriban al cuestionamiento radical de todo binarismo y donde el estatuto performático de los géneros (Judith Butler) se abre al infinito potencial de todas sus variables.