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UNHEIMLICH

¿Cómo avanza, después del siglo XVII, el molde divisorio cartesiano entre el yo y el mundo? Progresivamente, el mundo es expurgado de sus misterios y otredades, y ese material pasa a engrosar la esfera de la subjetividad. Más allá de sus diferencias, tanto el sublime romántico como el unheimlich freudiano ubican lo ajeno o inconmensurable del mundo como atributo o proyección del sentir humano. Las cosas y los seres no humanos enmudecen para que el desciframiento de sueños y señales alimenten las narrativas del drama individual. En términos de la cultura colonial moderna, la experiencia unheimlich de extrañamiento opera como represión específica de los animismos ancestrales o populares. En términos del saber científico, Bruno Latour afirma que la desanimación es siempre secundaria o artificial pues, desde la microbiología a la astrofísica, se trata de entidades que siempre han sido percibidas y conocidas por lo que hacen (actantes).

Nicanor Aráoz

Sin título, 2011
Cuero de cabra y yeso, 80 x 27 x 20 cm

Nicanor Aráoz – (Ciudad de Buenos Aires, 1981). Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires

 

El trabajo de Nicanor Aráoz se sitúa entre la metamorfosis y una metafísica fortalecida por la población de elementos y referencias que el artista encuentra en la ciencia ficción, el arte gótico, el animé, el videojuego, la poesía existencial, las estéticas de monstruos, la criminología y la sexualidad, entre otras. Su producción se conforma de objetos, instalaciones, dibujos y esculturas que elabora a partir de procedimientos que acentúan la sensibilidad onírica y ominosa, para dar lugar a ámbitos fabulescos centrados en un argumento narrativo específico.

Sin título formó parte de la muestra titulada ¡Chango! La cabra me ha mordido un meñique, que tuvo lugar en la galería Alberto Sendrós en 2011. En aquella oportunidad, el artista presentó cuatro piezas inspiradas en el cuento La debutante, de Leonora Carrington, en quien reconoce al surrealismo no sólo como una modalidad estética sino también como una posición, una forma de vida. Entre el humor negro y un imaginario emplazado en el antropomorfismo, este cuento le permitió indagar en aquellas incoherencias o sutilezas lúdicas que forman parte de la vida cotidiana. En una entrevista cuenta la anécdota con la que se originó esta obra: “Estando en Amaicha fuimos a un criadero de cabras, donde había una visita guiada. El guía lo primero que hizo fue hablar y saludar a las cabras. (...) Muy divertido, les puso su dedo para que las cabras se lo chupen. (...) Fuimos a una jaula de cabras bebés, me acerqué a una y me mordió el dedo, me lastimó y quedé frío”.1

Nicanor Aráoz crea un objeto de consistencia surrealista hecho con cuero de cabra, de la que emerge la figura de un dedo realizada con yeso pintado. Una suerte de registro zoomorfo que se sitúa en la extrañeza antes que en el dramatismo, en el humor antes que en el horror. Pero, sobre todo, es una obra que envía a las fugas posthumanistas del pensamiento contemporáneo. Aquellas que sueñan con un mundo de dispositivos vivientes, afectivos, pactadas en nuevas relaciones entre seres humanos y animales. Un mundo cuyo horizonte parecen ser las llamadas prácticas antropo-zoo-genéticas. Esas que, según la filósofa Vinciane Despret, generan “nuevas formas de comportamiento y nuevas entidades”.2


Por Nancy Rojas
  1. Nicanor Aráoz en Dany Barreto, “Hablemos de langostas. Entrevista a Nicanor Aráoz”, Sauna, revista de arte, año 2, núm. 13, 2011. Disponible en: http://www.revistasauna.com.ar/02_13/02.html 
  2. Vinciane Despret, Our Emotional Makeup: Ethnopsychology and Selfhood, Nueva York, Other Press, 2004, p. 122.
El Pelele

(), 2018
Goma espuma, tela, hilo, pintura, 80 x 170 x 50 cm

El Pelele (Lucas Gabriel Cardo) – (Deán Funes, Prov. de Córdoba, 1993). 

Artista multidisciplinario y autodidacta, sus propuestas mixturan diferentes lenguajes que transitan lo pictórico, el videoarte, lo musical, la poesía y, fundamentalmente, las artes performáticas. En lo que refiere al campo de la performance, el artista crea y habita diferentes identidades que tienden a amalgamarse con su propia persona, como es el caso de El Pelele. En 2018 presentó su muestra individual Ponzoña en la galería El Gran Vidrio de la ciudad de Córdoba, y en 2020 realizó la performance “Espíritu Divino”en Trrueno, plataforma laboratorio multimedia en el espacio Xirgu Untref. Participó además en varias muestras y eventos de carácter colectivo.

El Pelele alude su origen a su homónimo goyesco: aquel personaje que es “manteado” por mujeres en un rito popular de despedida de la soltería. El cartón de Goya se emparenta con algunas características del Pelele contemporáneo: habita un entorno natural, tiene una suerte de máscara casi neutra y un cuerpo que pareciera estar lejos de toda rigidez, más bien maleable y disponible al movimiento. Esta identidad es invocada por Lucas Cardo cada vez que esa máscara cubre su rostro: casi a modo de ritual, todo el ropaje que lo envuelve conjuga una serie de movimientos en los cuales cuerpo y vestidura se funden en un organismo simbiótico cuasi indivisible. 

¿Qué sucede cuando termina la performance, cuando lo vivo del cuerpo deja de estar presente? La performance se opone a lo duro del archivo: documentos, videos, fotografías o restos materiales no dan cuenta del acto vivo que ella implica. Sin embargo, esta imposibilidad de permanecer desde la lógica archivística no impide la irrupción de otros modos de transmisión vinculados a una red de saberes que son transmitidos cuerpo a cuerpo: 

Cuando examinamos el performance no como algo que desaparece (como espera el archivo) sino como algo que es tanto el acto de permanecer como un medio de reaparecer (...), casi de inmediato nos vemos obligados a admitir que los restos no son exclusivo terreno del documento (...). Aquí el cuerpo (...) deviene en una suerte de archivo y huésped de una memoria colectiva...1

El traje-cuerpo-carnadura de El Pelele invita a construir otras formas de encuentro que puedan activar, a su vez, nuevas preguntas y respuestas impensadas.


Por Laura Lina
  1. Rebecca Schneider, “El performance permanece”, en Estudios Avanzados de Performance, Diana Taylor y Marcela Fuentes, México, Fondo de Cultura Económica, 2011, p. 232.
Marcia Schvartz

Hola, ola, 1998
Acrílico sobre tela, 160 x 140 cm

Marcia Schvartz – (Ciudad de Buenos Aires, 1955) Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires. 

 

Dos veces, hola/ola: Marcia Schvartz nos regala una bella tragedia de (in)comunicación amorosa. Vemos el torso de una extraordinaria mujer de pechos firmes, finas cejas azules y cuerpo verde, que sostiene con un extenso y delgado brazo una enorme caracola de tonos rosados. El cabello se extiende en poderosas pinceladas destellantes, en todas direcciones, dejando apenas adivinar el fondo negro del mar con el que se funde. Si bien no sabemos si se trata de una criatura salida de un bestiario medieval, sospechamos que estamos frente a una suerte de sirenia, un mamífero placentario que, como los delfines y las ballenas, tras un largo recorrido en tierra, por propia motivación o por la acción de alguna fuerza o entidad, dio un giro evolutivo y emprendió una adaptación a la vida hídrica. Se trata de seres terrestres acuatizados; no es un caso de “retorno” o “involución”, sino que emprendieron un nuevo viaje.

La protagonista de esta pintura posee dientes de tiburón, como otros personajes creados por Marcia Schvartz que hacen referencia a las Erinias de la mitología griega (Furias, en la versión latina). Las Erinias son divinidades nacidas de la desasosegada relación entre Gaia y Urano. Ellas tienen una profunda sed de justicia y un mandato interior de defender el cosmos frente al caos. Por el enfado con que desarrollan sus tareas, son vistas como seres dominados por la ira y la venganza. La ira es una emoción que tiene mala prensa, en cambio, para Marcia, es una energía que permite transmutar y dar vuelta las cosas, dar inicio a un momento alquímico. Puede ser un sentimiento trasformador, a su modo, positivo; puede conectarnos con la inspiración, con la fuerza vital creadora, pasar de la interioridad al mundo.

Mordaz y compasiva, Marcia Schvartz realiza, desde los inicios de su carrera hasta la actualidad, una detallada y meticulosa descripción de los mundos femeninos. La profusa producción es social, política, descarnada, amorosa, íntima e intimista. Algunos de los rasgos de Hola, ola se ven tematizados de diverso modo a lo largo de la extensa trayectoria de la artista. El agua, que refiere tanto a la vida como a la muerte. Los pechos femeninos, eróticos y nutricios. Las delgadas manos. Y el cabello, que ocupa un lugar importante en diferentes obras: aquí, como si fueran algas, el cabello expansivo, lleno de vida y poder, es un órgano con agencia propia, una potencia femenina. 

Una sirenia de cabellos vehementes, largos, serpenteantes, con dientes de tiburón, ceño fruncido, ojos rojos como el de muchos peces, trata de hablar a través de esa herramienta de comunicación ancestral que guarda tantos sonidos... pero no le contestan. A vos, ¿no te pasó alguna vez? Incomunicación dolorosa. Chilla porque, por más que intenta, no logra establecer contacto a través de la caracola. Su voz es ahora una incógnita. Su grito, inaccesible al campo auditivo humano, anega todo lo existente hasta los confines. Si conociéramos o sospecháramos los fundamentos de su furia, ¿seríamos capaces de juzgar la justicia de su ira? Queremos acercarnos y, aunque nos fulmine en el intento, queremos abrazar a esa palpitante e intensa singularidad. 


Por Carina Balladares
Andrés Piña

#003 de la serie El fin de la vida es como el principio de la misma, 2012
Corazón de cabra, cal, hidrogel, plantas varias, vidrio, poliestireno de alto impacto, disipador eléctrico, 30 x 35 x 30 cm

Andrés Piña – (Pcia. de Mendoza, 1992). Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

 

El interés por la vida, la muerte y el tiempo a través de la materia permea el cuerpo de obra de Andrés Piña, quien, de manera tácita, da continuidad a las exploraciones emprendidas por artistas del CAyC al incorporar organismos no humanos en sus creaciones. En su quehacer, se desvela una indagación por los límites tanto físicos como sociales de lo orgánico, desde perspectivas humanas y no humanas. En algunos de sus trabajos, la sangre, el sudor, la saliva, la piel y las lágrimas ocupan lugares centrales de cuestionamientos en torno a lo socialmente aceptable y a los sistemas de creencias; en su abordaje, Piña busca fracturar los supuestos físicos y simbólicos que condicionan el flujo y la mirada sobre estas materias, y las reposiciona en contextos de observación cruda y osada. Es así como la saliva fría, el vino y otros fluidos se vuelven moneda de cambio en la performance Sed de saliva, o el sudor se convierte en una sustancia tintórea obtenida bajo condiciones extremas en el proyecto Tu remera mi sudario.

La obra #003, de la serie El fin de la vida como el principio de la misma, forma parte de estas búsquedas. Bajo el resguardo de una vitrina de cristal con temperatura controlada, una planta brota del pálido corazón de una cabra. Si bien nacer y morir son parte del ouroboros constitutivo de este mundo, al seccionar el proceso se generan efectos tanto pedagógicos como estremecedores. En su ensayo "El narrador", Walter Benjamin cuenta cómo el declive de la figura del narrador está relacionado con el ocultamiento de los procesos de muerte. Cuando el hospital desplazó al hogar como el sitio idóneo para morir, se truncó una posibilidad ritual que le daría continuidad al relato de vida. Con la exposición pública de un corazón animal en proceso de descomposición como soporte y vehículo de una nueva vida, Andrés Piña lleva al centro de la discusión la importancia del relato de nuestra finitud e interdependencia desde una visceralidad literal, recordándonos que es en la frágil mutabilidad donde se aloja el gesto poético que sostiene el dinamismo de la existencia.


Por Tania Puente García
Mónica Giron

Deseo, 1991
Acrílico sobre tela, 110 x 200 cm

Mónica Giron – (Pcia. de Río Negro, 1959) Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

 

Mónica Giron nació en Bariloche, “ese lugar sofocado por un pacto de silencio”, como ella misma describe. Mientras estaba cursando Bellas Artes en Buenos Aires, en plena dictadura, partió para Ginebra donde continuó su formación, y regresó a Argentina con la recuperación de la democracia. Este bagaje vital seguramente pesa a la hora de evaluar a Giron como una de las artistas más importantes de lo que a veces en la historiografía local denominamos “los otros 90”, en relación a lo que sucedió por fuera del rápidamente famoso Centro Cultural Rojas. El (también hoy legendario) Taller de Barracas aglutinó en parte esas otras inquietudes de jóvenes artistas del momento, como ser la incorporación de material histórico o ecológico en sus procesos de investigación visual y conceptual.

Ajuar para un conquistador (1993), prendas tejidas según la morfología y el tamaño de diversas aves patagónicas en peligro de extinción, fue la primera de sus obras que adquirió fuerte visibilidad. Inmediatamente antes, realizó una serie de singulares pinturas donde ya era claro su interés por los cruces entre territorio, procesos de colonización y ecología. Particularmente compleja es la relación entre el paisaje austral, los asentamientos de colonos y la introducción de especies foráneas para la explotación frutihortícola-ganadera. En estas pinturas, Giron representa una trama regular que emula la lógica racional de las plantaciones; esta retícula cubre con su orden abstracto toda la superficie del lienzo... salvo justo en su centro, donde una suerte de falla o resto surge o pervive como un enigma. 

En Deseo (1991), la pieza aquí exhibida, en medio de industriosos y emblemáticos manzanos, irrumpe una figura roja donde lo geométrico y lo indeterminado conviven, en palabras de la artista, como una figuración del sentido del deseo: una pirámide que juega con el concepto de acumulación empresaria, y una nube como imagen elusiva y abstracta de aquello que escapa a la comprensión.

Una obra fundamental de la serie se titula Árbol genealógico. El paisaje-trama está compuesto por pinos (las variantes Douglas u Oregón fueron introducidos en la Patagonia para su explotación) y su enigma en el centro es una casita construida con hachas. Construida con el instrumento de su construcción, la herramienta extractiva, tautología de la arquitectura humana: el árbol, el hacha, el chalet.

Si los árboles genealógicos sirven para representar relaciones de descendencia y linaje, ¿de qué genealogía se trata? ¿Del propio árbol y su descendencia-madera vinculada al humano que lo reduce a un mero material inerte para su propia obra y beneficio? ¿O de la propia artista figurando su hogar, figurándose a ella misma como descendiente humana de un bosque importado de pinos? 

Así como la obra contigua de Adriana Bustos despliega un verso/reverso entre sensaciones subjetivas y cadenas moleculares, el árbol genealógico de Mónica Giron construye un relato en el que el ADN humano se articula con los genes de las plantas.


Por Pablo Méndez
Juan Sorrentino

A Tree Ashes, 2019
Cubo de vidrio y hierro, frecuencia de 32Hz, silencio, sistema de audio, cenizas de un árbol (quebracho), 84 x 84 x 84 cm

Juan Sorrentino – (Pcia. de Chaco, 1978) Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

 

Sorrentino trabaja el sonido como fuerza para crear conciertos e instalaciones electrónicas, acústicas y multimedia que le permiten explorar materiales, lenguajes visuales, contextos poéticos e imaginaciones colectivas. Sus trabajos fueron presentados en distintas exhibiciones de Suramérica, Estados Unidos y Europa, también ha recibido numerosos premios: UNESCO-Aschberg Bursaries for Artists; the Residence Prize of Bourges; Fondo Nacional de las Artes (FNAC); el Instituto Goethe de Córdoba; y el Ministerio Cultural de España Reina Sofía, entre otros.

 

Su obra A Tree Ashes (2017) se trata de un cubo de vidrio, madera y hierro que en su interior tiene un speaker de baja frecuencia (47Hz). Con esos elementos, el artista contiene y equilibra un puñado de cenizas de árboles que el cubo lleva en su interior.

 

Se activa el parlante, la sala de exhibición se inunda de frecuencias bajas. Cada cuatro minutos, las cenizas se expanden dentro del cubo respondiendo a la fuerza del sonido y del silencio. Podría ser la escucha de un árbol que cae a la distancia, pero no hay golpe, hay resonancia. El espacio vibra simpatizando con la voz espectral de ese árbol que ya no está. Ventriloquia de la obra. El sonido, como el humo que lo acompaña en A tree ashes, no tiene bordes, no tiene forma. Es el espacio que ocupa lo que está entre obras, objetos, relaciones. Permite escuchar, en su volumen difuso, la indivisibilidad permeable y expansiva de la obra que se extiende a la indivisibilidad permeable y expansiva de un mundo que rechaza separar, nombrar y ver las cosas, en favor del encuentro y la experiencia del continuo.

 

Las cenizas en el cubo parecen remitir a aquello que excede, en el espacio geográfico, a la posibilidad de control. El polvo que se levanta en las calles de tierra, característico de la provincia donde Sorrentino nació, aparece entonces como reminiscencia de su pasado. Y aunque la obra fue realizada en 2017, es también evocativa de un presente donde las infinitas entidades sonoras y no humanas que habitan el monte chaqueño son uno de los lugares más afectados por los incendios y el desmonte durante la pandemia del SARS-CoV-2. De ese modo, la obra se inscribe en múltiples registros temporales que hacen polvo las linealidades y las cronologías marcadas. El tiempo de la obra es un tiempo vibrátil, en relación constante con espacialidades dañadas y pasibles de extinción.


Por Agustina Wetzel - Florencia Curci
Mildred Burton

Espera en blue, 1976
Técnica mixta, 64 x 54 cm

Mildred Burton (Pcia. de Entre Ríos, 1942 – Ciudad de Buenos Aires, 2008)

 

Una reciente exhibición en el Museo de Arte Moderno presentó la obra de Mildred Burton ambientada en una sala inglesa del siglo XIX, entre muebles robustos y empapelado estilo William Morris. Interiores como este, inspirados en la casa victoriana de su infancia, son los escenarios de sus minuciosas representaciones, ambientes domésticos en los que lo familiar aparece trastocado por elementos que irrumpen de forma más o menos sutil. En ocasiones habitadas por grandes bestias, figuras metamorfoseadas u objetos vivientes, sus pinturas se nutren de la literatura fantástica así como de la flora y fauna del paisaje litoraleño de su tierra natal. Con atmósferas inquietantes, se inscriben entre las manifestaciones artísticas que en los años setenta se volcaron hacia una pintura figurativa aparentemente conservadora, pero que trasuntan el silencio y el encierro forzado ante la violencia de la última dictadura militar. 

Este clima opresivo prevalece en Espera en blue, realizada el mismo año del golpe militar y perteneciente a la colección de dicho museo. Enseña el rostro de una mujer mayor, retratada de frente pero con la mirada perdida, cuyo cuerpo ha mutado en taburete. Quizás de estar tan quieta, esperando algo que nunca llega, porque no puede salir o porque su presencia es ignorada como los objetos que ocupan la sala, se ha integrado al decorado del hogar. Quizás también el mueble de tan quieto e ignorado ha decidido pronunciarse. Delante de esta señora-mueble sobrevuelan insectos alados cuyos cuerpos, también híbridos, consisten en apliques facetados de colores que aparentan haber salido del prendedor que cierra el primer botón de su camisa. Colocadas como una trama superpuesta sobre la superficie, estas moscas mutantes suman una capa de extrañamiento a la representación de la figura central y parecen anunciar una muerte próxima o la podredumbre que se avecina. 

La incorporación de la obra de Mildred Burton en esta exposición propone recuperarla como representante consistente en nuestra historia del arte del legado surrealista y su reservorio animista, que ha encontrado en la imaginación la potencia de develar otras manifestaciones de lo real. Sus obras encuentran asidero en el concepto freudiano de unheimlich, lo ominoso o lo siniestro como aquello familiar que se torna extraño. Como la obra de Lorena Fernández con la que comparte lugar, ambas recurren a la tradición decimonónica del género del retrato, con fuertes claroscuros y una paleta predominantemente baja (con algunos acentos de color en este caso), pero añadiendo elementos foráneos que generan una atmósfera enrarecida. Los cuerpos de ambas mujeres retratadas se presentan fundidos con cuerpos de otras especies, formando cuerpos nuevos que escapan a las taxonomías normativas de lo humano. Pero si en la obra de Fernández la metamorfosis se produce entre la especie humana y animal, Burton manifiesta que la transformación simbiótica puede abarcar también al mundo de las cosas.


Por Mercedes Claus - Valeria González
Marcela Astorga

Sin título, 2005
Máquina de tejer, cerdas de caballo, 130 x 15 x 60 cm

Marcela Astorga – (Pcia. de Mendoza, 1965). Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

 

Marcela Astorga insiste con la palabra piel. En sus obras se reitera el uso de escombros, ambientes derruidos atravesados por la luz, planos cenitales de casas, cinturones y cuero animal. Distintos modos de medir la extensión de habitar o dinamitar nuestros límites corporales y espaciales. 

Los retazos de cuero y pelo que utiliza para sus artefactos pueden inscribirse como una propuesta en torsión a nuestra historia reciente de los oficios de curtiembre fabricados por los “hombres de campo”. Fundas de facón de gaucho, sandalias autóctonas, el bombo legüero de Mercedes Sosa, camperas de piel natural a precio dólar en la peatonal Florida son parte de la epidermis histórica del cuero en Argentina, donde se combinan identidades, música, violencia, abuso animal y humano. En la obra que presenta Astorga (binomio de crin de caballo con máquina automática de coser) confluyen décadas de explotación. El pelo que chorrea no configura ningún patrón de tejido, el aparato parece haber triturado una cabeza.

La emancipación económica de las mujeres en Argentina tiene un objeto fundante: la máquina de coser y la de tejer. A partir de 1949 se dan programas de créditos impulsados por la Fundación Evita y el Partido Peronista Femenino (PPF) que introducen la posibilidad de una incipiente salida laboral. Poco a poco, la mano de obra de las mujeres va constituyendo un orden semi-fabril, con imaginario de ascenso social y autonomía, pero que al mismo tiempo retenía las labores al ámbito del hogar. Mientras se consolidaba el voto femenino, se fomentaba el trabajo textil como modelo de independencia, pero con la condición de que el “ángel tutelar de la casa” no abandone las funciones del hogar, creando así un doble presidio.

El modelo patriarcal se repetía en el campo: la Sociedad Rural Argentina, frente a la implementación del Estatuto del Peón, que otorgaría mínimos derechos a los trabajadores rurales, argumentaba que algo así “sembraría el germen del desorden social”, ya que las relaciones laborales en "el campo" no debían regirse por el derecho laboral, sino por normas similares a las que tiene "un padre con sus hijos". En esos campos trabajados por peones sin derechos se iba generando el mismo fenómeno de automatización que en la manufactura textil. Aparejado a esto, la población equina se reducía; los caballos de tiro comenzaban a ser completamente reemplazados por autos, motos y maquinaria agrícola.

En este artefacto Sin título de Astorga se da un fenómeno en dos tiempos: las relaciones contextuales que se generaron a partir de los años 50, cuando se popularizó la maquinaria hogareña de coser, y la concepción contemporánea de un posthumanismo cyborg. El aparato con pelos genera una relación simbiótica entre fuerza de trabajo equina y maquinaria, un nuevo ser ruinoso que no necesita de un operario humano para agenciarse como organismo cibernético.

Los sistemas dominantes de opresión se siguen ejecutando, tanto en la máquina sobre lo biótico como en la tracción a sangre impuesta al cuerpo de la mujer trabajadora, al peón y al animal. Al mismo tiempo que se proponen novedosas formas de tecnologías aplicadas al trabajo, se mantienen fijos los modos y espacios de confinamiento: hogar, salario precario, familia, consumo y tranquera.


Por Osías Yanov
Ariadna Pastorini

La ausencia, 2014
Escultura de ropas cosidas con máquina industrial, 170 x 77 x 15 cm

Ariadna Pastorini – (Montevideo, Uruguay, 1965). Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

 

Ariadna Pastorini fue una de las artistas mujeres más importantes en las exposiciones y estéticas que se conjugaron en torno de la galería del Centro Cultural Rojas, y que fueron rápidamente reconocidas como un paradigma del arte argentino de los 90. Las esculturas blandas, recubiertas con telas coloridas, fueron su incipiente marca de estilo. En 1994 presentó en dicha galería la muestra Descanso Desbordado, en la que el mobiliario de un living desplegaba una nueva piel textil de tonos estridentes y formas vastas, curvas y henchidas; esta serie de operaciones sobre los objetos asentó un modo de hacer que ha mutado desde entonces sin perder su esencia.

El cuerpo ha sido un tema recurrente a lo largo de la carrera de Pastorini, presente en dos prácticas distintas: la experimentación escultórica con ropas y textiles y la performance. Sus indagaciones la han llevado a construir un lenguaje propio basado en las posibilidades de imaginar diversas transgresiones sobre lo más cercano, como el ámbito doméstico y la indumentaria, para trastocarlos y exhibirlos desde morfologías renovadas y subvertidas. En sus obras lo duro se tensiona con lo blando, mientras que lo mundano negocia con lo escatológico, para hacer emerger seres cuyo albedrío escapa de una exigencia antropomórfica. 

En La ausencia, obra creada a partir de retazos de tela metálica y un saco plateado, lo que falta no es una presencia humana que le dé sentido a la pieza; lo ausente, en todo caso, es una mirada hegemónica en torno al vestir, al crear y al conformar un cuerpo. Las prendas evocan cuerpos de modo directo: al despiezarlas, doblarlas, darlas vuelta, rejuntarlas y mezclarlas mediante cortes y nuevas costuras, Pastorini interviene la expectativa normalizada y crea nuevas corporalidades, como esta ¿mujer? sin cabeza y con doble brazo en el lado izquierdo. Otras piezas, como Madre, son obtenidas mediante el modelado directo del material (goma, en este caso) en la máquina de coser: trastocando roles establecidos e hilvanando redes de parentesco más que humanas, ¿qué relatos zurcen para un futuro próximo?


Por Tania Puente García
Ariadna Pastorini

Madre, 2016,
Goma cosida a máquina, 129 x 84 x 8 cm

Ariadna Pastorini – (Montevideo, Uruguay, 1965). Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

 

Ariadna Pastorini fue una de las artistas mujeres más importantes en las exposiciones y estéticas que se conjugaron en torno de la galería del Centro Cultural Rojas, y que fueron rápidamente reconocidas como un paradigma del arte argentino de los 90. Las esculturas blandas, recubiertas con telas coloridas, fueron su incipiente marca de estilo. En 1994 presentó en dicha galería la muestra Descanso Desbordado, en la que el mobiliario de un living desplegaba una nueva piel textil de tonos estridentes y formas vastas, curvas y henchidas; esta serie de operaciones sobre los objetos asentó un modo de hacer que ha mutado desde entonces sin perder su esencia.

El cuerpo ha sido un tema recurrente a lo largo de la carrera de Pastorini, presente en dos prácticas distintas: la experimentación escultórica con ropas y textiles y la performance. Sus indagaciones la han llevado a construir un lenguaje propio basado en las posibilidades de imaginar diversas transgresiones sobre lo más cercano, como el ámbito doméstico y la indumentaria, para trastocarlos y exhibirlos desde morfologías renovadas y subvertidas. En sus obras lo duro se tensiona con lo blando, mientras que lo mundano negocia con lo escatológico, para hacer emerger seres cuyo albedrío escapa de una exigencia antropomórfica. 

En La ausencia, obra creada a partir de retazos de tela metálica y un saco plateado, lo que falta no es una presencia humana que le dé sentido a la pieza; lo ausente, en todo caso, es una mirada hegemónica en torno al vestir, al crear y al conformar un cuerpo. Las prendas evocan cuerpos de modo directo: al despiezarlas, doblarlas, darlas vuelta, rejuntarlas y mezclarlas mediante cortes y nuevas costuras, Pastorini interviene la expectativa normalizada y crea nuevas corporalidades, como esta ¿mujer? sin cabeza y con doble brazo en el lado izquierdo. Otras piezas, como Madre, son obtenidas mediante el modelado directo del material (goma, en este caso) en la máquina de coser: trastocando roles establecidos e hilvanando redes de parentesco más que humanas, ¿qué relatos zurcen para un futuro próximo?


Por Tania Puente García
Constanza Castagnet

Unidad de medida, 2018
Obra sonora, 2' 56"

Constanza Castagnet – (Ciudad de Buenos Aires, 1987). Vive y trabaja en Ámsterdam, Países Bajos.

 

En sus instalaciones, videos y performances, utiliza su voz como principal herramienta de investigación. La palabra hablada, el lenguaje y las técnicas vocales experimentales, junto con música electrónica y grabaciones de campo, cooperan para explorar los límites entre el sonido y el sentido. 

En una sala de exhibición poblada de seres tentaculares, cuerpos híbridos y objetos monstruosos, reconocer una voz es reconfortante. La femenina voz de Castagnet resuena desde un ángulo y nos imanta, generando a la primera escucha una engañosa empatía. Como un mantra, la frase se repite una y otra vez; como un mantra, las vibraciones accionan sobre nuestros cuerpos; como un mantra, la voz de la artista se vuelve también algo misterioso.  El sonido no pide permiso, atraviesa la carne, no sabe de piel ni de límites, transforma la materia, la agita, la cambia, es una herramienta de transmutación. 

En esta pieza, Castagnet elige acompañar su voz con tonos puros, desde el punto de vista del instrumental de laboratorio, la unidad mínima del sonido. Cuando dos tonos puros se encuentran demasiado cerca en frecuencia entre sí, no llegan a ser percibidos como distintos por el oído humano, lo que emerge entonces es un batido, un tono fantasma. Las diferencias son inaudibles, pero presentan en primer plano los efectos rítmicos y sonoros que generan. En estas unidades de medida que se dan por estables y cuya instrumentalidad es aplicada por la ciencia en el laboratorio, también existen misterios. La espectralidad sonora de la diferencia acecha el laboratorio de la escucha. Escuchar es afectar lo que suena en una relación simbiótica. 

Los sonidos sintéticos viajan a la par de una voz que mediante mínimas transposiciones y procesos se va alejando cada vez más de su centro identitario. Hace cada vez más evidente su transformación digital. Sin embargo, los anónimos mecanismos a través de los cuales diferenciamos lo que es una voz de lo que no lo es se mantienen presentes. La artista masajea esta capacidad perceptiva levemente hasta que estos mecanismos, las unidades de medida que identifican una voz humana, terminan dando por humana una voz monstruo. El sonido no pide permiso, atraviesa y transforma: donde hace minutos nos reconfortábamos en el reconocimiento, ahora empatizamos con la monstruosidad. 

En un mundo en el que las máquinas están inquietantemente vivas, Castagnet, como el cyborg, ofrece la posibilidad de habitar vocalmente y percibir sonoramente el umbral entre lo sintético y lo orgánico, en un devenir voz (es decir cuerpo) digital.

https://soundcloud.com/cckirchner-cckirchner/constanza-castagnet-unidad-de-medida?si=fb9d24d7a0bc4cbabf5fbe62ed34e3d7


Por Florencia Curci - Agustín Genoud
Mariana Telleria

Los dobladitos de la serie Buscando a Cristo en todos lados, 2014
Papel doblado, 35 x 22 cm

Los dobladitos de la serie Buscando a Cristo en todos lados, 2014

Papel doblado, 35 x 22 cm

Mariana Telleria  (Pcia. de Santa Fe, 1979) Vive y trabaja en Rosario

 

¿Qué sucedería si modificásemos las preguntas que usualmente hacemos sobre los humanos-animales-objetos-fenómenos? ¿Cómo se configurarían –bajo qué gramática posible– esas nuevas respuestas? El uso dramático de la luz, la capacidad de alterar lo familiar, el empleo de materiales heteróclitos constituyen sólo algunos de los recursos de esta nueva gramática posthumana propuesta en la obra de Telleria. 

Las dos piezas que conforman Los dobladitos forman parte de la serie Buscando a Cristo en todos lados: dos imágenes a partir de las cuales pueden vislumbrarse fragmentos de rostros humanos unidos mediante las aristas de la cruz que forman los dobleces del papel. La lógica cruciforme ya había sido utilizada en otras obras de la misma serie, como en el corte operado sobre dijes de metal (2018) o en las camas fragmentadas y rearmadas (Estás en todos lados, 2010-19). 

En toda la serie prevalece la misma lógica: seres (humanos, no humanos) u objetos se conforman a partir de la mutación de lo que sería la propia imagen desdoblada, casi como una sucesión de pliegues que podrían expandirse ad infinitum conformando nuevos seres que no poseen una identidad única, sino que se construyen desde la multiplicidad, gestando otra manera de entender o construir mundos posibles. “Lo múltiple no es solo lo que tiene muchas partes, sino lo que está plegado de muchas maneras”,1 dice Deleuze en su ya clásico ensayo referido al Barroco. Mariana Telleria retoma en su propuesta esta función operatoria barroca que implica un movimiento en constante transformación.


Por Laura Lina
  1. Gilles Deleuze, El Pliegue : Leibniz Y El Gilles Deleuze, Barcelona, Paidós, 1989, p. 11.
Lorena Fernández

Solana Keenan de la serie Quién me defenderá de tu belleza, 2015

Fotografía digital, impresión giclée sobre papel de algodón, 39 x 32 x 3 cm
Edición 1/3 + 2 P.A.

Lorena Fernández – (Pcia. de Chaco, 1974). Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

 

Lorena Fernández desarrolla en simultáneo proyectos que recurren a diferentes materialidades, desde la fotografía hasta la cerámica. La teatralidad devocional de los altares, la belleza tan precaria como suntuosa de ciertos objetos domésticos (panes, platos, floreros, manzanas), la alusión al ritual que viene a conjurar emociones que exceden los límites corporales –ya sea por abundancia, desborde o desintegración (en la obra de Fernández los fragmentos actúan, posan, su doble condición efímera y trascendental)– son algunos de los motivos recurrentes en su obra. 

Sobre la serie Quién me defenderá de tu belleza (2015), Lorena anota:  

Parecidas a un gesto de Palas Atenea y al comportamiento del jardín. Son, también, la respuesta a una pregunta sobre el peligro. Declaración de amor y, por ende, de principios. Es larga, muy larga, tan larga, la tradición de mujeres peludas… voy a pensar un rato más sobre qué es lo femenino. Me voy a dejar, sin miedo, afectar por tu belleza.” 

Ajena en su origen a la noción contemporánea de multiespecie, y en una relación sutilmente esquiva con la categoría “seres híbridos” en tanto manipulación genética en laboratorio, esta serie de retratos femeninos parece abrevar en un pasado donde la convivencia con la rareza requería etiquetas menos amables, más oscuras, no tan nítidas. Escribe Rilke, en Las Elegías de Duino

 

(…) Pues la belleza no es nada
sino el principio de lo terrible, lo que somos apenas capaces
de soportar, lo que sólo admiramos porque serenamente
desdeña destrozarnos. Todo ángel es terrible.

 

Las mujeres de Fernández se sentirán cómodas en el salón familiar de Aurora Venturini, aunque se resguardarán con elegancia tras un cortinado cuando la cosa se ponga muy grotesca. Posarán para Diane Arbus, aunque sus pilosidades sean más ornamentales que las de Arbus, como un distintivo tribal, o un disfraz. Y sin duda estarán en el mapa de parentescos de Úrsula K. Le Guin, heroínas de una épica de la hipersensibilidad. 


Por Verónica Gómez
Malena Pizani

Sin título (Peluca) de la serie Lo semejante produce lo semejante, 2015
Fotografía color, toma directa, 130 x 74 cm
Edición 2/3 + 2 P.A.
 

Malena Pizani (Caracas, Venezuela, 1975). Vive y trabaja en ciudad de Buenos Aires.

 

Malena Pizani nació en Caracas, Venezuela, y desde 1994 está radicada en Buenos Aires. Las dos fotografías aquí reunidas pertenecen a las series Música para las sombras (2010) y Lo semejante produce lo semejante (2015), aunque es muy cierto que se llevan bien entre sí. El tamaño es generoso, pero de todas maneras esforzamos la vista para distinguir diferencias al interior de cada una de ellas. Negro y pesado es el fondo que no deja dudas de dónde debemos mirar. Probablemente en la memoria estas dos fotos más que confundirse se superpongan. Se trata de efectos de la perturbación a la que nos empujan, con delicadeza, insensiblemente. En ambas imágenes topamos con el revés de lo que suele llamar la atención. No es el rostro, es la nuca; no es el mar, son algas y caracoles (¿también una prenda?). Y el revés tiende a ser homogéneo, al punto de que la luz y sus reflejos apenas alcanzan a otorgarles un relieve repetido, que no admite prácticamente novedades. ¿O es que éstas permanecen obturadas por los límites de nuestra mirada? Me permito un salto, dos: en uno de los libros principales del siglo XX, Tristes trópicos, Claude Lévi-Strauss diagnostica que “la humanidad se instala en el monocultivo; se dispone a producir civilización en masa, como la remolacha.” En el inicio de la tercera década del siglo XXI, la aseveración se nos ocurre evidente. Sin embargo, fue escrita entre 1954 y 1955, cuando el mundo estaba cerca de entrar en una nueva fase de entusiasmos, desbrozando caminos emancipatorios. Con sombras que retrocederían y semejanzas interrumpidas de una vez y para siempre. El historiador Carlo Ginzburg ya a mediados de la década de los ochenta, y para conjurar la impresión –digámoslo con lengua rioplatense– de que “todo es igual/siempre igual, todo lo mismo”, llama a rescatar la “intuición baja”, un “paradigma indiciario” que permita dar con detalles del pasado y del mundo, para desde ahí remontar a sentidos mayores que nunca están cerrados por completo. Las fotografías de Malena Pizani nos colocan ante esta indecisión, ante la pregunta de cómo situarnos frente a ella.


Por Javier Trímboli
Mariela Yeregui

Estados de alerta, 2016-2017
Robot reactivo, cuero de vaca y púas de acero, electrónica, 60 x 30 x 30 cm

Mariela Yeregui – (Ciudad de Buenos Aires, 1966) Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires.

 

Artista pionera en el cruce entre arte y tecnología, Mariela Yeregui tiene una carrera destacable de docencia e investigación en un presente enraizado en imaginarios de lo que habríamos llamado en algún momento ciencia ficción. Crea paisajes tecnológicos pertenecientes a un futuro distópico que ya llegó.

Estados de alerta (2016-2017) está compuesta por tres seres cyborgs que reaccionan ante la presencia de una otredad. El ser participante en esta exposición está compuesto de cuero vacuno y púas de acero. Esta obra es un punto de condensación entre dimensiones ontológicas y dimensiones políticas. 

Por un lado, se trata de un cyborg, un híbrido de cuerpo-máquina y cuerpo-orgánico, un ser social y una entidad de ficción. Desde los desarrollos pioneros de Donna Haraway con su Manifiesto Cyborg hasta las discusiones actuales sobre nuevos materialismos (Jane Bennet) o posthumanismos (Rosi Braidotti), resulta central poner en cuestión los límites fijos que se han establecido en una serie de dicotomías como naturaleza vs. cultura, humano vs. no-humano, animal vs. máquina. Estados de alerta está compuesta por existentes que no pueden ser clasificados por esas dicotomías, mostrando cómo el desafío del mundo contemporáneo se ubica en abrir un pensamiento donde distinciones clásicas entre lo que es tecnológico y lo que es animal, entre lo que es natural y lo que es artificial, han dejado de funcionar. Seres que son máquinas-animales o pieles-robóticas producen una transgresión de fronteras, una dislocación de los límites con los cuales pensamos, abriendo a relaciones de afinidad con nuevos existentes. 

Por otro lado, Estados de alerta se inscribe en una preocupación política: cómo generamos mecanismos de defensa –estamos alerta todo el tiempo– cuando vemos a los otros como amenazas. Los otros se convierten en amenaza cuando tengo que proteger mi propiedad privada, cuando delimito un territorio que siento invadido. El otro se convierte en un peligro inminente cuando el problema de la seguridad parece totalizar el horizonte de preocupaciones políticas. Esto produce, al mismo tiempo, estrategias de aislamiento y estrategias de agresión frente a la alteridad. Formas de la violencia: aislarse o agredir para protegerse. Un mundo plagado de miedos, de pasiones tristes. Un mundo caracterizado por la inmunidad: todos buscamos inmunizarnos de los otros peligrosos.

La potencia de la obra de Yeregui se encuentra en la articulación de ambos motivos: en la creación de seres cyborg que dislocan los modos de clasificar los existentes para realizar un diagnóstico político del presente. Una política de los existentes que pone en el centro de la escena nuestras posibilidades o imposibilidades, nuestras pasiones tristes o alegres, en los modos de relacionarnos con la alteridad. Anudar la potencia de nuevos seres animales-máquina para pensar políticamente la piel que nos separa y nos une a los otros es, al fin y al cabo, un pensamiento en acto de una política cyborg.


Por Emmanuel Biset