logo_simbiologia

INVERTEBRADO

Categoría taxonómica que agrupa por la carencia (de espina dorsal, en este caso) al 97 % de la vida animal del planeta. Una de las más simples evidencias del molde antropocéntrico de las ciencias “naturales”.

Andrés Piña

Sin título de la serie El fin de la vida como el principio de la misma, 2013/2021
Sangre y moscas disecadas, 1,3 x 6 x 5 cm

Andrés Piña – (Pcia. de Mendoza, 1992) Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

 

Como se subraya en otra sala, Andrés Piña y Donjo León son dos artistas contemporáneos que prosiguen y resignifican la veta abierta por artistas del CAyC en cuanto a obras que incorporan seres vivos no humanos. En esta sala, en compañía de la pintura de Fermín Eguía, sus obras se vinculan a la constante renovación de los ciclos interespecies de vida terrestre, que relativizan la centralidad melancólica de la muerte humana. Verónica Gómez dice a propósito de la pieza de Eguía: “es posible burlar la muerte siempre y cuando aceptemos convertirnos en bestias simbióticas”.

 

En la presente exposición, muchas obras trabajan con insectos u otros seres muy pequeños, pero sólo esta de Andrés Piña hace honor a su escala. Sin título de la serie El fin de la vida como el principio de la misma (2013) es, en efecto, la pieza de menor tamaño entre las casi ciento setenta que conforman el conjunto. Una obra de esta misma serie se encuentra en la otra sala mencionada: en ella, la relación (tan fluida como reprimida) entre deceso y nacimiento es figurada a través de una planta que crece a partir de un corazón de cabra muerta.

 

Lo inquietante del trabajo de Piña no proviene de la inclusión de seres vivos o material orgánico (insectos, plantas, animales) sino de sus acoples extraños. En esta pieza, dos moscas disecadas se yuxtaponen a un charco de sangre adecuado a su escala diminuta. El uso de fluidos corporales como sangre, lágrimas, transpiración, saliva, es quizás el procedimiento más distintivo de sus investigaciones artísticas, que replican la asepsia de un laboratorio pero están cargadas de connotaciones que desafían tabúes culturales e incluso religiosos. 

 

Cuerpo, sudor, dolor y placer son significantes atávicos que Andrés Piña invoca, incluyendo una cierta relectura de la erótica de las imágenes religiosas como un mensaje cifrado ligado al goce. En Tu remera mi sudario (2016), la tradición cristiana se expresa con toda su potencia libidinal. Aquí, las moscas están muertas, pero en posición de acople sexual. La sangre, por su parte, tiene cierta artificialidad porno: sólo es pura y roja en un tubo de ensayo; en los cuerpos reales brota amarronada, sucia de pelos, pus o restos de carne y piel.

 

 Como suele revelar un microscopio, y como la pandemia actual evidenció una vez más, millones de microorganismos anidan en nuestros cuerpos y los recorren a diario. No obstante, para nuestros hábitos culturales e higiénicos esta realidad resulta repugnante. Los fluidos corporales, que exteriorizan nuestra existencia como materia orgánica (esa es la etimología de lo abyecto o “arrojado afuera”), y que son anatema para los temores de contacto y contagio, son el material preferencial con que Andrés Piña quiere fascinarnos, o al menos perturbarnos.


Por Jimena Ferreiro - Valeria González
Miguel Harte

Calamar, 2012
Resina poliester, hierro y pintura bicapa, 233 x 110 x 110 cm

Esta obra ha sido removida por agenda de programación y sustituida por "Maternidad" (2018) del mismo artista

 

Miguel Harte - Calamar, 2012

 

Miguel Harte emergió como una de las figuras más importantes del arte argentino de los 90, el último fenómeno artístico reconocido como estilo epocal por la historiografía local, antes de que el efecto globalizador del sistema se asentara en el pluralismo de tendencias que domina el siglo XXI. Junto a Marcelo Pombo, protagonizó en diciembre de 1989 la exposición que marcaría la orientación estética de su emblemático epicentro, el Centro Cultural Rojas. 

En la producción del artista, esta transición puede describirse así: los acontecimientos y seres imaginarios que en un primer momento (apropiación del espíritu-cómic mediante) se presentaban en sentido tradicional como representaciones sobre un plano, pasarían a conformar manifestaciones orgánicas del propio objeto-cuadro. A las superficies pictóricas –que emulan manualmente un impecable acabado industrial– comienzan a crecerles aquí o allá protuberancias burbujeantes, oquedades oculares, cavidades hipodérmicas donde pasa de todo. Bestiarios en miniatura donde el juego de la ficción con homúnculos, insectos, pequeños animales, cuerpos híbridos nos advierte también de todo lo que vive en el mundo de seres y cosas supuestamente humanos, más allá de la capacidad de su vista. Las reproducciones fotográficas suelen necesitar esta doble escala –percepción global, espiada al detalle– que la pieza requiere a la mirada.

Un conjunto importante en el pasaje de la pared al objeto exento que se da a mediados de los 90 es el de los “gordimundos”, donde sus microbiomas fantasiosos perforan el imaginario antropocéntrico de esfera celeste impoluta. 

En los años 2000, Harte deviene en uno de los principales artífices de la escultura argentina. Es de notar que el virtuosismo técnico no nos distrae cuando el impulso de este artista por llevar a escala humana sus quiméricas criaturas parece no encontrar límites de procedimientos ni materiales. El raro parentesco entre el mundo Harte –a la vez terso y grumoso, monocromo y demiúrgico, cristalizado y fluente– y Emilio Renart no pasó inadvertido. En los 60, fue también el pulso de la imaginación bio-cósmica la que llevó a este pionero a conquistar nuevas formas y soportes.


Por Valeria González