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ÉTICA DEL CUIDADO

Las tareas de cuidado y mantenimiento de la vida, secularmente invisibilizadas por los modelos bélicos o productivistas liderados por varones a lo largo de la historia, son revalorizadas como alternativa ética y política frente a los desastres del Antropoceno.

Liliana Maresca

Sin título de la serie Liliana Maresca con su obra, 1983
Fotoperformance, 41 x 41 cm
Fotografía de Marcos López

Liliana Maresca – (Pcia. de Buenos Aires, 1951- Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 1994) 

Con la recuperación de la democracia en 1983, se desató en Buenos Aires un clima de fervor cultural. Más allá de los eventos institucionales y la producción de objetos artísticos, la atmósfera joven y creativa de los 80 fue esencialmente performática y underground. Lo más intenso sucedía en las calles, en sitios imprevistos, galpones, lavanderías, páginas de revista, bares y discotecas. Maresca fue una indudable referente de esa época: por su trabajo como artista, como instigadora de instancias colaborativas y por su espíritu insobornablemente libertario y desprejuiciado. Su casa taller fue una suerte de centro energético, donde se cruzaron artistas de diferentes edades e identidades. Representó el espíritu del margen como lugar creativo y del propio cuerpo como campo de batalla deseante y político. 

En esta foto-performance, la artista, desnuda en primer plano, sostiene un desproporcionado “carozo de durazno”: una pieza que asemeja asimismo la textura y la forma de una vulva. Una mujer acuna una parte del cuerpo propio (dislocado y transmutado). No hace falta que Aby Warburg nos llame la atención sobre cómo ver esa escena: es una Madonna. Imposible no verla hoy, casi cuarenta años después y en plena pandemia, como una apelación al cuidado. Por una parte, la madre –Maresca, la artista– está cuidando su obra, ese carozo hecho de poliuretano expandido y madera, una obra de la que ella misma dice “gestada y parida como un hijo, que requiere similar amor y dedicación”,1 ubicándose como creadora a partir del deseo de creación artística y, de hecho, interrumpiendo el linaje paterno. No hay padre. Maresca, que era en ese entonces también portadora del virus de VIH (la inmunidad, esa compleja relación biopolítica), pone en escena que todos somos vulnerables y aun así el cuidar es imprescindible. No hay vida sin vulnerabilidad, pero tampoco la hay sin cuidado. 


Como muchos de los objetos que aparecen en esta serie de fotos, el “carozo” proviene de la basura, del reciclaje, del rejunte. María Gainza, que analizó esta relación de Maresca con las cosas que levantaba de la calle, sostiene que “hay en ellos algo tosco, extraño y desgarrado, que evoca cuerpos mutilados, y a la vez una existencia en estado bravío y fragmentario, una iconografía del sufrimiento dentro de una realidad opaca e incoherente”.2 También, la pieza reenvía el reciclado urbano a la idea de ciclo vital (semilla), activa algo orgánico en la imagen y una tangencia expresa entre especies diversas (vulva, un hijo, carozo). Miremos bien, como haría Donna Haraway; este trabajo permite romper a través una “política ficción” tres distinciones clave: la animal/humano, la natural/artificial y la que existe entre lo físico y lo no físico. El sexo, la sexualidad y la reproducción, que la obra de Maresca pone en escena, son actores principales de los sistemas míticos de alta tecnología que, como sostiene Haraway, estructuran nuestras imaginaciones de posibilidad personal y social. 


Por Daniela Gutiérrez
  1. Adriana Lauría, Liliana Maresca. Transmutaciones (cat. exp.). Rosario: Fundación Museo Municipal de Bellas Artes Juan B. Castagnino, 2008.
  2. María Gainza, “La leyenda Dorada”, en Graciela Hasper (comp.), Liliana Maresca. Documentos. Buenos Aires: Libros del Rojas, 2006.
Toto Dirty

Trabajadora, 2014
Lápiz sobre papel, 100 x 70 cm

Toto Dirty – (Villa Gesell, 1990). Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires. 

 

Toto Dirty realizó estudios de artes visuales y crítica de arte en la Universidad Nacional de las Artes. Su obra incluye el dibujo, la escultura y la performance para materializar un imaginario alimentado por las estéticas contemporáneas ligadas a los movimientos disidentes, desde lo queer hasta el cyberpunk y la brujería. Sus búsquedas invitan a participar de situaciones experimentales ligadas a la revuelta sociocultural, tanto dentro como fuera de las tradiciones estéticas. 

Trabajadora (2014) es un dibujo con lápiz de matices naive donde forma y contenido apuntan a “cortocircuitar” la sencillez de lo elemental y las fuerzas desconocidas que impulsan al artista. Un cuerpo femenino sin cabeza juega con la tierra rodeada de los seres del suelo: plantas, florcitas, insectos. Sin embargo, ante la mirada atenta salen al encuentro elementos que alteran la expectativa obvia: insectos imposibles de cuatro patas, gusanitos de rostro payasesco, un emoticón y un homúnculo yogui. La trama resulta así más compleja, en un intento evidente de señalar ciertos temas del ecofeminismo no sin posar una mirada problemática sobre el dispositivo de naturalización estética de la biósfera y el rol directriz de la mujer en él. El colgante con el signo femenino (♀) marca a la “mujer” como el ser que usa sus manos (primera herramienta orgánica) para trabajar, indicando con inocencia irónica el lugar que cabe a lo humano femenino en esa intensa red de trabajo colaborativo que es el suelo. La relación eco-ética con el ambiente no está, sin embargo, exenta del asedio de las fuerzas extrañas (dibujos negros que remiten a los tatuajes tribales) que contrastan por su contundencia con las interrelaciones orgánicas del resto. La “trabajadora” desplaza la visión agronómica (extractivista) del suelo porque su hacer es señalado como esencialmente afectivo: en el contacto sensual con la tierra, ella comparte con el resto de los seres el cultivo, que es también una forma de compartir un destino material. En esta línea, la obra de Dirty plasma el viraje de los debates contemporáneos en torno a la terraformación (los invisibles agentes que hacen del planeta un espacio viable para la vida biológica), haciendo hincapié en la importancia de intensificar las alianzas de forma transversal a las escalas de tamaño y complejidad bio-tecnológicas, y proponiendo nuevas tramas imaginarias entre los seres naturoculturales de la tierra.   


Por Colectiva Materia
Mónica Millán , Adriana Bustos

Plantío Rafael Barrett, 2015-2021
Dibujos, grafito y carbonilla sobre papel, telas de algodón y vegetación local salvaje, medidas variables

En colaboración con las organizaciones campesinas Conamuri Paraguay y MNCI (Movimiento Nacional Campesino Indígena, Argentina)

 

Mónica Millán & Adriana Bustos junto a organizaciones campesinas: Conamuri Paraguay y Movimiento Nacional Campesino  – (Pcia. de Misiones, 1960; Pcia. de Buenos Aires, 1965) Viven y trabajan en la Ciudad de Buenos Aires. 

 

Bustos realizó estudios de arte y psicología en la Universidad Nacional de Córdoba. El carácter investigativo y documental de su obra hacen de la fotografía, el video, el dibujo, la pintura y la acción los soportes más relevantes de su producción. Millán, de 2002 a 2012, trabajó en Paraguay con un pueblo de tejedores, asesorada por el ensayista y crítico de arte Ticio Escobar, fundador y director del Museo de Arte Indígena del Centro de Artes Visuales de Asunción. Su trabajo de recuperación, identificación y recreación de tejidos tradicionales le permitió generar un vínculo muy fecundo entre creación artística, artesanía popular y lenguaje plástico.

Millán y Bustos propusieron para la bienal de Asunción 2015 (Paraguay) realizar una plantación en un parque frente al Congreso de la Nación, junto con el colectivo de mujeres campesinas e indígenas Conamuri. Esta plantación se llamó Plantío Rafael Barrett,  en homenaje al teórico anarquista que denunció en sus escritos la esclavitud en los yerbales de Paraguay y las profundas desigualdades de clase en la Argentina de 1910. Sus principales ejes de trabajo tenían que ver con la soberanía alimentaria, el acceso a la tierra, la propiedad privada de la misma, des-significar al alimento del carácter mercantil y potenciar los encuentros o, como explicarían ellas, los “asentamientos”. Asentamiento, en guaraní Apyka, significa el lugar donde se piensa el mundo. Es el asiento utilizado en ceremonias. 

En 2017, reiteraron esta acción en Florencio Varela, trabajando con el Movimiento Nacional Campesino Indígena en sus propias tierras. En esta segunda instancia, las artistas desarrollaron un programa que conectó a la municipalidad con el centro de Buenos Aires, poniendo a disposición un micro para llevar público a las actividades de inicio de cultivo y organizando luego una charla en la Casa Nacional del Bicentenario con representantes de ambas comunidades con las que habían trabajado.

En esta ocasión, su obra interpela los resquemores principales de los latifundios que forjaron una división de clases substancial para la constitución de nuestro Estado-Nación. Pensando el plantío no desde la polarización urbana-rural, sino desde la integración, en el centro de la ciudad (Centro Cultural Kirchner) están presentes las voces de aquellos que suelen ser marginalizados. Voces y cuerpos que se presentifican a partir de dibujos, lemas, banderas, en un verdadero asentamiento en el cual poder reflexionar sobre las formas de relación que mantenemos con la tierra y el cultivo. El Plantío Rafael Barrett, en la sala Ecología política, se articula directamente con ciertos mapeos de los Iconoclasistas, o las Tierras de Patagonia de Mónica Giron, pero especialmente con 17 veces volver, el ensayo fotográfico de Cooperativa Sub donde campesinos de Paraguay se ven asediados por los terratenientes y tienen que resistir contra el Plantacionoceno: los monocultivos y desplazamientos de los habitantes legítimos del territorio.


Por Pablo Méndez
a77

Panteón Acuapónico, Bartram's Garden, Filadelfia, USA, 2014
Imagen digital, 84,1 x 118,9 cm

Panteón Acuapónico, Corte, Bartram's Garden, Filadelfia, USA, 2014
Imagen digital, 84,1 x 118,9 cm

Panteón Acuapónico, Planta, Bartram's Garden. Filadelfia, USA, 2014
Imagen digital, 84,1 x 118,9 cm

Panteón Acuapónico, Espacio interior, Bartram's Garden, Filadelfia, USA, 2014
Imagen digital, 84,1 x 118,9 cm

 

En colaboración con María Rodrigues Mori

a77 – (Gustavo Diéguez, Buenos Aires, 1968 y Lucas Gilardi, Buenos Aires, 1968). Viven y trabajan en Buenos Aires.

 

Bajo la consigna de construir con lo que se tiene a mano, el estudio arquitectónico a77, conformado por Gustavo Diéguez y Lucas Gilardi, ha abocado sus esfuerzos de los últimos quince años a la praxis de una arquitectura sostenible y receptiva con su contexto, dentro de la cual se encuentran el desarrollo de viviendas y mobiliario, dispositivos de exposición y soluciones espaciales efímeras que abordan dinámicas sociales. Frente a los tiempos y metodologías más institucionalizados, el modo de hacer de a77 es táctico en tanto aprovecha materiales de descarte y considera como prioridad el fortalecimiento del espacio público como agente de cambio comunitario.

El Panteón Acuapónico, uno de sus proyectos más recientes, consiste en la instalación de dos estructuras para el cultivo en Bartram's Garden, a las orillas del río Schuylkill, al suroeste de Filadelfia, EE.UU. Las siluetas de las construcciones propuestas por a77 emulan las formas industriales de la zona, pero por dentro revierten las ideas de producción fabril y se centran en el desarrollo colectivo de sistemas simbióticos entre la cría de peces del río y el cultivo de plantas hidropónicas. En adición a este primer módulo, disponen la instalación de un Pabellón Invernadero que, además de cumplir con la función que lo nombra, se propone como un espacio de encuentro comunitario para llevar a cabo charlas, clases y actividades culturales con distintos grupos sociales y etarios locales. Además, hay dos unidades móviles que cumplen con la función de trasladar huertos a distintos puntos de la ciudad con la intención de propagar la rebeldía de la soberanía alimentaria en lotes urbanos y otros espacios públicos.

Como un fractal, el Panteón Acuapónico busca infiltrar el modelo de cultivo en distintas escalas socioculturales de esa comunidad urbana. Es decir, mientras las plantas del Panteón se benefician del agua y la presencia de los peces en ella, en los barrios adyacentes al proyecto reverbera la potencia del caudal del Schuylkill en las huertas móviles, la agricultura doméstica y la renovación de los vínculos sociales mediante prácticas de cuidado no solo entre seres humanos, sino también con el río como parte de un mismo cuerpo social y vital.


Por Tania Puente García
Luis Fernando Benedit

Caja de maíz, 1978
Objeto en madera, bronce, algodón y pintura acrílica, 31 x 33,7 x 27,5 cm

Luis Fernando Benedit (Ciudad de Buenos Aires, 1937-2011)

 

El interés por el imaginario rural como elemento identitario de la iconografía nacional atraviesa la obra de Luis Fernando Benedit desde fines de los años 70. A través de pinturas, objetos, ensamblajes e instalaciones indagó en el paisaje y la vida en el campo, el trabajo, los animales, las costumbres y la tradición gauchesca. En 1978, luego de su participación junto al Grupo CAyC en la XIV Bienal de San Pablo, presentó una exhibición en la galería Ruth Benzacar donde incluyó una serie de cajas de madera que contenían herramientas de uso rural, como tijeras de castrar, cuchillos o alambrado. Caja de maíz, que formó parte de aquella muestra, presenta una mazorca dentro del cajón de una caja de madera, junto a siete pequeños contenedores de bronce que guardan semillas protegidas herméticamente de todo contacto externo. La parte exterior de la caja se encuentra pintada de verde como los suelos fértiles de la llanura pampeana. 

Relacionada con la obra de Vicente Marotta también incluida en esta sala, así como con las obras con papas de Víctor Grippo, Caja de maíz vuelve sobre la cuestión del alimento y los vegetales autóctonos de América. El cultivo de maíz cruza todo el continente americano con más de 200 variedades y constituye la base alimenticia de muchas poblaciones nativas. En algunas culturas prehispánicas su presencia fue tan importante que integraba sus narrativas cosmológicas, como en el caso de los mayas para quienes, según relata el Popol Vuh, los humanos tuvieron su origen en este vegetal. Presentado como un objeto precioso, la obra alude a esta consideración como objeto de adoración por comunidades indígenas y, al mismo tiempo, como objeto de deseo del extractivismo colonial. 

El modelo de cultivo que los europeos impusieron desde el siglo XVI en América, con intercambios transcontinentales de semillas y alimentos, condujo a transformaciones inéditas sobre la tierra, al sometimiento de los cuerpos a una forma de producción y a la alteración en la relación de las personas con el medio. El término Plantacionoceno fue propuesto por Donna Haraway, Anna Tsing y Scott Gilbert para denominar el impacto geológico del desarrollo del sistema agroindustrial a nivel global desde 1492, y permite visibilizar las relaciones de opresión colonial y violencia racial que lo han sostenido. Desde entonces, la explotación de la tierra en nuestro continente se intensificó, por lo que es posible establecer una línea de continuidad con las formas neoextractivistas del presente, como el monocultivo transgénico. 

De acuerdo con María José Herrera, para realizar esta obra Benedit se inspiró en los métodos precolombinos de conservación de semillas que conoció en un viaje a Perú, y las preservó como “cápsulas de tiempo” para generaciones futuras. Hoy, más de cuarenta años después, esos siete granos son la evidencia material de otra forma de cultivo, posible de contrastar con los actuales procedimientos que han llevado a saquear el terreno de maneras impensadas en aquel entonces. El diseño de semillas modificadas genéticamente para maximizar el rendimiento y su patentización, la contaminación del suelo y de los cuerpos por el uso de agrotóxicos, la destrucción a través de incendios de ecosistemas enteros para extender las áreas de tierras productivas y el uso intensivo del monocultivo agotando su capacidad, conducen a procesos de desertificación, así como a la destrucción de miles de vidas humanas y no humanas con consecuencias irreversibles para el planeta. Caja de maíz invita a preguntarnos por el rol de la agricultura en nuestro territorio y la relación que a lo largo de la historia hemos establecido con la tierra como proveedora de alimentos; invita a repensar los mecanismos de dominio que han regido estos vínculos y a abrir la posibilidad a modelos de cultivo alternativos que reivindican otros saberes y el cuidado integral de la biodiversidad ecológica.


Por Mercedes Claus
Marta Minujín

Comunicando con tierra, 1976
Nido de hornero gigante, documentación, fotografías, objetos y videos, medidas variables

Autogeografía, 1976
Digitalización de film original Super 8, blanco y negro, sonora, 11’ 26”
Edición 1/5
Directora: Marta Minujín
Cámara: Claudio Caldini



Autogeografía (con máscaras), 1976
Digitalización de film original Super 8, color, sonora, 10’ 5”
Edición 2/5
Directora: Marta Minujín
Cámara: Claudio Caldini

Hornero, 1976
Digitalización de film original Super 8, color, sin sonido, 1’ 17”
Edición 2/5

Marta Minujín (Ciudad de Buenos Aires, 1943)

 

Marta Minujín ya era una artista representativa de la vanguardia local cuando, en 1976, presentó Comunicando con tierra como parte de la muestra colectiva Arte en cambio II en el Centro de Arte y Comunicación. Autora de algunas de las obras más provocativas que irrumpieron desde la órbita del mítico Centro de Artes Visuales del Instituto Di Tella durante los años sesenta, sus ambientaciones con colchones y happenings como La Menesunda o El Batacazo, centrados en la experiencia sensorial del público, cautivaron la atención mediática. Con el cierre del Di Tella en 1969, el CAyC se había consolidado como el espacio de referencia, por lo que la participación de Minujín al regresar en 1974 de una larga estadía en Nueva York parecía natural. Si bien no fueron muchas las artistas mujeres1 que tuvieron lugar en este espacio dominado por hombres, la suya actuaba como figura legitimante. 

Comunicando con tierra es una obra compleja que consta de diversas etapas. Comenzaba con la acción de extraer tierra de Machu Picchu que constituía para la artista el “centro metafísico de Latinoamérica”. Fraccionada en 23 bolsas de un kilo, la tierra fue exhibida en el CAyC junto a un nido de hornero gigante en cuyo interior un televisor reproducía el video Autogeografía. Una vez finalizada la exposición, las bolsas fueron enviadas a artistas de cada país de América Latina con la instrucción de mezclar su contenido con tierra del lugar y reenviar el envase rellenado con tierra local que sería enterrada nuevamente en Machu Picchu. De esta manera, la obra proponía un circuito de intercambio y comunicación regional que apelaba a la capacidad energética de la tierra ligada a su sacralidad precolombina.  

El nido de hornero fue construido en barro y fibras naturales, imitando la forma y el método que utiliza esta ave sudamericana, pero adaptado a escala humana. Plantea así lo que Vinciane Despret denomina una práctica antropozoogénica: propone una experiencia compartida en la cual el refugio del pájaro es antropomorfizado, al permitirnos ingresar y habitarlo, pero al hacerlo somos también zoomorfizados, en el sentido en que nuestros cuerpos son afectados por el sentir del mundo del animal.

En el interior, la videoperformance mostraba a Minujín recostada, con bikini y anteojos negros, siendo progresivamente cubierta con tierra y granos de cultivo hasta fundir su cuerpo en territorio o paisaje. Como un ritual, sobre su rostro se sucedían diversas máscaras, multiplicidad que evoca que sin importar nuestras identidades indefectiblemente será la tierra el destino final para todxs.

Cuando ese mismo año Minujin volvió a presentar el nido de hornero en la Sociedad Rural, lo promocionó bajo el título “¿Hábitat del futuro?”, señalándolo como un espacio primigenio, que existió desde antes de las ciudades e “inspiró al tradicional rancho de barro argentino”, pero también pensado de forma prospectiva. En diálogo con las obras de Romina Orazi, Liliana Maresca, Leonel Luna y Máximo Pedraza en la sala contigua (605), el nido se presenta como un refugio interespecie, lugar de protección futura ante un mundo amenazado. 


Por Mercedes Claus
  1. Entre las artistas que participaron con mayor frecuencia se encontraban Mirtha Dermisache, Elda Cerrato, Lea Lublin y Mercedes Esteves, pero el Grupo de los Trece en sus diversas formaciones no contó nunca con integrantes mujeres.
Alfredo Portillos

Cementerio de los guerrilleros latinoamericanos, 1974
Registro de performance en la exposición del Grupo de los Trece “Arte de Sistemas en América Latina” en el Internationaal Cultureel Centrum de Amberes, 60 x 40 cm
 

Alfredo Portillos (Ciudad de Buenos Aires, 1928-2017)

 

Entre las principales intenciones del CAyC impulsadas por Jorge Glusberg se encontraba el propósito de desarrollar una nueva identidad latinoamericana para dar visibilidad al arte de la región. Entre los artistas que integraron el grupo, Alfredo Portillos fue quien indagó con mayor profundidad en las tradiciones rituales de los pueblos originarios de América Latina. Su inclinación por el campo espiritual y religioso –desde su paso por un seminario jesuita a temprana edad, sus estudios de la filosofía zen, el hinduismo, el candomblé y el vudú– marcó su producción, para centrarse progresivamente en el pensamiento andino y los cultos populares latinoamericanos. Durante su participación en el CAyC en los años 70, Portillos comenzó a presentar altares e instalaciones ceremoniales en los que realizaba performances que recuperaban la ritualidad andina, y que constituyeron además un antecedente local del arte de acción. 

Las fotografías que incluimos en esta exposición son registros de algunas de estas obras que exhibió en diversas ciudades del mundo, como resultado de la promoción internacional que asumió el CAyC. Cementerio de los guerrilleros latinoamericanos fue presentada por primera vez en 1974 en la exposición Arte de sistemas en América Latina, en el Internationaal Cultureel Centrum de Amberes, Bélgica. En un espacio cubierto de tierra, dispuso una urna funeraria de madera sobre una estructura de acrílico, rodeada de velas y un conjunto de cruces realizadas con cañas tacuara que sostenían coronas de flores blancas en papel crepe. Estos elementos eran recuperados de diversas tradiciones funerarias de nuestro continente, y aparecen de manera recurrente en obras posteriores. Algunos de ellos aludían a la violencia colonial contra las poblaciones indígenas, como las cruces de tacuara que se presentaban torcidas en referencia a la manera jesuita de diferenciar los entierros colectivos de aborígenes. La combinación de los objetos conformaba el espacio ceremonial para la realización del ritual, que en este caso consistía en encender las velas una por una.  

Mientras en el país crecía la violencia y la persecución con la creación de la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina), poco tiempo antes Portillos establecía una continuidad entre el genocidio indígena y su propio contexto político, y encontraba en el ritual la posibilidad de dar un marco simbólico a aquellas muertes. Esta referencia explícita quedó vedada en propuestas posteriores, tras el golpe militar de 1976. Cuando en 1977 el Grupo CAyC se presentó en la XIV Bienal de São Paulo, Portillos instaló un altar en una estructura de cañas y lienzos para formar un espacio ecuménico, donde invitó a representantes de diversos cultos practicados en Latinoamérica a ofrecer sus respectivas ceremonias, aludiendo a la heterogeneidad de culturas en el continente. La incorporación de la acción, como sostiene Juan Pablo Pérez, operaba como un elemento disruptivo dentro del campo del arte y sus formas tradicionales, abriendo interrogantes acerca de su condición objetual, así como también sobre su autonomía y la consideración de lo artístico para otras culturas. En las sociedades amerindias, los ritos tienen una importancia fundamental para el sostenimiento y la renovación del orden cosmológico, un orden en el cual seres animados e inanimados se presentan integrados en un todo, sin distinción. Esta cosmovisión implica una relación muy diferente con la Tierra, en la cual cada planta, cada lago, cada piedra, cada animal, pero también cada espíritu, son entidades con intencionalidad propia y ocupan un lugar irremplazable. En esta concepción, la ecología y la cosmología se encuentran anudadas, como sostiene Vinciane Despret, en una cosmoecología. La obra de Portillos nos invita a reflexionar sobre la validez de otros pensamientos que la cultura occidental relegó o excluyó en la dicotomía cultura y naturaleza, civilización y barbarie.


Por Mercedes Claus
Máximo Pedraza

Yo soy tu compañero, 2011
Bronce, 12 x 10 x 10 cm

Máximo Pedraza – (Pcia. de Tucumán, 1970) Vive y trabaja entre Tucumán y Ciudad de Buenos Aires.

 

¿Quién es el sujeto de esa enunciación solemne que nombra este trabajo de Pedraza? Cuesta definir su especie (¿es un fantasma?, ¿un niño?, ¿un alien? … quizás todo junto) pero desde dentro de una oquedad brillante se afirma como contundente certeza. En cualquier caso, la afirmación sólo produce mayor zozobra. El que dice es “otro” suficientemente parecido (miramos su pancita, sus ojos, su forma reconocible) pero diferente. “Yo” no es yo, no hay en la enunciación nada que tranquilice sino más bien cierto germen de terror infantil que podría avergonzarnos reconocer. La obra, ese espacio abierto, pero cerrado sobre sí, una gran boca o una cueva primitiva, desde donde ese ser nos ofrece compañía, nos interpela sobre la profunda soledad en la que habitamos, sobre la dificultad de construir comunidad, sobre lo precario del habitar. 

La materialidad del bronce tiene una factura blanda, como amasada, no da cuenta de otra herramienta más que la de una mano humana construyendo un espacio que semeja un nido. En el origen de lo humano, no hubo un nido sino una cueva, un espacio donde albergar el fuego en torno al que todo recién llegado era incluido en una genealogía. La vida en común se organizó a partir de un espacio donde obtener refugio, donde alojarse, donde creciera la hospitalidad y, como afirma Pedraza, “acompañarse”. Sin embargo en hostis (de donde viene hospitalidad) también habita la hostilidad, la resistencia, la indocilidad que reconoce que todo “otro”, todo compañero, es, por su diferencia siempre radical con “uno”, potencialmente un peligro. Pero si no entramos en esa cueva, lo que nos queda es la intemperie. La obra de Pedraza parece decirnos en su forma y en su materialidad que conviene no desechar la incertidumbre, sino anidar en ella, hacerla experiencia, entregarnos a lo implanificable, ceder el poder. Y habitar el refugio que se nos ofrece, aceptar lo común y procurar convivir con lo diferente.


Por Daniela Gutiérrez
Adrián Villar Rojas

Lo que el fuego me trajo, 2013
Video color, sonido, 32’

 

Elenco:

(en orden alfabético)

 

Noelia Ferretti

Andrés Gauna

Jorgelina Giménez

Alan Legal

César Martins

Mariano Marsicano

Martín Paciencia

Nicolás Panasiuk

Aitana Panasiuk

Mariana Telleria

 

Idea original y dirección: Adrián Villar Rojas

 

Producción artística:

Federico Leites

Laura Langer

Noelia Ferretti

 

Producción:

REI CINE SRL

Benjamín Domenech

Santiago Gallelli

Matías Roveda

 

Producción Casa de Vidro:

Luiza Proenca

Adelaide D’Esposito

 

Asesora:

Mariana Telleria 

  

Cinematografía - Fernando Lockett

Diseño de sonido - Julia Huberman

Edición - Andrea Kleinman

 

Segunda Unidad de Cámara - Diego Mendizábal

Segunda Unidad de Sonido - Emilio M. Iglesias

 

Posproducción de imagen - Alejadro Armaleo

Color - Alejandro Armaleo

VFX - Hernán González

 

Edición de sonido - Julia Huberman

 

Estudio de Foley - Tres Sonido

Grabación de Foley - Bechen de Loredo, Leandro de Loredo, Rafael Millan

Artistas de Foley - Francisco Rizzi, José Eugenio Caldararo, Begoña Cortazar

Estudio de sonido - Sonamos (Chile)

Mezcla - Roberto Spinoza

 

Making Of - Sebastián Villar Rojas

 

Gráfica y diseño de títulos - Vanina Scolavino, Diego Bianchi

 

Esta película fue hecha con el apoyo de:

Instituto Lina Bo e P.M. Bardi

Galeria Luisa Strina

 

Filmada entre el 14 y el 16 de diciembre de 2012 en Casa de Vidro (Morumbi - São Paulo - Brasil).

 

© 2013

 

Que la luz de una lámpara se encienda aunque nadie la vea: Dios la verá. Aunque apócrifo, el dios del versículo de Borges no va bien con esta obra de Adrián Villar Rojas, porque aún resuena en él el modelo hegemónico de divinidad trascendente de la que habría emanado, imperfecto, el mundo. Pero la idea puede sintonizar perfecto si la trasvasamos al pensamiento marginado de Spinoza, para quien Dios no era sino la suma de la materia y la energía que conforman el hábitat terrestre, y no había jerarquía entre el ver humano (o el de un supuesto dios antropomorfo) y todas las otras formas de composición afectiva entre los diversos existentes. 

Pensé en esta frase mientras observaba en el film a los cuatro muchachos perseverando, bajo la lluvia espesa, en medio de la noche y la desaforada vegetación tropical, en la construcción de una luminaria que supuestamente no funciona ni como arte ni como útil porque ninguna persona está presente cuando prodiga su luz zigzagueante en el interior de la casa de vidrio de Lina Bo Bardi, poblada sin embargo de innumerables actantes no humanos. Dedicación tan aparentemente inútil o gratuita como la de la mujer que selecciona sitios para añadir plantines de flores a la densa trama de la selva. La película discurre casi exclusivamente a través de lo que el capitalismo entiende como “tiempos muertos”, ese desprecio por los modos en que el presente puede ser realmente habitado por el vivir y el hacer. A veces en compañía, a veces en soledad, vemos a seis hombres, tres mujeres y una beba transitar esa experiencia mientras conviven por un tiempo en esta casa transparente que exuda también el espíritu de la gran arquitecta brasileña, cuando aún era posible la utopía de armonizar modernidad y naturaleza. Hoy, la situación específica que propone la película de Villar Rojas figura más bien modos de éxodo y supervivencia post-apocalípticos. 

Tocada por la serenidad y la belleza inexplicable de esos momentos “muertos” y esos haceres “sin objeto”, pensé también en momentos del arte contemporáneo que aún a veces sostienen convivencias en intimidad a salvo del régimen expositivo, transitoriamente como los períodos de montaje, o programáticamente como ciertas residencias. Pero también, obviamente ayudada por el título del film -Lo que el fuego me trajo- pensé en los miles de años previos y en las muchas geografías aún exteriores a la colonización moderna del “arte” como instancia de mostración pública. Es importante que exista, no que sea visible -decía, en modo muy parecido a Borges, Ticio Escobar al referirse al estatuto mágico y ritual del arte indígena. Eduardo Viveiros de Castro, junto a su mujer Deborah Danowski, insisten en que el apocalipsis no se encuentra en el futuro porque ya ha sucedido, y la única labor relevante del mundo es desertar volviendo atrás al tiempo lento de aquellas comunidades para quienes seres vegetales y animales conforman otras sociedades con las que es necesario tratar diplomáticamente, con cuidado y reciprocidad.

La escena semifinal del film nos revela, de golpe, la presencia de la cámara, y nos damos cuenta après coup de que la absoluta realidad que hemos sentido frente a las vivencias acontecidas en la casa se debe a que ellas han sido tan indiferentes como los árboles o las cosas al régimen escópico del cine. Como experiencia posible, no aspira al cierre de un relato idílico; su condición situada es revelada en el fuera de escena de la urbe próxima, visible a veces, omnipresente en la textura sonora de la selva que rodea y la vida que persevera en su creatividad humilde y empecinada. 


 

Valeria González

 

Cooperativa Sub

Sin título de la serie 17 veces volver, 2011
Campamento 13 de mayo, Itapúa, Paraguay
Fotografía digital, toma directa, color, 100 x 66 cm

Cooperativa Sub, creación colectiva

 

Entre el procesamiento de Pinochet en Chile, la reelección de Bush en EE.UU., el crecimiento de la economía local a un 8,8% y la creación de Facebook, nace Cooperativa Sub - creación colectiva en 2004, integrada por Gisela Volá, Nicolás Pousthomis, Gerónimo Molina, Verónica Borsani y Olmo Calvo Rodríguez. La cooperativa funciona como una máquina de relatos y retratos, cuya metodología es la investigación fotográfica colectiva enfocada en documentar experiencias sudamericanas singulares desde dentro. 

En su crónica gráfica del Riachuelo recorren sus bordes, entrevistan a sus habitantes y relatan sus accidentes; con la misma metodología registran los hoteles de alojamiento y muestran la extraña belleza de su infraestructura, su sistema de limpieza y asepsia, sus baldes con forma de corazón y sus murales eróticos. Siguen de cerca al Gauchito Gil. Acompañan ceremonias Orixás en la costa de Quilmes, nos muestran su mundo y sus caras. Crónicas de antiguas rutas andinas, de colonias de menores en la provincia de Tucumán, manifestaciones populares en la Buenos Aires de 2001, incendios en talleres textiles clandestinos en plena Capital Federal. La Cooperativa Sub parece una hidra de mil cabezas capaz de retratar con intimidad situaciones y lugares muy diversos. Operan como una red de fotoperiodistas para medios importantes locales e internacionales, compartiendo aspectos auto-organizativos de la prensa alternativa. 

La fotografía aquí expuesta forma parte del ensayo sobre un asentamiento campesino en Paraguay, donde familias resisten la expulsión territorial del experimento neofeudal que Syngenta llamó “República Unida de la Soja”: una región que va desde el centro de Brasil al sur de la región pampeana, en la que los poderes fácticos y sus “intereses globales estratégicos compiten con los territorios reales estatizados… El avance de este proceso es tan importante que los Estados-nación van perdiendo gran parte de sus capacidades de dominio territorial y comienza a evidenciarse una compleja red de gobernanza privada”. El violento proceso de apropiación de tierras en manos de terratenientes desplaza a los campesinos, que resisten tomando zonas boscosas de latifundios y sobreviven produciendo alimentos. El asesinato de dirigentes políticos asociados al campesinado y a la defensa ambiental ha aumentado en la región.  

El poder neoconservador que está aliado a la tecnología del agronegocio transgénico “diseña” la expansión de los territorios de la “República Unida de la Soja”; hoy en Paraguay hay plantadas 3.500.000 hectáreas de soja, el doble que en el año 2001. Cooperativa Sub documenta el proceso de desalojo y ocupación recurrente del Asentamiento 13 de Mayo, en el departamento de Itapúa, donde unas 40 familias intentan sobrevivir y mantener sus cultivos tradicionales en medio de ese océano de soja. Son 8 hectáreas ocupadas por 40 familias y reclamadas por los sucesores de Amado Cano Ortiz, el ex médico personal del dictador Alfredo Stroessner. “Cada desalojo se espera como antes se esperaban las tormentas, y significa que hay que empezar de cero otra vez”.


Por m7red
Iconoclasistas

Mapoteca colaborativa, 2009-2020
Cartografías socio ambientales generadas a partir de la sistematización de mapeos colectivos.
Dibujos, mapas y maquetados digitales vectoriales, fotografía, medidas variables

Iconoclasistas – (Julia Risler –Pcia. de Córdoba, 1973– y Pablo Ares –Pcia. de Buenos Aires, 1965) En actividad desde 2006. Viven y trabajan en la Ciudad de Buenos Aires.

 

Conformado en 2006 como un espacio de investigación dentro del campo de la comunicación social, el colectivo parte desde la idea de laboratorio, lo cual implica la experimentación creativa en diferentes soportes y formatos gráfico-conceptuales que apuntan a crear herramientas de investigación conjuntas. A partir de una hibridación de diferentes prácticas vinculadas a recursos cartográficos, de diseño e intervenciones urbanas, crean en 2008 el Mapeo Colectivo, una práctica colaborativa junto a diferentes actores sociales en pos de la creación de instrumentos comunes de transformación. Desde este dispositivo han realizado innumerable cantidad de talleres de creación poético-político-afectiva y han publicado además el Manual de Mapeo Colectivo, que recopila, sistematiza y socializa las experiencias transitadas para ser reutilizadas.

Mapoteca socio ambiental colaborativa recupera el dispositivo del mapeo como cartografía crítica a partir de la organización de un taller (previa organización con movimientos sociales y relevamiento de problemáticas a profundizar) de intercambio grupal de ejes comunes y espacios de construcción de conocimiento que se verá plasmado luego en la creación de una mapoteca colaborativa de relatos gráficos generada a partir del procesamiento de datos de todo el mapeo colectivo previo. Las problemáticas socio ambientales abarcan una amplia gama, como el crecimiento de la industria extractiva (y la consecuente destrucción de la agricultura familiar), el trabajo de las mujeres rurales y campesinas y la implementación de políticas de cuidado, la explotación de territorios a partir de la megaminería o el fracking en los distintos territorios. Los mapas no solo visibilizan los territorios afectados por todas estas políticas ecocidas, sino también cómo se constituyen y quiénes son los cuerpos resistentes a estas políticas, poniendo en evidencia las políticas de represión, estigmatización y destrucción de saberes ancestrales, economías regionales y biodiversidad del territorio.

Iconoclasistas viene realizando, desde hace varios años, una profundización de su investigación en torno a la problemática socioambiental a nivel local e internacional, compartiendo trabajos con organizaciones ecofeministas, redes de agricultores, grupos comunales, dentro y fuera de espacios formales. Las actividades vinculadas a esta temática repiensan las configuraciones del relato histórico canónico de herencia colonial en las prácticas internalizadas de expropiación y apropiación de recursos naturales y de perpetuación de violencias y desigualdades. La revisión a partir del trabajo en común apunta a la creación de nuevas gramáticas colectivas que puedan contribuir a desmontar esos sentidos socialmente construidos.


Por Laura Lina